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Nos toca (La tragedia de la política II)

OPINIÓN de Antonio Hermosa.-

En una situación de crisis sistémica, que abarca por tanto al conjunto de la sociedad y de sus instituciones, ¿a quién corresponde la iniciativa de impedir que arrase la convivencia? ¿Puede una sociedad enferma regenerarse a sí misma? 

En un artículo anterior recordaba cómo Spinoza compartía con Séneca la idea de que ninguna sociedad regida por la violencia sobrevive largo tiempo; pero, a diferencia del gran escritor cordobés, Spinoza abogaba por una solución que trascendía la educación de un príncipe que lo convirtiera en bueno para dedicarse por entero a intentar hallar la cuadratura del círculo político, que diría Rousseau, a saber, no que la ley estuviera por encima de los individuos, como quería el pensador ginebrino, sino dar con la clave institucional que impidiera al gobernante que lo quisiera actuar mal. De ahí que en su titánico esfuerzo por reordenar la sociedad, a la que consideraba “útil” y “necesaria” para ese ser no del todo racional que es el hombre –y necesitado por ende de autoridad, de fuerza y de leyes-, al que proporcionaba seguridad y abundancia, acabe diseñando el plan de una constitución democrática que era el santo y seña de la libertad: un bien inseparable del hombre si conocida por él, como mutatis mutandis habían reconocido ya desde historiadores como Heródoto a teóricos como Maquiavelo, entre otras razones, aduce Spinoza, porque al ser la democracia el régimen del autogobierno colectivo transforma la obediencia en libertad.

La idea creará escuela, teniendo a Rousseau y a Kant entre sus alumnos más destacados, este último, además, con una peculiaridad claramente distintiva respecto de sus otros dos antecesores: la de proclamar su validez también para un régimen representativo, en vez de para uno directo. Ahora bien, no es dicha carencia la principal razón de que el camino iniciado por Spinoza tenga que salirse de su cauce para dar con la piedra filosofal en grado de poner fin a la violencia en la vida pública, y de que su doctrina no resulte sin más aplicable pese a haber embocado la vía institucional; la principal razón es que se propuso un imposible aún más extremo que el buscado por Séneca, por la sencilla razón de que tal piedra filosofal no existe, y que la maldad inherente a la sinrazón spinoziana acaba por encontrar en el entramado de principios e instituciones diseñados para su contención los resquicios por los que hacer su aparición en la arena pública. Dicho de otro modo: en política, la tragedia se sirve también de las instituciones, incluidas las mejores. Por eso Maquiavelo recomendaba a las repúblicas una constante vuelta al origen y por eso Jefferson acabó a su modo copiándole la idea.

Una crisis sistémica como la que actualmente azota a la sociedad española; que hostiga a la mayoría de su población con un caudal desbordante de sufrimiento y la amenaza con penurias sin cuento, más pobreza y la incertidumbre más absoluta ante el futuro, además de con el autoritarismo más chabacano e impúdico; una crisis tan nueva que es desconocida para todos y que en su radicalidad pueda dar al traste incluso con su misma existencia, tal y como se la ha reconocido durante siglos, no puede fiar su resolución al orden institucional democrático que le da forma, porque sus instituciones –monarquía, parlamento, partidos, magistratura, ejército, sujetos económicos, etc.- son parte del problema y no la solución, y porque el soberano, la propia sociedad española, es el vejado paciente que sufre la humillación y la violencia, sí: ¿pero qué otro agente queda para proceder a su propia autorregeneración? Máxime cuando el resto de los ídolos yacen por los suelos, desde el exterior se ayuda a preparar su sepultura y los milagros se los siguen jugando a las cartas el azar con las religiones.

