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Séneca y la tragedia de la política (I)

OPINIÓN de Antonio Hermosa.-

En un punto de la larga andadura recorrida por Spinoza a fin de separar la teología de la filosofía, y demostrar así que ninguna es la ancilla de la otra, el genial autor del Tratado Teológico-Político se detiene por un momento para hablarnos del insustituible valor de la sociedad para el hombre. Seguridad y abundancia resumen dicho valor, en el que se cuelan asimismo la división del trabajo o el impulso de las ciencias y las artes en cuanto instrumentos que favorecen su bienestar y felicidad. Ahora bien, matiza de inmediato, los seres humanos somos mucho más apasionados que racionales; perseguimos nuestro interés particular con mayor ahínco que el colectivo y el placer nos tienta y nos vence antes y mejor que la verdad. Así pues, pronto daríamos al traste con la sana utilidad brindada por la sociedad si ésta no se protegiera de los embates del egoísmo mediante la autoridad, la fuerza y las leyes. Empero, Spinoza nos enfatiza asimismo que el hombre soporta la fuerza pero no su perpetuación, vale decir, la violencia; que ningún Estado donde el gobernante recurra a ella para conservarlo se mantiene, o lo que es igual, la fuerza debe ser limitada; y, en fin, con acentos claramente maquiavelianos, apuntala su creencia en la moralidad de los individuos al afirmar que cuando se nos concede la libertad difícilmente se nos volverá a privar de la misma: hasta tal punto ese bien adventicio, al ser metabolizado con su uso, deviene un bien cuasi innato.

Es en ese punto precisamente donde Spinoza se ampara en la autoridad de Séneca a fin de hacer hincapié en su convicción de que “el poder basado en la violencia nadie ha conseguido retenerlo mucho tiempo; el moderado, perdura” (son las palabras literales del filósofo romano de Córdoba, que aquél simplemente parafrasea, extraídas del acto II de Las Troyanas). Al llegar aquí, sin embargo, mi lectura de Spinoza se interrumpe de pronto, como arrastrada mi mente por el recuerdo del parlamento de Hécuba que abre la obra recién citada. Troya, la de murallas construidas por los propios dioses, ha caído finalmente ante el acoso griego y su pasada grandeza yace ahora amontonada entre escombros, en una demostración de que hasta los dioses se hallan sometidos al poder de la fortuna, que convierte en polvo incluso las torres del orgullo que un día fueran enseña de la gloria humana. Hécuba ha perdido a sus seres queridos –su hijo Héctor, su marido Príamo, etc.- y con ellos se ha volatilizado asimismo el brillo de una ciudad y la esperanza de reconstruirla; los días se suceden desde entonces en una interminable cadena de dolor que, de profundo, parece nuevo –de ahí que la ex reina pida al coro de mujeres que lo escenifique de un modo desconocido-, y que convierte el pecho de la anciana en un espejo del fuego que devora la ciudad.

Inconmensurablemente más desgarrador resulta aún el parlamento de Andrómaca que abre el acto III, que en un alarde de desconsuelo, y ante la sinfonía de dolor interpretada por el coro, sentencia: “Ligero ha sido nuestro sufrimiento, si sufrimos cosas que se pueden llorar”. El pozo del dolor se ha secado en esas palabras; la conexión del alma con la vida es filtrada por el deseo de muerte, y sólo la conversión del sufrimiento en costumbre hace posible que del sujeto cuyo corazón ha perdido los colores de su arco iris y cuyos sentidos han extraviado su conexión con la sensibilidad pueda hablarse como de un ser vivo. Con todo, mientras respiremos, enseña Séneca, siempre habrá espacio en nuestra alma para un dolor nuevo, dado que permanece virgen en nosotros la capacidad de entusiasmo por la vida a causa de nuestra capacidad de amar a otros seres tanto o más que a nosotros: ése es el chantaje con el que la vida nos sabotea el deseo de poner fin a nuestra existencia cuando nuestro mundo ha desaparecido, cuando el dolor nos arrebata, como arrebata a Andrómaca, “el mayor fruto de mis males: el no temer nada”. En el pecho de la heroína, por tanto, que como madre ya no le cabe permitirse el lujo de morir porque su hijo pequeño sigue vivo, y que como reina devenida esclava –y que ha renunciado al deseo de ver a su hijo restaurar en el futuro la grandeza pasada de su patria- ya no le cabe soñar; en ese pecho seco por el dolor, digo, la presencia del hijo excava en él desconocidas vías para otras calamidades.

Si nos preguntamos por las causas de semejante derroche de sufrimiento, y cifrándolas en la destrucción de Troya y el cortejo de calamidades anexas, volveríamos al lugar donde antes nos apartáramos del relato spinoziano, que toca así reanudar. Las palabras parafraseadas por Spinoza sitúan el límite a la violencia de la fuerza en el interior del Estado, y de hecho la consecuencia política lógica que obtendrá de su razonamiento será la consagración de la democracia como régimen más natural (una consecuencia a la que su antropología hace saltar chispas, dada la valoración básicamente negativa de la mayor parte de los seres humanos, a quienes el placer y no la razón enamoraría el alma): en él no hay ningún tirano que impere caprichosamente sobre los demás. Por el contrario, en Séneca el contexto en el que se limita la fuerza al objeto de impedir su transformación en violencia es la política internacional. Es la guerra entre troyanos y aqueos, la lucha entre dos bandos irreconciliables en la que la espada del más fuerte toma la decisión final. Parece pues que la fuente de la tragedia política se ha desplazado del escenario en el que los individuos son desiguales, al menos respecto del gobernante, a otro en el que las naciones son las desiguales. ¿Es realmente así?

