OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Italia parece hallarse en la situación en la
que Tito Livio veía a los romanos cuando decidió escribir su historia a fin de,
situándolos ante el espejo de lo que fueron, activar el último recurso que
imaginaba para que dejaran de ser lo que eran: individuos que ya no podían
soportar ni los males que les aquejaban ni sus remedios. Situación análoga a
como viera Maquiavelo a los italianos un milenio y medio después.
Los resultados
electorales, desde un punto de vista técnico,
han conducido al país ante el abismo de la ingobernabilidad. Pero esa lógica
olvida dos cosas: que la política es un arte y que se habla de Italia, un país
políticamente funambulesco habituado a vivir en el alambre, y para el que la normalidad es ante todo un aburrido
deporte para germanos. Sólo que en esta ocasión ha elevado el listón a un
expectante más difícil todavía que ni
siquiera a ella le está, quizá, permitido tentar. Máxime si pensamos que hay
dos destinos en juego: el suyo y el de Europa.
Tales resultados
confirman que la campaña electoral previa, con sus insultos y diatribas, sus
encuestas y promesas, ha sido el momento en el que la política ha vivido en el
sueño: el resultado en cambio es un despertar abrupto en el que nadie recuerda
ya aquel 40% un día atribuido al centro-izquierda ni al cadáver político
llamado Berlusconi que era su contrapartida en la derecha; y en el que nadie
debería reconocer la consideración del otro como vampiro o zombi, y no
sólo por consideraciones antropológicas, sino más modestamente políticas, ya
que resulta poco estético gobernar con un socio al que le chorrea una baba de
sangre -¡con lo que cuenta hoy la imagen!-, o con un muerto redivivo que tiene
voluntad y propia e incluso, si sumamos los de su coalición, más votos que tú.
Grillo, en suma, hasta ahora quizá haya conocido el sabor de las ranas: muy
pronto es posible que aprenda a degustar el de los sapos.
Y es que ahora toca hacer, no sólo hablar; o, si se prefiere, ahora toca demostrar la verdad de las palabras pronunciadas en
la capacidad de ponerlas en acto. El Movimiento
5 estrellas ha concurrido a las elecciones como una fuerza antisistema, se dice, pero el solo hecho
de participar en ellas lo ha incluido dentro, y si a partir de ya quiere vivir en la política tendrá que, al menos,
declararse dispuesto a conversar con vampiros y zombis, a no ser que quiera ser
como los que denuncia y vivir de
ella; aunque eso le cueste poner fin al camino de vino y rosas recorrido hasta
aquí y decir adiós a la inocencia, que en política está mal vista porque allí
los niños son mayores. Acude al Parlamento con un programa que en buena medida
constituye un refrescante baño de racionalidad y moralidad para la vida
política, pero cuenta sólo con el 25% de los votos de la sociedad italiana: y
si su deber político es intentar llevarlo a cabo, la tarea le constriñe sin
embargo a tener que sumar otras fuerzas, compuestas de vampiros y zombis, a la
suya para lograrlo. Por lo demás, su condición de antisistema no es tan original como parece: lo es también el zombi Berlusconi, aunque lo sea de otra
manera, pero su ir por libre –su menefreguismo de las reglas que traduce la
insofferenza con la que reacciona a
las intromisiones en su voluntad, su descalificación general de la magistratura
al calificarla de mafiosa, “peor que la mafia siciliana”, su pueril necesidad
de sorprender con escándalos, el desprecio casi milagroso del antiguo vivere civile, etc.- dentro del sistema
es una de las razones que lo han dinamitado desde dentro. Berlusconi, con su
caudillismo exacerbado, sin duda encarna lo peor del mundo vituperado por
Grillo, pero ello se debe a que justo por eso ha sido el principal ángel
exterminador del sistema al que tanto contribuyó a crear: el venero fascista
impreso en el prontuario de sus acciones, visible en su carácter, le ha hecho
mirar las reglas de juego básicamente como un arma arrojadiza contra sus
enemigos, pero no algo que tuviera que ver con él. En fin, que Grillo no es la
única excepción antisistema en el laberinto de la política italiana.
