OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
¿Cuál es el
límite que la corrupción no debe franquear en una democracia antes de acabar
con ella?
Asumido que
siendo la condición humana como es ni una democracia pueda librarse de esa
gangrena; asumido que el poder y la riqueza, máxime si van juntos, son dos
medios excepcionalmente poderosos de corrupción; asumido que la democracia,
precisamente por tutelar la libertad y el garantismo penal, como debe hacer,
añade mecanismos de corrupción propios, pues la libertad no puede ejercerse
siempre con responsabilidad y una consecuencia del dominio de las garantías en
el ámbito del derecho penal suele ser la eternización de los procesos
judiciales, lo que suele contraer el efecto disuasorio de la pena entre los
pertenecientes a un estatus social elevado; asumidas las desigualdades sociales
entre el poderoso y quien no lo es, que la igualdad jurídica no logra reducir,
y las desigualdades políticas creadas por el propio ordenamiento al establecer
relaciones de supra y subordinación, y que la familiaridad con el poder no
tiende sino a fomentar; y asumido que ambos tipos de desigualdad introducen un
elemento de fuerza en el campo de la igualdad proclive a dejarse llevar por sus
instintos, y por tanto a violar la legalidad por segunda vez y de continuo;
asumido todo eso y algo más, como que el mantenimiento o la instauración de
privilegios para la clase política favorece que ésta ceda con frecuencia
intolerable a la tentación de la corrupción, ¿dónde situar el tope que ésta no
pueda rebasar si debemos preservar la democracia?
No creo ni mucho
menos que la respuesta esté dada, y ni siquiera que sea fácil, entre otras
razones porque no es unívoca; dependiendo de su historia y de sus
circunstancias particulares, cada país tendrá su tope correspondiente, más alto
o más bajo en relación con el de otros. Eso sí, parece una regla natural en
Europa que al igual que la religión ha abogado por las autocracias, donde las
respectivas iglesias, como la católica o la ortodoxa, han ocupado una posición
de poder más fuerte y duradera, la corrupción ha llevado siempre las de ganar
sobre la honestidad. Los regímenes liberales que fueron naciendo, cuando lo hicieron,
en estos pagos habían mamado ya la cultura política de la corrupción, por lo
que les resultó menos heroico conservarla. A veces, como en Francia, la propia
fortaleza del Estado, que le permitía marcar distancias con respecto a la
iglesia católica, le consentía a la vez contener en un nivel tolerable la
corrupción. En países como Italia o España, en cambio, el lugar de honor
mantenido tan perenne como arteramente por la iglesia católica en el trono nos
ha concedido el lujo que otros más piadosos buscaron ansiosamente sin
conseguirlo: encontrar la Jerusalén celeste, o al menos un buen cachito de
ella; al punto que hemos podido hacernos una cabal idea de cómo puede ser el
reino de los cielos de verdad una vez vista su parcial encarnación en tales
tierras.
La corrupción en
España, en eso de tocar techo, parece haber llegado al fondo; así que ahora
tocará seguir excavando, a fin de comprobar si el yacimiento tiene fin. Aquí
pintan bastos hasta en la familia que lleva la corona, que además de conductas
obscenamente indecorosas por parte del patriarca nos obsequia con otras
delictivas al más puro estilo eclesial por parte de un advenedizo de marras, y
ello siendo generoso con las partes. Pero lo peor de la corrupción política, de
lejos, es el mar de aguas fecales que hoy anega a los partidos, especialmente a
los dos que más han degradado el poder que les hemos ido otorgando estos
últimos años. Siendo hoy los partidos básicamente agencias de colocación, la
política clientelista está asegurada y si uno quiere salir en la foto –y está
claro que son muchos los miembros del pueblo soberano que aspiran a salir en
ella– luego no podrá moverse. Ese simple hecho es en sí mismo la negación de la
libertad de pensamiento y de crítica, del individualismo inmanente a la existencia
de derechos humanos, del principio meritocrático como criterio de acceso al
cargo público, y del deber de ejemplaridad que al menos desde Séneca o Plutarco
expresamente se atribuye a quien lo desempeñe. Y, por ende, en función de su
generalización habrá que pulsar la salud de la democracia.
La corrupción
política, como dije, viaja naturalmente en el tren del tiempo, y por eso se
transmite hereditariamente. Es un gen cultural de difícil desarraigo. Pero sí
es posible mitigarla o acentuarla. Forma parte del pecado original de nuestra
democracia, pues los Pactos de la Moncloa juraron guardar silencio
jurídico-político sobre ciertos hechos que la neonata incorporaría a su vida
sin poder dar señales, ni desembarazarse, de su presencia. Empero, la
democracia después amplió en su curso el lastre que los bajos fondos imponían a
su funcionamiento, dilatando insensiblemente los dominios en los que vedaba la
aplicación de eso que Kant llamaba principio de publicidad y que en buena
lógica debía divulgar la transparencia a lo largo de su entera superficie.
