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ESPAÑA. ¿Se humanizan los poderosos en la cárcel?

OPINIÓN de Carlos Carnicero.-   

He visitado muchas veces distintas cárceles. Nunca en condición de preso. La cárcel, como los hospitales y los tanatorios son establecimientos tenebrosos en distintos grados cada uno de ellos. Las cárceles tienen un olor especial, indescriptible. Huelen a falta de libertad, a sueños trucados, a esperanzas rotas. Pero es un olor real, especial y único. La cárcel casi iguala a todos los ciudadanos.

Creo que los comportamientos y las emocionas son distintas para cada grupo de presos. Hay quien ha acabado una carrera universitaria, quienes se obsesiona con el culto de su cuerpo y quienes son capaces de escribir una novela de amor. Naturalmente la duración de la pena es determinante de muchos comportamientos.

La última vez acudí a un centro penitenciario para dar una conferencia. Muchos reclusos penaban tráfico de drogas. Me impresionaron mucho sus preguntas.

Me imagino a Miguel Blesa en Soto del Real. Bajarse de un universo de un coche de medio millón de euros, dejar un ropero a la medida, tener que convivir con convictos no debe ser un plato fácil de digerir para él.

Hay muchos poderosos que hace décadas que no bajan al metro. No sabrían que hacer con sus piernas en un asiento de clase turista. Desconocen el precio de un café y de una barra de pan. Llevan mucho tiempo mirando por encima del hombro al ciudadano común. Y no tienen la menor idea de cuanto se gasta en su casa en comida cada mes.

Para escenificar de lo que estoy hablando contaré una anécdota. Hace un par de años, en uno de los más reconocidos hoteles de Madrid, hubo una cumbre casual de elegidos. Asistieron a un acto, y media docena de ellos, presidentes de compañías del IBEX 35, fueron a despachar a un pequeño salón, lejos de la vista de todo el mundo. Pidieron su marca preferida de Whisky y charlaron unos minutos. Luego se produjo la desbandada. Los guardaespaldas, secretarios y chóferes aguardaban en el exterior. Nadie se percató de que había que pagar lo que habían consumido. El camarero, descompuesto, los siguió por el pasillo para averiguar quien se ocupaba de una factura. Ninguno de estos poderosos llevaba dinero encima. Porque siempre, menos al parecer en esta ocasión, alguien, detrás de ellos, se ocupa de esa miserable obligación de pagar lo que se debe.

Odio las cárceles y compadezco a los reclusos. No deseo a nadie la purga de sus responsabilidades en una jaula. Pero tal vez una estancia en prisión sea la única posibilidad de humanizar a estos amos del universo a los que les parece que hay que quitar el salario mínimo y disminuir las prestaciones por desempleo del común de los mortales. Me imagino que con un poco de suerte, Miguel Blesa habrá caído en la cuenta de lo que ha significado el timo de las preferentes para miles de jubilados que metieron su dinero en ellas, confiando en que en su vejez tendrían menos frío.

Ahora él está esperando que le pongan una fianza, por muy alta que sea, para poder llevar planchadas sus camisas de fantasía.




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