OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Cuando se trata
de tiranos, hasta la salud es un enigma, dado que se trata de una ocasión más
de ganar tiempo ante terceros o ante las propias huestes en la preparación de
la estrategia a desarrollar en el próximo futuro, o bien de enmascarar grietas
en el hasta entonces frente único y unido. El estado de salud de mandatario
venezolano Hugo Chávez ha disparado por ello la rumorología, dado que nadie
sabe realmente cómo está porque sus gregarios tienen órdenes de disparar balas
de salva informativa para entretener al personal, órdenes que los posibles
sucesores intentan aprovechar para salir beneficiarios de la transición, en
tanto ambos arremeten contra la oposición, que para algo está. Y quizá la orden
provenga de Cuba, dado que éstos se han apresurado a culpar a los Estados
Unidos de estar en la base de la “campaña” de desinformación desatada contra el
chavismo, tan incólume y seguro de sí mismo que a la mínima se desata.
Así pues, nada de
extraño hay en que los boletines informativos emitidos por el gobierno de
Venezuela indiquen la gravedad de la situación, al tiempo que la gallardía con
la que la encara el presidente, pero sin especificar más y sin dar pruebas de
lo que dicen, y por otro lado, mientras la oposición se queja de
desinformación, haya quien afirme que Chávez está como quisiera ver a sus
enemigos políticos, es decir, en fase terminal. En el “entramado mediático
internacional”, como también se le llama, generador de una “guerra psicológica”
que aspira a “desestabilizar la República” y “acabar con la revolución” -¿qué
haría esta gente si por un solo día se quedaran sin palabras exentas de
connotaciones militares?-, participa naturalmente el diario español ABC, para
quien Chávez tiene “las funciones vitales asistidas”. Como la credibilidad de
ABC es más o menos la de la iglesia, y como la credibilidad del gobierno
venezolano es la de ABC, lo único sabio es preguntar directamente a los Castro
cómo debe encontrarse su visceral correligionario a día de hoy. Claro que como
los Castro tienen la credibilidad del gobierno venezolano se da por descontada
la perpetuación del enigma, hasta que se solucione en el día fijado en el momento
convenido: y, previsiblemente, después del día 10 de enero.
La ocasión de
jugar nuevamente con la verdad la ha proporcionado el hecho de ser ése el día
constitucionalmente establecido para que, en este caso, Chávez asumiera su
cuarto mandato, luego de su holgada victoria en las generales del pasado 8 de
octubre. A lo que se suma la cuestión de su sucesión en el trono del chavismo,
al que llegan dos aspirantes con desigual legitimación endógena. Si Chávez no
tomara posesión en tal fecha porque muere, el poder recaería en el actual
presidente del Parlamento y delfín secundario de aquél, Diosdado Cabello, quien
debería convocar elecciones generales en los treinta días siguientes: quedaría
incurso en uno de los casos de “falta absoluta” tipificados por el art. 233 de
la Constitución Bolivariana. Si, por el contrario, la suya fuere una mera
“falta temporal”, el art. 234 de la misma norma básica establece que el actual
Presidente electo sería suplido por su vicepresidente y delfín primario,
Nicolás Maduro, durante un periodo que puede llegar hasta seis meses.
El hecho de que
el chavismo se presente con dos candidatos ante su cita con el futuro demuestra
que se presenta dividido; el hecho de que el jerarca máximo nombrara a su
heredero en público antes de su último vuelo a Cuba, ratifica la división. Y
cada artículo de la Constitución, como se ve, tiene su candidato propio:
ironías de la historia que una norma escrita por su amo de su puño y letra al
compás de sus objetivos revolucionarios
sirva ahora de motor de arranque para dividir su herencia. Mas quizá convenga
matizar el poder real de la norma básica, pues si bien hasta aquí el candidato
del art. 234 vence por puntos al conmilitón del 233, en toda tiranía hay una
voluntad superior a la regla y el chavismo no va a ser su excepción, dado que
no lo ha sido hasta ahora. Esa voluntad, paradójicamente, aparece allí donde el
candidato se revela como menos aspirante, esto es, al declarar que el
actual Presidente en funciones lo seguirá siendo aunque no jure su cargo el día
10, esto es, al declarar el juramento una “formalidad”: una formalidad que
puede cumplimentarse en cualquier momento durante el periodo señalado ante el
Tribunal Supremo de Justicia.