Necesitamos nuevos políticos, más y menos partidos y otra reordenación institucional. Es menester devolver la juventud a la política, entendiendo dicho término en un sentido bastante próximo al que le imprimiera el autor uruguayo Rodó: descriptivo y moral a la vez, que rescataba del destino la esperanza y la convertía en un regalo colectivo para los pueblos. O lo que es lo mismo, aunque aceptemos políticos profesionales para que nos gobiernen, hemos de romper el vínculo que los une con su enquistamiento como casta. Hemos de impedir que quienes debieran poblar las cárceles pueblen el Parlamento o cualquiera de los órganos donde se decide nuestra suerte común y gran parte de la personal, esto es, hemos de establecer normas que incapaciten a los delincuentes para representarnos en el escenario público durante años o por siempre, dependiendo del delito cometido. Y, con ello, efectos como el de la omertà, ese silencio cómplice con el que la marea de la corrupción se extiende a lo largo y ancho del tejido social mientras muchos corruptos se protegen entre sí y todos renuncian a las medidas que previsiblemente las atajarían. Quizá otro efecto saludable que recaería sobre la política española sería no volver a escuchar desgañitarse a monos que no oyen, no ven y no hablan con el famoso y tú más, el eslogan con el que la competencia por corromperse cifra su coartada y su móvil simultáneos en la llevada a cabo por el adversario.

Necesitamos más partidos a izquierda y derecha del arco político, o, si se prefiere, alguno de centro, donde puedan ir a parar los votos de los conservadores demócratas y de la izquierda igualmente demócrata, pero unitaria, con un único proyecto político para el conjunto del país, libre de ataduras históricas e ideológicas, en grado de encarar el futuro sin hipotecas pasadas o presentes. La palabra federación, es decir, Estado Federal, debería constituir el nuevo vínculo interpartidista, que propague la reforma constitucional, libere a la política del chantaje o del fardo de la historia e impulse el diálogo entre los diversos nacionalismos, el central y el periférico, al tiempo que recuerde que desde la fundación de los Estados Unidos existe una doble lealtad no conflictiva en el mundo y que la lealtad a la democracia puede –sin contar con que debe- ser más fuerte que cualquier patriotismo a la Chicharra o cualquier nacionalitis, sea la fundamentalista del siempre estuvimos ahí u otra menos visceral. Sea como fuere, debe hallarse el modo de que España no pierda esas dos grandes joyas de la corona que son Cataluña y Euskadi, y, también, de que no sea vea permanentemente sacudida en sus cimientos por sus reivindicaciones sin tregua. El federalismo tiene ahí, desde un punto de vista institucional, la llave en su mano.

Necesitamos una reforma amplia del Parlamento; que el Senado pase a ser una cámara territorial o que deje de ser, y que en el Congreso los parlamentarios cuenten con un margen de libertad de conciencia respecto de sus partidos para asuntos relacionados, por ejemplo, con los derechos fundamentales, con la seguridad del Estado o con la forma política del país. Porque, para seguir como estamos, con multitud de escaños vacíos durante los debates o para obedecer religiosamente a su brujo de turno cuando hay asistencia, lo mejor es que haya quince o veinte diputados, los necesarios para que el ganador mantenga la miserable mayoría a la que hoy se accede. Naturalmente, otra reforma que les incumbe a ellos es perder buena parte o el conjunto de las inmunidades y privilegios de que gozan, residuos de otros tiempos, cuando los reyes eran reyes y no se caían al leer, ni cazaban ciervos con pinta de elefante en África apoyando el rifle contra la trompa del animal para estar seguros de no errar el tiro (prohibir que el cazador, aunque sea sólo un líder local, se fotografíe con los testículos de su trofeo sería quizá un exceso, pero bastaría con que los partidos procedieran a rescindir su militancia o a negar su afiliación a dichos sujetos para que también el PP se quedara sólo una vez más).

Y necesitamos, más que nada y más urgentemente que todo lo demás, una reforma de la ley electoral, porque es la genuina clave de bóveda de las restantes urgencias. Una ley electoral proporcional hace justicia en la política a la sociedad, por cuanto no produce la división entre ambas esferas de la vida humana al reproducir en el Parlamento y en el Gobierno la mayoría social que llevó hasta ahí a los representantes sociales. Mantiene igualmente la coherencia en la propia esfera política, porque la intención expresada en el voto, manifiesta en su resultado, es la que luego se conserva en el gobierno, al ser éste su producto directo. Pero, además, ensancharía nuestro ámbito político con la práctica de la coalición, un diálogo que es símbolo de madurez de la sociedad que lo impulsa y de la democracia que lo hace aflorar en el gobierno. Y es que, en efecto, la razón esgrimida sin cesar para imponer leyes electorales como la Ley d’Hont, la de favorecer la gobernabilidad, no deja de ser, en el mejor de los casos, más que un mal chiste. Si en una sociedad plural la coalición no funciona sistemáticamente, esto es, si en democracia los partidos no logran ordinariamente llegar a acuerdos sin menoscabo de los principios constitucionales y del propio interés de los partidos, la democracia no funcionará; porque debajo de la misma habrá tanto una institucionalidad ideológica como una sociedad enferma, absolutamente escindida y sólo mantenida junta, que no unida, por la fuerza, por la inercia o por éxitos efímeros logrados fuera de lo político, de los que nada garantiza su repetición. La mayoría artificial que dicha ley proporciona lo único que logra es que a unos partidos les cueste mucho más que a otros lograr un diputado, es decir, romper la igualdad del punto de partida, además de congelar las fracturas de la sociedad, o aun de socavarlas todavía más, llevando la división hasta las puertas del infierno. La desafección del sistema, por decirlo con otras palabras, y ello tanto desde la política como desde la sociedad, algo especialmente visible en tiempos críticos.