Ésa es, pues, una
de las situaciones contra natura en
las que el resultado electoral ha sumido a la política italiana: el movimiento
antisistema como futurible miembro de un gobierno de coalición, junto a otras
fuerzas recién demonizadas por su líder. ¿Y quién sería su socio? En principio
cabe pensar que la coalición vencedora por un cuello en la carrera electoral,
encabezada por Bersani, aunque para aquél despida idéntico tufo a la de su
anverso de derechas. Pero el caso es que también podría serlo la coalición
dirigida por Berlusconi, con lo que nos hallaríamos, ¡y que viva Italia!, ante
el insospechado ensamblaje de dos fuerzas antisistema para regenerar el sistema
–Grillo va contra la corrupción, el papel de los partidos, la Casta de los políticos, el euro, la
dictadura de los mercados; pero no va contra la democracia: no es en este
sentido tan antisistema como Berlusconi,
que va o puede ir en un momento dado contra lo que no sea él y su
circunstancia. No es necesario entrar aquí en los contenidos de los diversos
programas electorales para advertir que el choque de trenes ya se ha producido
antes incluso de saberse qué tren partirá de la estación.
Otra coalición
posible es la de las dos condiciones enemigas por antonomasia, una prueba más
de la singularidad italiana, por cuanto siendo ambas miembros del sistema su gobierno conjunto resultaría aún más
paradójico e impensable que el de cualquiera de las dos con el Movimiento de Grillo. Sería otra alianza
contra natura, mas asimismo la
confirmación genuina de que el arte nace para corregir la naturaleza, constatar
qué acuerdan sujetos que hasta el momento sólo concordaron en un poco galante
desprecio mutuo y que entendían el gobierno como una gestión de la cosa pública
en las antípodas de la del otro.
Una tercera medida
contra natura sería la de convocar
nuevas elecciones generales, una vez demostrada la naturalidad de las otras dos, es decir, el fracaso de cualquiera de
las coaliciones posibles sin haber sido experimentadas: lo que demostraría que
Italia es tan maquiaveliana como antimaquiaveliana, pues sería un craso ejemplo
de virtù al revés, y en ambos casos
igual de maquiavélica. Y sería una
medida contra natura porque en última
instancia equivaldría a fiar a una perversa ley electoral, nacida de la
constatación del fracaso del diálogo democrático entre las fuerzas políticas a
veces del mismo signo, la cuestión de la gobernabilidad, el enigma para cuyo
desciframiento se hizo, pero que el tiempo ha terminado por convertir en parte
problema en vez de en su solución. Sólo una situación como la actual, de empate
técnico entre las dos coaliciones vencedoras, muestra la perversidad intrínseca
de dicha ley, pues con los mismos votos y escaños para ambas –casi los mismos, vaya- una de ellas
acabaría monopolizando el poder político con mayoría absoluta pese a su
doblemente raquítica –en porcentaje y en diferencia de votos- mayoría social. Y
ello sin entrar a analizar el comportamiento
de la ley en el Senado, creando el contrapoder de sí misma en la cámara baja,
una situación que quizá hiciera las delicias de Montesquieu pero que favorece
-el motivo básico citado, subyacente a su promulgación, incide en su
funcionamiento- la parálisis por encima de la gobernabilidad.
La convocatoria
de nuevas elecciones generales obligaría a todos aquéllos que han votado en
conciencia, con independencia de su voto final, a reconsiderar sus
razonamientos y lealtades en función del voto útil; y en ese nuevo razonamiento
guiado por el cálculo es harto posible que la preferencia, si hay cambio de voto,
se decante más por el castigo al rival que por un factor que favorezca la
convivencia. Es ésa una de las malhadadas consecuencias del voto útil, concepto perturbador en un sistema
en el que todos deberían serlo, que representa en sí mismo la corrupción de su
sentido democrático, al forzar al votante a desentenderse del programa
electoral de quien recibirá su voto, y con ello a chantajear a la propia
conciencia cuando el futuro dé motivo para una posible crítica.