Junto a los parlamentos antevistos de las dos heroínas el tercer momento culminante de la tragedia, tanto desde el punto de vista del contenido y supremo desde el punto de vista formal, es el diálogo mantenido entre Pirro, hijo de Aquiles, y Agamenón, exquisita representación del agonismo heroico por medio de la palabra, en el que ambos contendientes abogan por sus respectivas visiones del juego político y se ven abocados finalmente al conflicto, dado que no se entienden al ser aquéllas inconciliables entre sí. Se trata de una pieza literaria de extraordinaria belleza, y a la que si no cabe calificar de genial se debe únicamente a que imita con fidelidad la obra cumbre e inauguradora del género: el diálogo entre atenienses y melios de Tucídides. ¿Qué impide el acuerdo?

Pirro, natural hijo de su padre, encarna aquí el mundo de la gloria que glorifica a éste como su héroe por antonomasia: un mundo que tiene en la victoria en el combate la demostración de su verdad; es ahí donde el mérito de matar obtiene la recompensa de la omnipotencia, una suerte de derecho que orla la voluntad del vencedor permitiéndole querer lo que y cuando quiera; derecho del que ciertas creencias irracionales prolongan su validez incluso más allá de la muerte. Para ese tipo de acción el exceso es norma y la violencia señal de grandeza, y su autor no tiene por qué ser un tirano que juega con la vida de sus súbditos igual que, cuando se tercia, con la vida de los ajenos, el material con el que la ira o la venganza construyen sus edificios de destrucción y muerte. La crueldad derivada de semejante comportamiento no tiene tampoco por qué nacer de un ánimo cruel ni de una pasión atraída por la sangre, sino de la simple elección ética que funda la entera cadena de actos en los que se explicita: el anhelo de gloria personal.

Antes de exponer la opinión antagónica de Agamenón es menester sin embargo traer a colación los valores dominantes de la Troya destruida, que Hécuba quisiera reconstruir, al igual que Andrómaca. Ésta, un momento antes de reconocer el hecho de “que sigamos vivos… es ya suficiente para unos cautivos”, que a un esclavo no le es posible soñar, según dije antes, y de cifrar por ende en la subsistencia su nuevo ideal, había delirado yuxtaponiendo la salvación del hijo y la refundación de la patria; más tarde, cuando la agonía le hace saborear con gusto un posible adelanto de su muerte, confiesa el futuro anhelado para aquél: “¡Oh, gloria de esta casa derrumbada y duelo supremo de Troya! ¡Oh, terror de los dánaos! ¡Oh, vana esperanza de tu madre, para quien yo, insensata, pedía las glorias guerreras de tu padre! (…) El cetro de Ilión no lo llevarás tú, poderoso en el palacio real, ni darás leyes a los pueblos, ni someterás a tu yugo a las naciones vencidas; no herirás las espaldas de los griegos, no arrastrarás a Pirro (…)”. Como se ve, Andrómaca es una aquea de mente, con la mala estrella de haber caído en el bando equivocado: todo su dolor, incluido ese “final, más triste que la muerte cruel”, es ahora sólo el efecto de haber perdido la guerra, pero en su voz no puede resonar el quejido de la pérdida de un mundo mejor, sino de otro igual al del vencedor. Desde esta perspectiva, sus imprecaciones al destino, que le ha robado el suyo con el de su ciudad; sus lamentos ante la fortuna esquiva a la suerte de ambas mantienen el mismo eco trágico de antes, pero ni la ética ni la política tienen nada que lamentar aparte de las vidas y los sufrimientos humanos. Dos individuos iguales en el campo internacional pueden comportarse entre sí como el tirano con sus súbditos en el ámbito interno, porque la única diferencia es la territorialización de esos genes culturales que son las creencias y los valores, que producen sujetos así y se reproducen en ellos.

Es frente a esa cultura de la desigualdad, de la gloria y del culto a la violencia y la muerte, contra la que se alza la opinión de Agamenón, alguien a quien el dolor sí le ha hecho aprender algo diverso y que desea implantarlo: otro modelo de convivencia. Al respecto se requieren no sólo valores nuevos, sino hacerlos valer también en territorios que no son los propios, con lo cual la humanización introducida por aquéllos no se detiene en las fronteras de la propia polis. Efectos de esta humanización de la moral serán que el enemigo sea vencido, pero no arruinado y arrasado; que la compasión salve vidas en lugar de extinguirlas; que la violencia ceda ante varios tipos de límites, fijando por así decir penas para quien, aun en el campo de batalla, se deje llevar por pasiones ciegas como la ira o el deseo de venganza, o bien cometa actos ilícitos; que el mérito no se premie con sacrificios humanos ni el reconocimiento del poder con el arbitrio; que se dé carta de libre ciudadanía a la voluntad frente a tradiciones irracionales; y, sobre todo, que se vele por que el favorito de la fortuna refrene mediante su actual gloria su vanidad, inoculándole en la escuela de la historia el temor que debe sentir ante las veleidades de la diosa, esa veleta cuyo capricho derriba sin prejuicio lo que antes elevó mientras busca nuevos favoritos.

Todo ello forma parte del catálogo de medidas por cuya virtud erradicar la violencia, con toda su cohorte trágica, de la vida pública, el modo posible de lograr, en el interior, que el Estado logre perdurar y de esperar, en el exterior, que la paz venza a la guerra. Séneca cimentará su edificio según se acaba de ver en una base ontológica harto delicuescente: el poder de la inseguridad de la fortuna, que no garantiza nada permanente entre las producciones humanas –algo en lo que dos enemigos, Hécuba y Agamenón, coinciden. Empero, se habría revelado mucho más convincente si, como Spinoza, aunque de manera diversa, hubiera intentado fundamentar su seguridad en un conjunto de instituciones y derechos que hagan justicia a las leyes de la naturaleza humana.





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