OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Un año, apenas un
año de la victoria electoral del PP, y ya la sociedad española es un paisaje
después de la batalla. En un solo año ha agravado todos los males que marcaron
el final de la era Zapatero, ha dado
vida al resto de peligros que la amenazaban y muerte a las expectativas de
sobrevivir a la crisis de manera reconocible a lo que había antes de su
estallido. Un solo año y el PP tiene el mérito de, al menos, dar la impresión
de haberse llevado el futuro por delante.
Mucha prisa tenía
en aquel entonces el PP por llegar al poder. La tiene por naturaleza, porque
sus mandarines piensan que ésta es una tierra que les pertenece por derecho
divino (o eclesiástico, en aras de la
precisión), y la tuvo en extremo en la segunda mitad del mandato socialista. En
la práctica, el PP se olvidó de la política, de sus funciones y obligaciones
como principal partido de la oposición y, naturalmente, de sus fatuas promesas
de actuar en pro del interés de “todos los españoles”. Infundios y
descalificaciones devinieron la parte principal de su quehacer público (por no
hablar de su familiaridad innata con la corrupción); infundios y descalificaciones
que no sólo se centraban en el gobierno, sino que se repartían con prodigalidad
similar por otras instituciones del Estado –magistratura, policía-, en relación
con las cuales hicieron uso de una doble vara de medir en función de sus
intereses, de su pasión por empuñar el poder: el fin que justificaba cualquier
medio.
El PP se enrocó
tanto en torno a su cavernícola ombligo, se encastilló hasta tal punto en su
ambición desenfrenada, que durante la legislatura anterior a menudo se vio al
gobierno hacer causa común junto al resto de la oposición contra él: tal y como
hoy día, gobernando por mayoría absoluta, se ve al conjunto de la oposición
formar un frente común contra él (como también a sectores sociales antes
enfrentados entre sí). Pequeños detalles
ésos que nos ilustran de su concepto de democracia tanto como de su forma de
practicarla. O si se prefiere: de su ínfima capacidad para sobrellevar la
democracia. ¿Cuál puede ser el temple democrático de un partido que con
frecuencia se queda aislado, cuál la visión del mundo que en los hechos no
pacta con los demás, cuál el respeto que éstos, sus cosmovisiones y sus
prácticas, le merecen? Pero como una imagen puede valer más que mil palabras,
recordemos la que sintetiza todo el quehacer del PP en un momento crítico de la
legislatura anterior, salida de la patriótica boca de esa joven promesa de la
economía que es el varias veces ministro Montoro con ocasión de un debate
parlamentario (según afirmara una diputada de Coalición Canaria): “Mejor si se
hunde España; así la rescatamos nosotros”. En relación con la comprensión de la
realidad, ¿cuánta culpable inocencia cabe en una frase así, cuánta prepotente
ingenuidad? Sólo la perversidad que rezuma las sobrepasa de lejos.
Lo notable fue la
transmutación de la prisa en una calma chicha cuando se produjo el acceso al
poder. La crisis seguía apremiando con sus urgencias; la dueña ilusoria de
Europa ya le había hecho llegar desde Alemania sus órdenes con su felicitación,
y la nave requería urgentes decisiones para mantenerse a flote. Pero nada se
movía, y la razón, la patriótica y democrática razón, era que las
elecciones andaluzas habían sido fijadas para el 25 de marzo del año siguiente,
y a la espera de monopolizar el control de ese territorio para hacer aún más
total su poder y ejercerlo de manera más absoluta, el presidente del gobierno
demostró que le importaba un carajoy
todo cuanto antes decía importarle, de modo que hizo lo que mejor se le da:
hibernarse. Sangre fría se llama eso,
y probablemente ningún cocodrilo lo habría hecho mejor. ¡Qué premonitoria
lección de abuso de poder se impartía ahí antes de ponerse el mono de faena y
sin mover un solo músculo!