Aun así, nada de
eso exige que, por ejemplo, cuando un gobierno hace descarrilar a un Estado
sacándolo de los raíles del derecho, como ocurrió en los gobiernos de Felipe
González contra el terrorismo, añada
de propina el embolsamiento de dinero público por parte de algunos de sus
funcionarios de relumbrón, y que luego, con cárcel o sin ella, gozaran con
impunidad del fruto de sus robos. Esta corrupción sobrevenida no estaba en la
originaria, pero le sucede naturalmente una vez que la pandora política destapa
la primera vasija del mal: la llegada de nuevos inquilinos a los cargos lo
amplía, el modelo se perfecciona y profundiza, y su acceso a nuevas parcelas
que contaminar brinda a los novatos la ocasión de demostrar que la originalidad
en esto de delinquir no sólo supera la imitación sino que puede ensancharse
casi a discreción. Naturalmente, siempre queda la posibilidad de renovar
prácticas consolidadas y, así, cabe premiar la lealtad al partido ignorando la
corruptela del dirigente o castigar con la recompensa de un ascenso al
funcionario mediocre destituido.
El PSOE parecía
haber roto moldes en materia de corrupción; meter a veces la pata pero nunca la
mano, como decía Pablo Iglesias, fundador de dicho partido, pasó a ser un acto
de romanticismo, y como tal a dormir
el sueño de los justos. Ahora, en el poder, se trataba de mantenerse como
fuera, por lo que el fin podía ya justificar los medios: comprar voluntades y
venderse a otras eran las transacciones bajo cuerda con las cuales mercaderes
sin alma fortalecían el partido y debilitaban la democracia al tiempo que
muchos de ellos llenaban sus bolsillos. Parecía, digo, haber roto moldes… hasta
que llegó el partido que ha hecho de la corrupción su ideología.
Venía de muy
atrás, pero un solo año en el poder y ya ha dado para que España entera huela a
podrido. Una ex presidenta de comunidad que ficha por una empresa privada
mientras mantiene su condición de presidenta del partido en su localidad, por
si alguien dudaba de lo bien que le sienta al interés público el interés
privado; otra presidenta, pero ésta en activo, que firma la privatización de la
sanidad porque algún regalo tenía que hacerle a su marido, que el pobre tenía
el caprichito de controlar la sanidad antes pública desde su hacienda
particular como el Calígula de Camus tenía el caprichito de que alguien pusiera
en sus manos la luna; un tesorero popular
que, en efecto, oculta el tesoro, ya que se compone en gran parte de robar una
cuota de las financiaciones ilícitas que saneaban a su partido y lo hacían tan
patriota; un ex consejero de comunidad que cobra de la empresa a la que fueron
a parar las analíticas que privatizó. Y otros mil delitos más que llenan los
tribunales y asquean a la opinión pública, que asiste atónita a cómo la
descuartizan robando a la inmensa mayoría de la sociedad sus derechos y su
salario, cuando no su salud y sus vidas. ¡He ahí la pulcra obra de un partido
que apenas llegado al poder decretó una amnistía casi con el fin exclusivo de
auto-amnistiarse, en primer lugar, y de comprar lealtades de compinches ajenos
ligados a él por prácticas idénticas a las suyas, en segundo lugar! Y aun con
todo esto delante, ¿cómo abdicar de la sensación de hallarse únicamente ante la
punta del iceberg?
¿Y la democracia,
qué es de ella? Se dirá que tenemos elecciones limpias, que el voto es libre,
que las autoridades son legítimas, que los jueces investigan los delitos y
juzgan a delincuentes, etc., y se dirá con razón. Aún tenemos eso. Pero eso que tenemos, las formas de la
institucionalidad democrática, se hallan cada vez más roídas en su raíz, que es
eso otro que según Aristóteles
sostenía a todo cuerpo político: el deseo de la mayoría de vivir en ese
régimen. Y es eso lo que está
desapareciendo de los afectos de los ciudadanos. La erosión de legitimidad de
los partidos a causa de la corrupción erosiona también al régimen del que ellos
son pieza indispensable.
Las formas
democráticas juegan papeles diversos según los lugares y los tiempos. En
Colombia, por ejemplo, la aprobación de la Constitución de 1991 dio lugar a que
la ciudadanía empezara a familiarizarse con unas instituciones entonces
inviables en su país y con unos derechos de los que ellos no eran en la época
sujetos, y realizó una labor propedéutica en la conciencia de sus miembros que,
vista desde hoy, quizá quepa calificar de exitosa. Un país con una democracia
en apariencia más consolidada, como es el caso de España, hoy día está
representando en cambio un espectáculo bien distinto y mucho más desolador. La
ignorancia de los sacros principios
constitucionales, la burla de la justicia, la propagación de las desigualdades
que discriminan a un número creciente de ciudadanos: son motivos por los que
éstos van privando de adhesión al régimen de la corrupción que ya no reconocen
como propio porque en gran medida les ha sido secuestrado, y que va hundiendo
su conciencia en un pozo de rabia tanto más dañina en cuanto aún desorganizada.
La democracia, en España, se muere en sus formas y si la corrupción perpetúa su
hegemonía por un tiempo en esta escala no tardaremos mucho en advertir si en su
interior brilla todavía algún contenido, esto es, si dicha Corrupción, en
cuanto nuevo soberano, no nos hizo ya cambiar de régimen.
*Antonio Hermosa es profesor en la Universidad de Sevilla