Una ley electoral así, en cambio, cultiva el surgimiento de nuevos partidos, la formación de mayorías alternativas, esto es, la liberación del voto ciudadano: la restitución a la ciudadanía del cetro, hurtado por los partidos, de su soberanía, como con suma clarividencia puso de manifiesto Jorge Urdánoz Ganuza en un artículo que el lector puede leer aquíY, desde luego, fomenta, incluso en un medio como el nuestro, tan hereditariamente corrupto, la limpia competencia entre los partidos y hasta la moralidad endogámica: que renuncien a su papel de encubridores de las obscenidades llevadas a cabo por algunos de sus miembros, como asimismo se explicita en el citado artículo.

El sujeto del cambio debe ser el que por fuerza ha de ser: nosotros mismos. Ni el príncipe bueno de Maquiavelo ni el patriota chicharro, puesto que su patria no es sino Bárcenas con uniforme. Tenemos, sin duda, los defectos habituales del ciudadano-consumidor y los que arrastramos casi en nuestros genes: nada que deba permanecer así, mientras la historia no se identifique con la fisiología. Pero estos años negros, endurecidos por el sufrimiento, la pobreza, el desempleo y la incertidumbre del futuro, en los que hemos pagado sobradamente nuestras culpas al tiempo que éramos declarados culpables de crímenes de cuello blanco –un lujo fuera de nuestro alcance- por quienes buscan chivos expiatorios para los suyos o cobayas de planes inconfesables, nos han hecho cambiar. Por de pronto, nos han repolitizado, cosa que nunca debimos perder, porque ya vemos lo que pasa, y ahora muchos gestos y palabras de los mandarines son sometidos espontáneamente a un escrutinio crítico del que antes se libraban, porque la opinión pública casi coincidía con la publicada. Y en la calle hemos hecho gala de una solidaridad con la que no se contaba y que, en honor de la verdad, ha sido involuntariamente atizada por la política del partido en el poder, maestro en el arte de la contradicción y del delito.

Ahora que la situación se ha degradado al punto que un solo hombre impone su chantaje al gobierno de toda una nación; que el partido chulesco se declara irresponsable de las evidencias delictivas que le acusan; que el principal partido de la oposición vive prisionero de su reciente pasado y dividido de sí mismo; que la vida pública parece suspendida en un vacío de la que nadie sabe qué saldrá, etc., la sociedad española debe hacer uso de su derecho soberano a vivir en una sociedad moralmente tolerable y forzar a las fuerzas políticas a un contrato social democrático en el que éstas se comprometan a incluir en sus programas electorales ciertas exigencias mayoritarias de la sociedad, entre las que debe primar la reforma de la ley electoral. Las redes sociales están también para eso, y constituyen un medio extraordinario para hacer visibles nuestras exigencias.

No necesitamos crear un movimiento ni, menos, constituir un partido para llevar a cabo dicha tarea, sino valernos de una cierta organización, y para ello basta y sobra con lo que ya hay, con independencia de que se puedan crear nuevas asociaciones o nuevos portavoces. Hay numerosas formas de plantear dichas exigencias y cada uno puede consultar su imaginación o la de otros para hacerlas efectivas. Lo que sí parece cierto es que las circunstancias ya no son nuestras aliadas y no nos concederán más treguas. Podemos renegar de estos partidos y de sus políticos, pero si no queremos renegar también de la democracia renegando de ellos, para nosotros ha llegado la hora de la acción. ¡Nos toca!




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