Por lo demás,
nada garantiza que el corrimiento del voto, de producirse, no sea tan armonioso como para evitar el mismo
resultado, aunque ahora sean otros los votantes de las diversas coaliciones. ¿Y
a qué solución se llegaría entonces, a una tercera convocatoria electoral? Se
reconfirma aquí la perversidad del motivo que para su solución ideó una ley
perversa, pues aun en el caso de que el resultado de las nuevas elecciones
proporcionara la ansiada gobernabilidad, sería a costa de haber privado al
ciudadano de su voto en conciencia. Y si las fuerzas políticas de un sistema
democrático se revelan incapaces de dialogar y negociar entre ellas; si no
crean la capacidad de llegar a un gobierno de coalición –o, en este caso, a una
coalición entre coaliciones-; si gobernar una ha de ser siempre a costa de que
no gobierne la otra; si la voluntad necesita coacciones externas para producir
acuerdos, sólo cabe decir que la política democrática se ha desnaturalizado: un
gobierno que gobierna con una mayoría artificial, una oposición que aspira a
tenerla y una voluntad básicamente reactiva conforman un sistema de poder que
renuncia a una franja importante de sus posibilidades, y el poder que la
sociedad no ejerce en su favor es poder que está ejerciendo en su contra. He
ahí una crisis política peculiar, una de esas situaciones que, según
Maquiavelo, sólo la virtù de un gran hombre es capaz de arreglar, aunque
ello entrañe el fin de la república.
Decía al
principio que el resultado electoral invita a pensar que Italia no soporta ya
ni sus vicios ni los remedios de sus vicios, pues la nueva correlación de
fuerzas que, producto de las elecciones, debería intentar poner fin a aquéllos
impide pensar en el futuro. Empero, dicha parálisis en absoluto constituye una
extrapolación de la sociedad a la política. Que Monti, el protegido de Angela
Merkel y del Vaticano, se haya perdido en el camino no es casual, sino que su
derrota, lejos de mostrar el fracaso de la operación que quería hacer del
antiguo burócrata un político, es antes que nada el fracaso de sus valedores, en
especial de ese eco político alemán con el que resuena en Europa la voz del
mercado. Incluso la nueva mayoría, pese a su parquedad, es una protesta contra
la Europa de las desigualdades, de los recortes de derechos sociales, del
desprecio y de la prepotencia. El electorado de Berlusconi ha preferido
enfangarse en la inmoralidad que rodea a su líder, para el que Europa fue en el
mejor de los casos una prostituta de lujo de la que extraer fondos sin fin, o
un escaparate para lucir las suyas, antes que dar su voto a un ignominioso
lacayo del poder económico establecido y de sus adláteres políticos; pero se
niega a seguir tolerando más recortes sociales, a servir de pasto a la
incertidumbre y a dar por liquidado el grado de bienestar y de futuro
conquistados hasta ahora. Y el de Grillo, que quiere abandonar el euro sin más,
ha votado también contra todo eso, contra la idea de Europa que lo plasma, y
contra la caricatura de sociedad que el mercado quiere hacer contra quien pone
en tela de juicio su voluntad y dispone todavía de medios para hacerlo.
Los deseos de la
líder alemana de convertir a su país en potencia regional que subvenga a las
necesidades y carencias de unos exhaustos Estados Unidos, un proceso en marcha
que los sucesos de Afganistán de estos días están sacando a la luz del día,
deberán buscar una nueva fuente de financiación o bien se tendrá que recurrir a
una fuerza no disimulada de economía para extraerlos. Pero la sociedad italiana
demuestra con su proceder que el imperio no le ha de salir gratis a Alemania.
Detrás, sí, habrá
una sociedad acomodaticia, anárquica, insolidaria, olvidadiza de sus
responsabilidades y poco dispuesta al sacrificio, y todo lo que se quiera
alegar en su contra, y desde luego no faltará una buena parte de razón a la
crítica. Pero nadie con un mínimo grado de humanidad podrá privarle de razón
por negarse a servir de cobaya de otros más poderosos, o a esclavizarse ante
intereses económicos espurios que no dudan en arrebatar a la igualdad de los
individuos los derechos sin los cuales deviene ficción su libertad.