Por
Jorge Majfud.-
Toda verdad, incluso las
verdades científicas, son representaciones de algo más que asumimos es real. El
espacio de 11 dimensiones o un simple dibujo de un árbol no son ni los espacios
ni son el árbol. Los cambios de paradigmas científicos nos han demostrado a lo
largo de la historia que las ciencias aumentan el poder humano sobre el mundo
material pero sus verdades han sido una serie de modelos destruidos desde su
raíz por las sucesivas revoluciones paradigmáticas. El hecho de que 2
+ 2 sea siempre igual a 4 no nos dice nada de la realidad material sino de la
forma en que el intelecto humano entiende las cantidades, las que
necesariamente se aplican al mundo material (“This is an example of the
application of what is known as the anthropic principle, which can be
paraphrased as ‘We see the universe the way it is because we exist’”. Stephen
W. Hawking, A Brief History of
Time.)
Usando las matemáticas
aplicadas al paradigma de Ptolomeo se pudo predecir eclipses, pero este mundo
resultó una fantasía para los renacentistas neoplatónicos como Copérnico,
Kepler y Galileo. Lo mismo se puede decir del mundo de newton luego de la
destrucción paradigmática de Einstein.
En el mundo humano,
que es el que en última instancia el más importa, la relación realidad-verdad y
sus representaciones son harto más complejas. Un sueño puede ser una
representación para el psicoanálisis pero es una experiencia hiperreal, una
verdad en sí misma para quien lo experimenta. Ni que hablar que la vida es, básicamente,
emociones, no ideas, sustitutos o representaciones de algo más. De la misma
forma, la emoción que deriva de una obra de arte no es una representación sino
una experiencia existencial en sí misma: podemos dudar de una teoría
científica, de una afirmación filosófica, pero nadie puede decir que las
pasiones que derivan de una novela de Kafka, por ambiguas e indefinibles que
sean (o por eso mismo) son irreales.
Hay un espacio epistemológico
intermedio, que es el del ensayo, quizás el género literario más popular del
mundo hoy en día. Este pensamiento —la construcción de la verdad—, funciona de
la siguiente manera: el escritor narra una realidad hermenéutica que está
observando o que ha observado haciendo uso no de sus sentidos sino de su
intuición. Cada declaración es el relato de esa observación. Al mismo
tiempo, esa realidad metafísica debe tener un orden mínimo de coherencia porque
debe compartir con el espacio físico leyes semejantes, como por ejemplo la
posibilidad de ser narrada como un hecho físico y temporal observable, la
necesidad de alguna coherencia, inteligibilidad o percepción sensible. Este
espacio metafísico, donde existen la ética y la especulación intelectual,
siempre existe. Es una construcción paralela y simbiótica al mundo que llamamos
“físico”. Ambos, el mundo físico y el metafísico configuran en su integridad lo
que podemos llamar, ahora sí, realidad.
Ambos surgen simultáneamente desde la primera escisión entre lo real ylo irreal. El mundo físico
surge cuando los dioses suben a los cielos. No podemos negarle existencia al
mundo físico o al mundo metafísico; sólo podemos cuestionar sus naturalezas,
cuál predomina sobre cuál. ¿Vemos la realidad física según nuestros prejuicios
y convicciones? ¿O nuestros juicios, prejuicios, ideas y convicciones son
deudores del mundo físico? Las interrogantes no se excluyen, no son alternativas.
Según mi observación metafísica de la realidad deben ser aceptadas ambas
posibilidades en una relación simbiótica. Tanto un espacio intelectual
condiciona e influye sobre el otro como viceversa.
Desde un punto de vista
contemporáneo, podemos decir que el lenguaje surge del espacio físico y sólo a
través de metáforas y transferencias sígnicas puede alcanzar a describir el
espacio metafísico. No obstante, de forma recíproca y simbiótica, el espacio
metafísico actuará sobre el espacio físico en forma de mitos, de ideologías, de
paradigmas culturales, etc.
Esto último expresa una idea
clara, pero debemos hacer una precisión. No hay indicios para pensar que en
tiempos pasados, prehistóricos, los hombres y mujeres distinguían entre el
mundo físico y el mundo de sus creencias, de sus ideas y supersticiones, sino todo lo contrario. O por
lo menos esa distinción entre espíritu y cuerpo, entre magia —arte— y ley
física no era tan clara como lo es hoy. No obstante, podemos reconocer la
dualidad ontológica. Podemos distinguir fácilmente un mundo físico —su idea—,
con existencia propia, y otro espacio donde se desarrollan nuestras ideas sobre
ese espacio (que asumimos) preexistente a nosotros. Porque el mundo físico
puede ser preexistente pero nunca podemos tener alguna mínima noticia de él
sino es a través de nosotros mismos, de nuestra facultad comprensiva, de
nuestra conciencia. Estamos condenados a vivir con la paradoja que los
radicales eliminaron: nuestra conciencia es posterior al mundo físico, pero el mundo
físico no existiría sin nuestra conciencia que le confiere el atributo
preexistente. Los radicales, como George Berkeley, resolvieron esta paradoja
simplemente negando el mundo físico. Lo que prueba que, si bien el mundo físico
parece ser el soporte de la conciencia —para una concepción materialista del
Universo— es totalmente posible negar su existencia antes que negar la
existencia de quien lo percibe. El cogito
ergo sum, de Descartes, puede ser entendido en el más amplio sentido: si
pienso es porque existo, pero mi existencia no prueba la existencia del mundo
físico, de lo percibido. También en sueños pienso y percibo; lo que sueño y lo
que imagino es una realidad sin soporte físico, aparentemente, pero es
existencia innegable.
Desde los griegos, y desde
antes, la verdad es aquello que los ojos carnales no pueden ver. “La verdad
gusta de ocultarse”, decía Heráclito, y Platón entendía que un hombre que sólo
puede ver caballos y no la forma,
la idea esencial del caballo, tenía ojos pero
no inteligencia. El mundo funciona según un logos o nouns oculto, y la misión del pensamiento es
poder verlo detrás de lo aparente. También el psicoanálisis, el marxismo y el
estructuralismo parecen decirnos que comprender
es ver lo que no se ve, descubrir el orden oculto detrás de la apariencia,
la ley invisible que relaciona un conjunto de números
primos por una particularidad en su divisibilidad, etc.
Pero, como un mismo fenómeno o
una serie de fenómenos pueden ser explicados según distintos logos, resulta que el poder-ver de unos consiste en el no-ver de otros. Como un lazarillo, el que
cree ver guía al presunto ciego, mientras le describe lo que el otro no ve pero
puede tocar.