OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
La situación
actual de Túnez tiene bastante de onírica. El sujeto de la revolución que dio
origen hace ahora dos años a la primavera árabe aboga por una segunda
revolución para volver a la primera; entretanto, los partidarios del principal
partido de la coalición en el poder, Annahda
–quienes sólo tardíamente se sumaron a las luchas que acabarían derrocando al
dictador Ben Alí-, se manifiestan en el centro de la capital portando pancartas
con la leyenda Dégage (¡Lárgate!) contra la injerencia
francesa, y haciendo llamamientos al conjunto de la población en defensa de la
ya suya y por ende sagrada revolución. El sujeto originariamente revolucionario
clama por una segunda revolución a fin de restaurar la primera, mientras el que
se subió en marcha al carro revolucionario la venera como el camino que llevará
a Túnez directamente hasta Alá, aunque se deje atrás a una mitad amplia de la
ciudadanía.
Chokri Belaid,
máximo dirigente de un pequeño partido de izquierdas y laico, era un obstáculo
en ese camino: los matones de Alá lo han removido acribillándolo a tiros. Uno
de los más brillantes analistas del manejo de la violencia por parte de los
islamistas al tiempo que uno de sus más activos denunciantes ante la opinión
pública ha pagado así sus fechorías.
Su propio asesinato parece en principio –por
ahora, desde luego, por cuanto esas nubes de humo que se entrevén al fondo
del escenario político no son sino las trompetas con las que se anuncia la
guerra civil- coronar la espiral de violencias que desde el parlamento a la
calle han sacudido a la sociedad tunecina.
De los polvos
diseminados por los parlamentarios durante el debate constitucional, sobre todo
a la hora de determinar el papel a jugar por la Sharía, y con él el de la mujer, en el futuro del nuevo Estado, hasta
los lodos con los que justo a continuación los salafistas in primis han encenagado el debate público y la vida social, hay un
hilo de clara continuidad al que diversos asesinatos han teñido de sangre: la
quema de cines y exposiciones, las agresiones a periodistas o artistas, los
ataques a los partidos políticos mientras celebraban mítines, las razzias en los mausoleos de santos
musulmanes que no merecen estar a la diestra de Alá-padre, la saga de homicidios de varios políticos de la oposición en
diversas ciudades del país, y que no se detendrá en la figura de Belaid, son
parte de una y misma violencia islamista. Componen el documento, con firma y
sello, que sintetiza por entero su concepción de la democracia.
Empero, el
significado de este regicidio político
dista de limitarse a constituir el episodio final y más brillante de la cadena de actos violentos que sacuden la escena
pública tunecina, un canto al horror que en su desesperanza empieza a convocar
la presencia de viejos espíritus para
su remedio, como el ejército. A nivel personal enuncia la extrema dificultad
para hacer política fuera de palacio, esa política que en coherencia con el
credo democrático universalmente proclamado tras la expulsión del dictador
parecía haber devuelto la paz y la unidad a una sociedad castigada por la
pobreza y la autocracia. La ficción de dicho pronunciamiento por parte
islamista ha quedado pronto al descubierto, y es esa violencia fascista ya sin
máscara de la que de continuo hace gala aquello que, a nivel social, más
directamente denuncia el asesinato de Belaid. El cual, además, y como ponen de
relieve tanto la gran manifestación en homenaje de la víctima como la réplica
dada al día siguiente por partidarios de Ennahda
y otros islamistas radicales, revela con máxima claridad la polarización social
en la que se ha enconado la sociedad tunecina. Con su nuevo asesinato, los milicianos de la violencia han dejado
visto para sentencia el juicio que les merece la democracia, esto es, que no
hay diálogo posible con ellos entre quienes se profesan fieles a la misma. El
espectro de la guerra civil ha empezado definitivamente a tomar cuerpo con este
crimen.
La vileza y
cobardía añadidas al crimen por parte de los fascistas islámicos es no haber
reconocido aún su autoría. Cumplido el objetivo de asesinar -o mejor, una parte
de él, puesto que Belaid era sólo uno
entre los diversos objetivos
seleccionados por el matonismo religioso-, se habría dado el paso quizá
decisivo para el fin principal, del que aquél es sólo medio: llevar a la
sociedad al borde del abismo de la escisión, donde ya no cabe esa vuelta atrás
que sólo al diálogo y la negociación honesta entre las partes le está permitido
lograr. Con la sociedad fragmentada en bandos, con el sectarismo instalado en
su seno, el enfrentamiento civil es la moneda con la que se saldarían las
transacciones entre aquéllos, vale decir, l’occasione
que el gobierno se vería obligado a
aprovechar a fin de, monopolizando el uso de la violencia en beneficio de todos, poner orden en el gallinero social imponiendo como
voluntad única la del más fuerte. Con lo cual, dicho sea de paso, el islamismo
habría dado solución, sin buscarla, al enigma que tanta zozobra le provoca: si
aferrar el poder para desde ahí educar
a la sociedad o si educarla antes de gobernar. ¡Imaginen si quieren lo bien que
sentaría al pluralismo, al humanismo y a la ciencia una educación así; y, ya que se ponen, imaginen la libertad y
racionalidad de educandos semejantes!
