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Siria: ser o no ser

OPINIÓN de Antonio Hermosa.-

¿Cuántos individuos deben morir antes de que la comunidad internacional intervenga en Siria?

Por el momento, la cosa va bien: los muertos aún no cuadruplican los veinte mil con los que papá Hasad, el tirano inaugurador de la dinastía, dejó imborrable huella en Hama, y eso que el conflicto acaba de cumplir los dos años; pero ya queda menos. Los desplazados, eso sí, son algunos más: dos millones y medio, y los refugiados rondan el millón. Ningún motivo para intervenir, se dice, no vaya la presencia internacional a complicar la cosa y sacarla de sus casillas nacionales. Como si el millón de refugiados no hubiera esparcido ya la guerra más allá de las fronteras sirias o como si la presencia permanente de Irán, Rusia (y China) en el bando legitimista, o de Qatar, Arabia Saudí, Turquía o incluso Al Qaeda, sin excluir a los inevitables instructores estadounidenses, al lado de los rebeldes, no hubiera internacionalizado ya lo bastante el conflicto. Claro que igual los del segundo bando (en el que también militan, bien que con mayor discreción, Europa, Estados Unidos y, claro, Israel) están ahí sólo para jugarse a los chinos quién empieza en la ruleta rusa a degustar los sabrosos pistachos iraníes de última generación cultivados con energía nuclear; y los del primero, tan sólo para darse un buen baño turco a fin de limpiarse los restos de carne y sangre que les hayan podido salpicar tras el enésimo ataque de los matarifes de Alá el Misericordioso, al tiempo, faltaría más, que un coro de huríes, irrumpiendo desde el cielo qatarí o saudí, les baila la danza del vientre ante sus enardecidas pupilas.

De la no intervención de la comunidad internacional en la guerra civil siria casi cabría decir lo mismo que de los dioses de Epicuro en relación con el mal: ¿puede intervenir y no quiere? Es perversa; ¿quiere y no puede? Es impotente; ¿quiere y puede? Entonces, ¿por qué hay conflicto? ¿O no quiere ni puede? En tal caso, ¿por qué la llamamos comunidad? O mejor: ¿para qué sirve si salvar vidas humanas frente a la tiranía y preservarlas de la hidra del sufrimiento no es razón suficiente? Quizá la división de intereses en el reino humano, mayor sin duda que la existente en el reino de los dioses, no permita equipararlos, pues los intentos de legitimar la presencia internacional en Siria han sido siempre vetados por ese par de países devotos de los derechos humanos que son Rusia y China. En tal caso, la pregunta perdería el cariz absoluto de antes, pero a la postre la suerte de la paz sigue igual de negra: ¿para qué sirve una organización internacional como la actualmente existente, en el que el veto de un solo país con derecho –eterno o temporal- a vetar basta para humillar la justicia: por qué el veto continúa siendo un derecho exclusivo de algunos países, es decir, un privilegio? ¿Hasta cuándo el testamento de la Segunda Guerra Mundial continuará siendo la constitución de un mundo en cambio incesante?

Mientras el azar deshoja la margarita de la (no) intervención, la guerra ha alcanzado una fase de equilibrio que no muestra sino la impotencia de las partes por decantar la balanza en su favor; la primera víctima ha sido la política, que en lugar de surgir como una necesidad, que diría Maquiavelo, de una situación así, ha perdido todo sentido para contendientes que fían sus fuerzas al odio y la violencia, y si bien la crueldad la ejercen con primor oficiales y rebeldes, la inhumanidad aún conserva su adicción prístina, pues es el bando gubernamental el que bombardea hospitales, negocios de alimentación y, faltaría más, a la propia población civil sin el menor escrúpulo. De tal impasse sólo ha brotado, de un lado, una promesa de sufrimiento inaudito que no hará sino crecer, máxime cuando se observa que la guerra es crecientemente una guerra de exterminio; y, de otro, un futuro que a primera vista se presenta aterrador.

Y es que, en efecto, un conflicto que se inició con una nítida conciencia nacional en ambas partes amenaza con terminar con un país dividido a lo largo de las líneas trazadas por confesiones religiosas o por etnias; un conflicto originariamente democrático en sus reivindicaciones, al derivar muy pronto en una exigencia de cambio de régimen a causa de la violencia en la respuesta del gobierno, cegó las vías de salida negociadas, y hoy la democracia es el estandarte manchado que enarbola una fracción casi insignificante; y un conflicto, por último, aconfesional al principio, parece aglutinarse paulatinamente en torno a las dos fes de la supuesta misma religión musulmana dominante -¿de qué lado se alineará Alá, por cierto, siendo el dios de cabecera de ambas? De ahí que resulte casi un ejercicio de magia intelectual concebir una transición ordenada y pacífica en grado de atraer a la mayoría de la población en torno a un único proyecto nacional, que sólo la democracia permitiría realizar, y de no extender las actuales llamas al resto de la región. Mucho más fácil resulta pensar Siria como un futuro Estado fallido más, con las terribles consecuencias que acompañan a semejante escenario, entre ellas la guerra devastando a los vecinos, señores de la guerra jugando a ser buitres de su fe y, en suma, lo que hoy es Siria convertida en el Afganistán de Oriente Medio, como bien dice el profesor libanés de ciencias políticas en París, Joseph Bahout.

Las excusas se podrán seguir perpetuando y el arte de la hipocresía, muy poco afinado en esta ocasión, continuará recurriendo a la letanía de la entrega de armamento a los rebeldes únicamente en aras de la defensa de la población civil, mientras brilla en la voz de los gobiernos occidentales el miedo a que esas armas se vuelvan contra sus primitivos dueños empuñadas por miembros de Al Qaeda u otros terroristas venidos del más allá de la razón; lo cierto es que con su renuencia a intervenir ya han conseguido que su presencia en Siria constituya una verdad más. Y se continuará recurriendo a otras mentiras presentadas en sociedad con el traje de excusas, como la de una mayor implicación de Rusia o Irán a favor del régimen encarnado en la patética figura de Assad, con el que ya no cuenta ni él mismo, si hay una intervención occidental: ¡vaya, ni que Putilandia no tuviera consejeros permanentes en la corte del menguado faraón sirio que le ordenan aplastar a sus conciudadanos so pena de debilidad, o que Irán no lo mantuviera en estado de rearme perpetuo a fin de que el títere obedezca el diktat ruso!

La impresión, en realidad, es que se ha perdido ya demasiado tiempo para que las partes en las que hoy se desgarra Siria puedan llegar a negociar entre sí (sin el actual tirano patentado que aún acaudilla a una de ellas) y la política ocupe el lugar de las armas; y menos para que la democracia ocupe el lugar concedido a la política. El sufrimiento y la violencia no son el aliado idóneo de la esperanza, cuyo tiempo se declina en pasado. Y cuando la intervención se produzca, porque una guerra civil tan cainita como la que se está dirimiendo no puede perdurar por largo tiempo sin propagar su fuego más allá de las fronteras, lo más probable es que Siria sea un nostálgico recuerdo y de lo que se trate es de apagar a la carrera el incendio en grado de calcinar Oriente Medio.




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