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Videla, Pinochet y la peste

OPINIÓN de Álvaro Cuadra.-  

A diferencia de lo acontecido en Chile con Augusto Pinochet, la democracia argentina tuvo, por lo menos, la decencia de juzgar a Jorge Rafael Videla, el genocida que se lleva consigo más de 30.000 víctimas durante su régimen de terror. El dictador murió en la cárcel a los 87 años, llevándose a la tumba muchos secretos de su oprobioso gobierno, murió condenado, sin dar muestra alguna de arrepentimiento por sus crímenes. Murió como un personaje que es motivo de vergüenza y repudio en su propio pueblo hasta el presente.

Mientras en Chile el dictador Augusto Pinochet murió en la más absoluta impunidad, con las bendiciones de su capellán y rodeado de sus seres queridos; Videla cumplía una condena a cadena perpetua por los horrendos crímenes de lesa humanidad, incluidos el secuestro de niños, asesinatos y torturas. Sin embargo, ambos personajes presentan un indudable “aire de familia por ser la causa directa de una inmensa cicatriz que dejan en sus países, un dolor que pervive a pesar del tiempo transcurrido.

Es verdad que los procesos históricos y políticos de cada nación no son siempre comparables, pero en este caso, las figuras de Pinochet y Videla resultan tan próximas que resulta inevitable advertir su parentesco. De hecho, se sabe que ambos dictadores fueron cómplices, junto a otras dictaduras de la región, en una asociación para eliminar físicamente a sus adversarios políticos en todos los países gobernados por militares y que fue conocida como Operación Cóndor. Después de todo, los ejércitos de esta región del mundo fueron entrenados en los Estados Unidos, en los mismos centros y por los mismos veteranos de VietNam.

Videla y Pinochet se inscriben entre los muchos dictadores que, sirviendo a los poderes imperiales y a las oligarquías locales, someten a sus pueblos por la fuerza de las armas, sin trepidar en el uso de la tortura y el asesinato inmisericorde. Para vergüenza de estos países, las más de las víctimas deben resignarse a la impunidad de sus verdugos, civiles y uniformados. La muerte de los dictadores en nuestros países oculta siempre un riesgo cierto, pues, en apariencia se cierran tristes periodos históricos en que se violaron sistemáticamente los derechos humanos. Pero no nos engañemos, bien sabemos que el autoritarismo y la violencia homicida siguen larvados como una peste en los rincones malolientes de nuestras sociedades, esperando una debilidad de las formas democráticas para irrumpir nuevamente, tal como nos advierte Albert Camus en su obra homónima.




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