Quizá, dado que
el gobierno ha condenado el asesinato, sea excesivo incluir a todo el islamismo
en un solo saco. Quizá. Pero aparte de que una cosa es predicar (de puertas
adentro, claro está) y otra dar trigo (al exterior); es decir, aparte de que
con su condena el gobierno islámico –los dos partidillos laicos que le acompañaban en el poder, ni cuentan-
prosigue en su cínico intento de utilizar un doble lenguaje, dependiendo del
destinatario del mismo, si local o forastero, lo cierto es que hasta ahora ha
acompañado a los matones salafistas, y a los numerosos miembros y partidarios
de su propio partido, en número siempre creciente más afines cada vez a los
fascistas, por medio del silencio hipócrita de la complicidad. Los salafistas
han podido destruir, atacar y saquear a su antojo, con la complicidad tácita o
explícita del gobierno o de su partido, hasta dar forma en lo que resta de sus
mentes a ese enorme agujero negro moral que es la conciencia de impunidad, que
ha impulsado su atrevimiento hasta la esfera del crimen, rematando su ciclo
natural.
La salida del
primer ministro Hamadi Jebali, que ha encontrado la primera oposición entre las
filas de su propio bando, al objeto de atajar la crisis abierta con el crimen,
ha sido la de declarar su intención de formar un gobierno de tecnócratas. Pero,
se trate o no de un consejo de Angela Merkel, ¿qué otra cosa además del
reconocimiento de su cada vez mayor soledad –ya ha sido abandonado por uno de
los socios de su gobierno-, o de la confesión de impotencia que implica, esto
es, la de reconocer la incapacidad de un gobierno islamista de gobernar para
todos, lleva consigo semejante ocurrencia? De hecho, si su aspiración es
mostrar su arrepentimiento por lo malo que ha sido con las víctimas de los
matones y dar credibilidad a su promesa enmendar su acción en el próximo futuro,
tenía otras formas de demostrarlo. La primera de todas es, desde luego,
favorecer la detención del criminal y la depuración de responsabilidades de los
posibles cómplices; pero hay otras más, y de mayor trascendencia para el futuro
de Túnez, como la de extirparse esa costilla criminal que le ha salido en su
propio cuerpo, esto es, desmantelar la Liga de Protección de la Revolución, que
hasta ahora se protege a sí misma y a sus hermanos de sangre religiosa, los
salafistas; la de no obstaculizar la persecución judicial de los imanes que
desde sus púlpitos predican el odio, la violencia, el asesinato y la guerra
santa en Siria; o incluso la de poner los medios para intentar contener la
deriva radical, volcada en teocratizar
el Estado, de gran parte de su partido, irreversiblemente contaminado por el
veneno de su máximo hechicero, Rachid Ghannuchi. Según se aprecia, no es de
falta de trabajo de lo que podría quejarse el neutro Primer Ministro.
En realidad,
Jebali es un prisionero más de sus creencias. Por mucho que se incluya a sí
mismo y a la mayoría de los miembros de su partido en el islamismo moderado de
los Hermanos Musulmanes, y que aspiren a diferenciarse de los fanáticos
salafistas que hacen de la letra del Corán
el santo y seña de su acción, simplemente porque cuando se tercia hacen decir a
dicho libro lo que ellos quieren; y por mucho que ejercer las tareas de
gobierno cree naturalmente una distancia con las normas de la confesión
religiosa profesada, el fin último de este ayatolá sin corona, par al del resto
de la manada cofrade, coincide con el de sus hermanos matones. Ello exige una
doble puntualización: primero, que no todos los fines son jurídica ni
moralmente lícitos, puesto que algunos de tales fines no son a su vez sino un
medio para instaurar un régimen dictatorial; y, segundo, que cuando se
comparten ciertos fines la comunión de
los medios antes o después tiene lugar. Ésa es la razón por la cual, cuando
todos ellos hablan de libertad o de derechos, tales palabras sean el adjetivo
que cualifica al sustantivo islam, en
lugar de al sustantivo democracia. Y
si a veces hasta se atreven a hablar de democracia
islámica -y sin ánimo de insultar a la democracia, se entiende-, se debe
únicamente a su deseo de ampliar el juego retórico con un oxímoron ininteligible.
Quieren el islam porque odian la democracia: porque, en una democracia, el
islam, en su forma actual, lisa y llanamente no puede ser. En una democracia, el islam sería una fe cierta más, una verdad absoluta más y, aunque con su dios único
y todo, ese ídolo no pasaría de ser un dios único
más. Un dios único, eso sí, que sin duda les castigaría con el fuego eterno por
haberse dejado persuadir para convivir con los demás aceptando la democracia.