Ir al contenido principal

La religión como un juego de miedos

OPINIÓN de Franco Gamboa Rocabado.-

Los misterios religiosos representan un conjunto de desafíos filosóficos cuyo objetivo es proporcionar respuestas para brindar seguridad a los seres humanos, tratando de dar explicaciones sobre el origen y destino de nuestras existencias.

Cuando necesitamos consolarnos en torno al sentido de la vida, miramos la dirección que apunta hacia diferentes seres supremos, es decir, una serie de divinidades en las cuales se busca un refugio trascendental. Simultáneamente, anhelamos simplificar todo esfuerzo intelectual y científico, permitiendo el ingreso de varios dogmas, de aquellas verdades incuestionables donde las dudas tienen respuesta en los marcos de la fe y las creencias profundas que hacen desaparecer cualquier contradicción en la vida, disipando inclusive las injusticias sociales, sencillamente porque un dogma religioso está para ser obedecido sin miramientos.

En las religiones se obtiene refugio, sentimientos de solidaridad con supuestos equilibrios espirituales y estabilidad con las fuerzas del universo. Los credos religiosos se manifiestan a través de historias contadas en la Biblia, que pretenden enseñar las mejores formas de comportamiento; sin embargo, dichas historias también buscan intimidar a los creyentes con expresiones violentas sobre el futuro de sus destinos. Dios amenaza constantemente a los seres humanos, juega con ellos y el mundo es, por lo tanto, una especie de teatro donde las escrituras buscan que los hombres sean considerados inferiores y sujetos a una fuerza sobrenatural que los domina para siempre.

La religión tiene, entonces, diferentes objetivos, como por ejemplo, diseminar un conjunto de miedos reprimidos: miedo al rechazo social cuando algunas personas no reconocen una religión o credo específico. Para algunos, el ateísmo es una forma de satanismo, de tal manera que por miedo al qué dirían otros si no se tiene un Dios al cual adorar, van repitiendo una serie de creencias inundadas de temor.

Miedo a la condena de un supuesto Juicio Final. Las religiones y un mundo de instituciones que hacen un negocio de las creencias o supersticiones, transmiten la idea de un infierno contra el cual estaría prevista la necesidad de salvación. Los creyentes sienten terror de ser condenados y anhelan la protección de aquellos que ofrecen diferentes formas de salvación para sus almas. Ten el fondo tienen miedo de sí mismos y deducen que sucumbirían sin la presencia de amenazas apocalípticas.

Miedo a un supuesto proyecto oculto de Dios para los seres humanos. Por ejemplo, la muerte y la vida después de ésta conducen a la idea de un Dios que dispone de nuestras existencias a gusto y sabor, haciendo que los hombres y mujeres acepten un estatus de inferioridad, liquidando, a su vez, todo derecho al ejercicio de una libre voluntad porque todo sucedería por gracia y determinación divina.

Miedo al castigo que facilita el reconocimiento del poder invencible de Dios sobre los hombres y mujeres. Esto se complementa con el miedo al poder como capacidad privilegiada que tendrían los varones sobre las mujeres porque todas las expresiones y representaciones divinas se identifican con el poder de lo Masculino sobre lo Femenino.

Miedo a la sexualidad y los placeres que vienen asociados a ésta. La religión Católica trata de reprimir las manifestaciones de la sexualidad y, al mismo tiempo, exige un culto a la pureza del cuerpo cuya víctima principal también son las mujeres con el dogma de la virginidad.

Para muchos, la presencia de Dios está signada por el autocontrol y el autodominio aunque fácilmente se transita de la autodisciplina hacia la auto-negación, es decir, hacia el cultivo de múltiples miedos. La religión inventa constantemente todo tipo de terrores; por lo tanto, el creyente se transforma en un ser que deja de lado su capacidad para tomar decisiones autónomas sin un Dios específico, convirtiéndose en un objeto del temor.

La curiosa idea del pecado original en el catolicismo trata de convencer, no solamente del miedo a la mancha y a la culpa liminar, sino también de explicitar una forma donde los seres humanos se miren a sí mismos con vergüenza. Con el correr de los años, la instauración de miedos explícitos y sutiles termina por eliminar cualquier decisión en individuos independientes, desembocando, finalmente, en una lógica de control y dominación ejercida, tanto por las instituciones religiosas, como por los representantes de éstas: sacerdotes, monjas, monjes, ministros, etc.