Y, en efecto, la
jura del cargo no es más que un “formalismo”, como lo llamó también, o sea, un formulismo que, llegado el caso, el poderoso sortearía como le viniese en
gana, que ya precedentes sobran. La Constitución, después de todo, es una
criatura suya, tan suya que su mayoría en la cámara y su dominio en los
tribunales la convierten en una suerte de promesa hecha a sí mismo, un acto que
no obliga porque se le hace decir en cada ocasión lo que aquél quiere; vamos,
como la Biblia o El Corán, para entendernos. En realidad, no es sino un arma del
poder contra la oposición. Eso es lo que en verdad trasparece tras la
presunción de “flexibilidad dinámica” (sic)
que se le atribuye. Así que, si vive, según el candidato del art. 234 el Sumo
Sacerdote jurará cuando se tercie, ¡y cuidadito con oponerse, porque quienes lo
intenten “se van a encontrar con el pueblo en la calle y se van a acordar del
día en que nacieron”!, sentencia el candidato del art. 233 con ese tono
seráfico que tanto aspira a imitar al de su patrón. En fin: formalismo de la
norma constitucional, recurso populista al pueblo-pueblo,
que misteriosamente coincide con sus votantes, y amenazas con la violencia a
cuantos se opongan a la voluntad omnímoda que convierte en simple formulismo la
norma constitucional: otra lección más de democracia chavista.
Debajo de esta normalización
de la violencia en la escena política venezolana, con todo, no yace sólo el
deseo personal de los futuros diádocos
de adular al jefe con maneras simiescas a ver quién le hace más gracia, sino
asimismo el miedo de los líderes del partido gobernante a su división por
recibir una herencia demasiado grande para ellos. La deificación de Chávez
convirtiéndolo en mito viviente -otro Alejandro más que un Bolívar- busca
justamente apagar esa mecha, sin percibir que cuanto más grande hagan al tótem
más pequeña será luego su figura en relación con él y menor el significado que
cobrará para las tropas del chavismo. Sin el tirano, el movimiento que creó a
fin de establecer su tiranía antes o después se esfumará con él, bien que en el
ínterin surja una estela de rencillas personales y de enfrentamientos con la
oposición que enconen aún más la vida política y lleven la paz social ante la
guillotina.
Por ello, lo
primero que deberían hacer dirigentes como Cabello es pedir perdón por haber
afirmado categóricamente que “nunca pactarán con la oposición” para, acto
seguido, sentarse a negociar con ella. Problemas como la pobreza, la
desigualdad, la corrupción, etc., que actualmente agobian a Venezuela vienen de
muy atrás todos ellos, y son crónicos en América Latina; Chávez los palió en
parte mediante su política de vivienda y la ampliación patológica de empleo
público con el que disimular la falta de trabajo ante la permanente crisis
económica que vive el país, otro de sus méritos
incontestables. Pero una inflación de funcionarios añadida a la alta inflación
real (el 20%) sólo es pan para hoy, y únicamente para esos muchos que siempre
son pocos en el conjunto de la población, y hambre para mañana; y la pobreza
sigue teniendo un gran futuro en Venezuela al ser los pobres la principal
cantera de donde el chavismo extrae el voto.
Por lo demás, en
la balanza entre los problemas que ha creado el jeque venezolano y los que ha
mejorado o resuelto pesan infinitamente más los primeros; si los dirigentes de
su partido reconocieran la actual situación de desabastecimiento de algunos
alimentos básicos, de empeoramiento de las infraestructuras, de criminalidad
galopante, de crisis carcelaria, de inseguridad, de conflictividad laboral, la
posible devaluación inminente, etc., por no hablar de su desprecio de la mitad
del país –el no-pueblo de Venezuela–
al ningunear a sus representantes, no tendrían mucho que pensar a la hora de
analizar a qué ha abocado el gobierno de uno solo, por mucho dios que se crea o mucha reencarnación histórica que se sienta.
Por su parte, a
la oposición le incumbe la delicadísima tarea de recomponer los puentes de
diálogo que el gobierno sistemáticamente ha roto, pero sin dejar de hacer
oposición, esto es, y por citar un ejemplo: denunciar ante el conjunto de la
sociedad -los tribunales, en efecto, forman parte del partido en el gobierno,
es decir, de la voluntad de Chávez-, que el juramento presidencial, como
cualquier otro precepto constitucional, no es sólo un formalismo y que la
violencia que le rodea no es sino el ejercicio de un poder arbitrario.
Si finalmente
Chávez desaparece de la arena política, Venezuela estará ante una ocasión
pintiparada de volver a retomar el diálogo que conduzca a una institucionalidad
nueva, menos personalista y autoritaria, y de forjar en torno a ella la
reconciliación de un país casi dividido por la mitad. Desaprovechar ese regalo
del presente podría significar que más pronto que tarde Venezuela, víctima de
una inestabilidad sin freno, quede fuera de la historia.