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La marca país. El soylent verde y sus síntomas lingüísticos

OPINIÓN de Jorge Majfud.-

Los países ya no son países. Ni siquiera compañías. Son productos. De ahí que últimamente se insista tanto en hablar de “la marca Grecia”, “la marca España” o “la marca México”. Mejor dicho, los grandes medios hablan de marcas en lugar de países, ya que la gente común no usa este lenguaje. No todavía, porque sabemos que es cuestión de tiempo.

Probablemente el más reciente sinceramiento lingüístico que ha inundado los grandes medios de comunicación (y que en español muchas veces son anglicismos inadvertidos por el uso sistemático) comenzó cuando se comenzó a llamar “consumidores” a los ciudadanos, cuando los derechos humanos dejaron lugar a los “derechos de los consumidores” y a las oportunidades de trabajo simplemente se los reconoció como “nichos del mercado”, primero, y “nichos” a secas, después.

A partir de la comprensible exigencia sobre “la calidad del producto” y de “un mundo más eficiente”, se fue dibujando un ser monodimensional que lógicamente abandonó otras no menos obsesivas disputas ideológicas por algo menos heroico y conformista, pero no menos peligroso, como lo es la obsesión por un nirvana llamado “éxito” que, en última instancia, se reduce a un par de números estadísticos, cuyo rey y santo es el PIB de un país. Ahora no sólo los gobiernos están obsesionados con medírsela y comparárselas con la del vecino, sino que cada “consumidor” necesita asegurarse que la sociedad anónima de consumidores que integra es capaz de realizar el milagro complementario de que los “consumidores” mantengan fuertes tasas de “producción” y “crecimiento”.

Sabemos que todo lenguaje es la expresión de muchas dimensiones materiales y existenciales, pero los poderes dominantes en cada momento son los agentes principales de su manipulación y colonización semántica (de la creación y mutación de ideoléxicos). Un lenguaje refleja y reproduce valores. Esto es fácil comprenderlo e, incluso, es relativamente muy simple probarlo en, por lo menos, la evolución que desde la Edad Media han seguido los actuales idiomas de origen europeo. Todo lo cual nos sugiere que el lenguaje, aun siendo un cuerpo vivo, es al mismo tiempo un objeto arqueológico y un instrumento de predicción. No es sólo un instrumento o un medio de comunicación sino, además, el campo de batalla de diferentes grupos sociales e históricos con valores e intereses en conflicto. Por lo tanto, también es el trofeo principal del ganador, es decir, de aquellos que ejercen un poder que, aun sin ser absoluto, es dominante por la sola razón de su diferencia.

Basta echar una mirada a Grecia o a España para comprobar cómo la naturaleza del poder social ya no se expresa de formas tan directas y visuales como en el pasado, a través de ejércitos en las calles y de gobiernos dictatoriales. Eso ya había quedado claro a finales del siglo XX. También parecía bastante claro que el poder ejercido a través de algo tan simbólico y virtual como el dinero, cada vez iba a necesitar menos de estos recursos. Por entonces, veíamos cómo organismos como el FMI y otros bancos presionaban o tomaban las decisiones por los gobiernos más débiles de America latina. Aunque sugerimos que un día estos dioses sordos serían ignorados por aquellos países que entraban en crisis, no nos imaginamos que quince años después las víctimas de la tiranía financiera serían los propios países europeos.

Estos países no sólo han perdido autonomía política y monetaria, no sólo sus gobiernos no gobiernan sino que se han reducido al rol de interlocutores, sino que hasta el más humilde ciudadano (o “consumidor”, como un hincha de fútbol que paga por su entrada pero no puede incidir en el resultado del partido más allá de unos gritos desesperados) suspira por el buen o mal humor de los índices bursátiles, de las primas de riesgo, del crecimiento del producto bruto y de la brutalidad de una tiranía del “realismo economicista” que ya no necesita presidentes militares ni exiliados ni presos políticos. En alguna medida, todos son presos financieros y los jóvenes exiliados monetarios.

Mientras termino de bosquejar estas pocas notas, escucho en la televisión española, una vez más, como al comienzo, que la huelga de infomativistas en Grecia, en solidaridad con la clausura de la televisión pública (antes las clausuras de medios en países pequeños eran hechas por gobiernos salvadores con un señor vestido de militar al estilo Fidel Castro o Rafael Videla) “es un golpe importante para la marca Grecia”.

Mientras tanto, los verdaderos tiranos, los magos del mundo de las finanzas que pueden hacer algunos billones de dólares, de euros o de bites en un sólo día, los dueños de la prosperidad, de la verdad, del realismo y de la realidad, festejan en sus castillos de cristal el sano y natural ciclo económico que lleva de crisis en crisis. Todo lo bueno que disfrutamos hoy en día se lo debemos a ellos y a su sagrado sistema de poderes. No a Arquímedes, ni a Newton, ni a Voltaire, ni a Jefferson, ni a Pasteur, ni a Martin L. King, ni a los millones de hombres y mujeres de las ciencias, de las humanidades, de las industrias, de las pequeñas o de las más innovadoras empresas. Las crisis mundiales son lo mejor que puede pasarles a estos mercaderes de carne humana. Son numerosas las pruebas (basta mirar sus balances) de que estas crisis tienen el maravilloso efecto de multiplicar sus capitales, mientras el resto de los verdaderos productores (conocidos como consumidores) financia sus inversiones con los impuestos que el maldito Estado les garantiza para proteger sus aventuras, mientras el resto pierde sus casas o endeuda a sus hijos.

Como cerdos destinados a la chacinería, primero los consumidores aprenden a ejercitar su hambre voraz. Hasta que llega la temporada de ajustes y sacrificios, y se les reclama esa carne tan preciada en los banquetes. Por algo todavía hay empresas intentando patentar el genoma humano. Todo lo que recuerda a aquella conocida película norteamericana de ciencia ficción de 1973, Soylent Green, que predecía para 2022 una catástrofe ecológica y la comercialización camuflada de carne humana bajo el aspecto de un derivado del plancton, según la propaganda, soylent verde.

Jorge Majfud




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