Ganaron las
elecciones andaluzas sin ganar el gobierno andaluz, y entonces sí: entonces la máquina
del autoritarismo se puso en funcionamiento por sí sola y allí fue Troya. O
sea: mostraron lo que son. Con la excusa de contener el déficit en el 6.3%
impuesto por Europa, se entregaron como posesos a alumbrar su programa oculto, que contradecía todos
sus compromisos y todas sus promesas más solemnes yacentes en su programa electoral, que no es sino el contrato no
firmado que un partido contrae con el conjunto de la sociedad durante la
campaña electoral. Y el programa oculto desmentía no sólo las afirmaciones del
explícito, mero eco de sus críticas al gobierno de Zapatero –aún hoy, con la
excusa de la herencia recibida, chivo
expiatorio de sus desmanes-, sino que al aplicarlas en toda su crudeza, al
repetir en muchos casos las medidas de su antecesor enconadas, revelaban
también el producto final de sus intenciones. Si durante su travesía por la
oposición habían obrado como si creyeran su propia mentira –que España tenía
solución: bastaba con cambiar de política cambiando de gobierno-, ahora, ya
desde el gobierno, aplicaron dicha política. Y el resultado no puede ser más
desolador: la carrera por acabar con el Estado del bienestar –a veces, se
diría, con el Estado en sí- a fuerza
de crear no una pura economía de
mercado, sino una sociedad de mercado.
Toda la ristra
ignominiosa de medidas adoptadas, violando sin cesar sus juramentos más
solemnes, insisto, tienen al aludido estado
de naturaleza por finalidad suprema y consciente. Postrarse ante la banca,
la subida del IVA, el IRPF y otros impuestos, el añadido de medio millón más de
parados a los millones ya existentes, las restricciones infinitas a la
investigación y la ciencia, clave de la vida autónoma de todo país con
aspiración a serlo, las restricciones infames a la Educación y a la Sanidad, la
tendencia imparable hacia la privatización de ambas, el descenso real de las
pensiones, etc. La sociedad española es un gélido paisaje de tierra quemada
actual y de desolación ante el futuro inmediato, sólo auto-rescatada por las
lecciones de solidaridad que ha descubierto y practicado en su interior desde
el fondo del abismo en el que se halla. Y como una imagen, dije, puede valer
más que mil palabras, apelemos a otra que en esta ocasión sintetiza el objetivo
del PP, que va más allá de lo que le exige Europa: al tiempo que todo eso deja
sin aliento a la sociedad española, el Gobierno de España se humilla ante un
magnate estadounidense extremista que le exige el oro y el moro por instalar su
casino en España. El oro y el moro: una nueva ley de expropiación de terrenos,
impedir la presencia sindical entre los trabajadores, despido gratuito, etc. Y,
por si fuera poco, esto: el rico que pierda sus buenos dineros jugando en el
casino podrá desgravar en su declaración de la renta parte de las pérdidas. En
suma: desgravación por pérdidas en el juego frente a recortes brutales en la
Sanidad o en la Educación: he ahí el modelo
social del PP.
Crear y acentuar
las diferencias entre ricos y pobres, pauperizando a la clase media, son
elementos clave del mismo, y a él tienden otras medidas particulares tomadas
desde diversos ministerios: la preferencia por la educación privada fijada por
el torito Wert, la amnistía fiscal
concedida por el ínclito Montoro, al que, una vez más, le ha salido el tiro por
la culata; las nuevas tasas en el ámbito judicial fijadas por Gallardón -la
babosa que cree ser águila-; la vitalicia
congelación de los salarios a los funcionarios, los recortes añadidos a los
recortes en Sanidad con los que se obsequia a los inmigrantes irregulares, ya
que no deben ser humanos al no ser españoles o no tener la cartilla sanitaria
en orden, con los que la ministra Mato pretende hacer de un plumazo honor a su
apellido (igual le habría gustado más convencerlos
de la bondad de su medida, sólo que para ello es menester no ya dialogar, sino
más lisa y llanamente hablar, algo
imposible para una ministra en cuyas frases no cabe sintaxis alguna). Con su
modelo de sociedad de mercado el PP hace la vista gorda ante hechos tan comunes
y evidentes como que no todos los fracasos sociales tienen la raíz en los
deméritos de los fracasados; que no toda la pobreza es culpable de haraganería
o de indolencia; que no todo sufrimiento es azaroso ni da enseguida con sus
paliativos; que hay marginados dispuestos a ganarse una segunda oportunidad,
etc. Difícilmente habrá respuesta para todo esto sin la ayuda estatal; lo fácil
será constatar la ampliación del infierno en la tierra.
Pero no todo son malas
noticias: que le pregunten a Angela Merkel si alguna vez ha escuchado algún
reproche de cualquiera de sus vasallos; alguien que le diga que están hartos de
pagar los fantasmas alemanes y sus correspondientes avisperos de prejuicios;
que se van a oponer a la renacida esencia
alemana, que ingenuamente Mitterrand -quien la creía inextirpable- pensaba
detener con la creación del euro cuando dos guerras mundiales no habían logrado
más que refrenarla temporalmente, y que hoy día consigue los efectos políticos
a los que propendía desde el terreno económico, y hasta le pagan por ello.
