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CHILE. Lo grotesco en la política chilena

OPINIÓN de Álvaro Cuadra.-  

Si hay un rasgo recurrente en la política chilena de hoy en día es lo grotesco de sus discursos y sus gestos. Se habla con desparpajo de “democracia” como si este largo territorio fuese comparable a cualquier nación europea, al escuchar las argumentaciones de nuestros políticos criollos se tiene la sensación de que estuviésemos hablando de Islandia. Como en la historia de un crítico que habla del sabor del café de grano cuando lo único que había degustado era una mala copia sintética en tarro. Los chilenos estamos, todavía, muy lejos de rasguñar siquiera un asomo de algo parecido a una democracia avanzada. Nuestra “democracia oligárquica” es, en estricto rigor, antidemocrática, una copia mala y degradada de eso que algunos llaman democracia.

Los señores empresarios hablan de “libertad de comercio” y de un “sistema social de mercado”, cuando la realidad muestra un régimen monopólico en que un puñado de familias coludidas maneja la economía del país. En el caso chileno, se puede afirmar que la famosa sentencia según la cual detrás de cada fortuna hay un crimen no es una metáfora sino una espeluznante realidad. Este “capitalismo a la chilena” nos rememora aquellos paisajes de antaño en que un grupo de familias ricas se enriquecen a costa de la miseria de sus trabajadores, obligándolos a nuevas formas de sometimiento, administrando sus pensiones, lucrando con la precaria educación de sus hijos y con todo lo relativo a la vida y la salud de los pobres.

Para mantener a los chilenos en este lamentable estado se han inventado una constitución que legaliza la injusticia y un estado policial que les recuerda a los estudiantes y a los trabajadores quienes son los dueños del país cada vez que quieren alzar su voz para reclamar sus derechos. El grotesco de la sociedad chilena radica, precisamente, en vivir el delirio de un país desarrollado como si fuese cierto, sin poseer ni de lejos, ninguno de los rasgos de sociedades más avanzadas. Cuando una elite se disocia de su pueblo y es incapaz de darle un sentido histórico a su presente, degradamos lo político a su condición más larvaria, el griterío demagógico, la astucia de carnaval, la corrupción de pasillo, el delirio. El resultado no podría ser sino una sociedad enferma, profundamente enferma.

El “malestar ciudadano” que se respira en nuestro país es, paradojalmente, un buen síntoma, pues significa que nuestra sociedad sigue viva y nada está perdido. Nuestra tarea primordial será, en los años que vienen, inventarnos el país que queremos vivir y no las acomodaticias ficciones que nos proponen los poderosos y sus voces esclavas. Ninguna patota de sinvergüenzas puede más que un pueblo que despierta en nuevas generaciones para reclamar su derecho a la vida y a la felicidad. Y aunque hoy parezca una mera desiderata, lo cierto es que ninguna patota de sinvergüenzas puede obligar a la mayoría a vivir excluidos de su propio país.




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