Para aquellos agnósticos y no creyentes, la religión no representa un freno de sus apetitos personales. Si bien no se preocupan por creencias trascendentales, sí están pensando en un conjunto de temores que limitarían sus acciones en el mundo profano. Los agnósticos están obsesionados por el siguiente razonamiento: vivir la vida es aprovechar al máximo sus oportunidades y placeres, sin embargo, el dilema radica en cuáles son las cosas a las que se puede renunciar y cuáles no es posible descartar.

Las experiencias humanas son únicas y solamente se vive una vez; en consecuencia, debería existir una libre apertura para experimentar de todo sin restricciones y observando únicamente aquellas acciones que pudieran causar la muerte. El temor no está ligado a la religión ni a sus preceptos, sino que los agnósticos piensan en el miedo a perder la posibilidad de probarlo todo o casi todo.

Los agnósticos pecarían, en este caso, de irreverencia contra todo tipo de institución religiosa y creencias sobre lo divino, y son tan vanidosos que su arrogancia se transforma en una limitación que no quieren ver. Cuando los no creyentes se burlan de los valores como el sacrificio y la renuncia que busca satisfacer a Dios y sus mandamientos, entonces lo único que hacen es estimular las conductas pragmáticas e instrumentales; esto significa que los agnósticos piensan en que nada merece el reconocimiento del sacrificio como expresión de compromiso con uno mismo y con el prójimo.

Los agnósticos contemporáneos son típicos representantes de una sociedad posmoderna donde los valores han sido relativizados al extremo y donde nada vale el sacrificio por algo trascedente o exigente, sino sólo las ambiciones individualistas.

El gran error de estas visiones instrumentales es descuidar una realidad: la sociedad de hoy necesita del sacrificio para que la gente pueda ganarse, con el sudor de la frente, un lugar en el mundo. No reconocer el sacrificio del trabajo, por ejemplo, es confundir la realidad con la ficción que difunden los medios de comunicación y la propaganda.

No todo es válido ni tampoco es viable abandonar el sacrificio como valor y norma de conducta. La intensa competencia y el mercado laboral, en gran medida, deshumanizan a los seres humanos y exige, precisamente, que las personas sean responsables con valores de compromiso y sacrificio, así sea para satisfacer sus necesidades materiales inmediatas o para imaginar un futuro mejor y con mayor seguridad económica.

De todas maneras, en la sociedad secularizada y contradictoria de la posmodernidad contemporánea, los creyentes religiosos y los agnósticos amantes del ateísmo, por igual, deben ser considerados como enemigos de Dios. Por un lado, porque aquellos fieles seguidores de cualquier religión incurren fácilmente en la contradicción de afirmar sus creencias pero hacen algo totalmente diferente en la realidad diaria.

El dilema es siempre el mismo: decir una cosa y hacer lo contrario posteriormente. La distancia entre las creencias y los preceptos religiosos respecto al comportamiento cotidiano, marca una actitud confusa en los creyentes pues casi nunca practican lo que predican.

Por otro lado, los agnósticos no son simplemente un conjunto de herejes que pueden ser entendidos como enemigos de Dios por su carencia de creencias. El agnosticismo es otra forma de ratificar las distancias entre lo que se piensa, se dice y aquello que se hace. Todos manifiestan una ambigüedad, incoherencia y debilidad en sus convicciones profundas.

Agnósticos y creyentes tienden a navegar sin rumbo a lo largo de una época que está perdiendo sus valores más humanos. El Siglo XXI es un escenario de diversos vacíos, hipocresías, conflictos éticos, religiosos y personales donde se presenta como algo fundamental la necesidad de aportar a un mundo más humanizado, reconociendo con tolerancia diferentes posiciones pero alentando una conducta más solidaria que facilite la vida con humildad y paz, lejos de diferentes miedos impuestos e inoportunos.



*Franco Gamboa Rocabado es sociólogo.




">


ARCHIVOS

Mostrar más


OTRA INFORMACIÓN ES POSIBLE

Información internacional, derechos humanos, cultura, minorías, mujer, infancia, ecología, ciencia y comunicación

El Mercurio Digital (elmercuriodigital.es) se edita bajo licencia de Creative Commons
©Desde 2002 en internet
Otra información es posible




AI FREE: DIARIO LIBRE DE INTELIGENCIA ARTIFICIAL