Ningún vasallo le dice eso a la aparente dueña de Europa, y menos su lacayo
español, que recibe órdenes sin pedirlas de una teórica igual, y que siempre promete ser el primero de la clase, aunque
luego incumpla los deberes que le dictan sus amos, como rebajar el déficit
público hasta el 6.3%. Tendrán que ser una vez más los hechos, con las voces
que les hacen de eco y que provienen desde el corazón de la propia Alemania,
los que acaben por disuadir a Merkel de que la tierra quemada que ha creado en
derredor suyo está ya dañando las exportaciones alemanas, es decir, llenando de
nubarrones su horizonte. ¿Pero quedará algo reconocible de lo que un día fue la
Europa del Sur cuando llegue ese momento?
Hay más sujetos
que tampoco naufragan en la situación actual. No sólo los beneficiarios de
tanta reforma laboral o no sólo los beneficiarios de la emancipación del dinero
de la política, que se permiten el lujo de crear crisis financieras,
económicas, sociales y políticas de un solo golpe y luego cobrar indemnizaciones
millonarias por un trabajo tan cualificado. Y, sobre todo, no le cabe queja
alguna al paraíso fiscal por
excelencia que tan amorosamente cultivamos en España: la Iglesia Católica. Con
su imposición de la religión como asignatura curricular y las exigencias
correspondientes de poner como alternativa una asignatura seria, a fin de que los alumnos elijan catequesis -de la que tan
necesitados están en lugar de matemáticas o comprensión lectora-, y de sepultar
por fin la educación para la ciudadanía, la Iglesia Católica, que mantiene los
demás privilegios de que ha gozado a lo largo del eterno Ancien Régime que es la política española en relación con ella,
demuestra que el PP no es en ciertos aspectos sino la putita política de la que
su chulo, insaciable y amoral, se sirve como de una marioneta cada vez que
toca.
Pasaré por alto
el contencioso creado entre Cataluña y el Estado, al que con su galanura de
“toro bravo”, según el propio Wert ha dicho ser cuando alguien le critica,
tanto ha contribuido a favorecer a base de cornadas al modelo de inmersión
lingüística catalán y demás exquisiteces
ideológicas. Me detengo en una última reflexión al hilo de cuanto ha sucedido.
Visto el ejercicio
del poder por parte del gobierno del PP, favorecido por la mayoría absoluta de
que dispone en el Parlamento, una conclusión se impone: es imprescindible una
renovación constitucional que, si no impida, al menos obstruya en la posible la
formación de mayorías absolutas. Hay varios expedientes posibles, desde una
reforma en sentido más proporcional de la actual ley electoral hasta la
supresión de la prima de diputados concedida al partido ganador de las
elecciones cuando gracias a la misma obtenga dicha mayoría autoritaria. Se trata de mantener la proporcionalidad entre voto y
representación que impida al partido mayoritario
en las urnas convertirse de hecho en partido único en el Parlamento, imponiendo así su cosmovisión política al
conjunto de la sociedad, pese a que ésta supera en número a la sociedad parcial
que votó a favor del partido finalmente ganador. Si es necesario, se debería
transformar España en una circunscripción única, y en todo caso, con las
circunscripciones actualmente en vigor, el reconocimiento de una mayoría
absoluta parlamentaria debería aceptarse únicamente si dicha mayoría absoluta
se da en el conjunto de las autonomías.
Así se evitaría
que un partido se saltara caprichosamente la Constitución al tiempo que dice
venerarla y aun la convierte en muro contra las reformas propuestas por
partidos minoritarios –lo cual, a su vez, conformaría un requisito para que la
nueva Constitución refundara el pacto social fijando un plan de futuro que
liberara en gran medida al país de su propia historia, dos caras de la misma
urgencia. Una coalición de gobierno no tiene por qué dificultar la acción del
mismo, tanto si es estable por fundarse en un pacto de legislatura como si no,
y tiene además la ventaja de adecuarse en su mayoría política a la mayoría
social que la sustenta. En cambio, toda mayoría absoluta, en cualquier
democracia, es en principio perversa, con independencia del uso que
posteriormente se haga de ella. Si ese lugar es España, y el partido
mayoritario es el PP, ya sabemos que el final de la legislatura puede coincidir
con el final de la sociedad del bienestar e incluso con el final del propio
país.