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COLOMBIA - Inminente condena internacional, evidente derrota nacional


29.10.13. OPINIÓN de Maureén Maya Sierra.- Cambia la estrategia de defensa, pero en lo sustancial todo sigue igual.

“La memoria es sobre todo, una poderosa vacuna contra la muerte y alimento indispensable para la vida. Por eso, quien cuida y guarda la memoria, cuida y guarda la vida, y quien no tiene memoria está muerto”.
Rafael Guillén Vicente ‘Subcomandante Marcos’Frente Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). México

La semana pasada, Adriana Guillen Arango, directora de la Agencia Nacional para la Defensa Jurídica del Estado, declaró ante los medios de comunicación que la condena del Estado por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso por los desaparecidos del Palacio de Justicia, (Caso No. 10.738),[1]es inminente. Esta afirmación no sorprendió; difícilmente se podía prever un desenlace distinto; sin embargo, lo que si resultó llamativo, incluso preocupante pero no por ello sorpresivo, fue la persistente negación de responsabilidades plenas por parte del Estado en el desenlace de los hechos, en el reconocimiento de la totalidad de los desaparecidos y de víctimas de otros crímenes perpetrados por la fuerza pública. Una vez más, la falta de voluntad política para avanzar en la construcción de un genuino Estado social de Derecho, que realice plenamente los mandatos constitucionales y acoja las normas internacionales, quedó demostrada.

La única manera de que no condenen al Estado colombiano es que las víctimas (los desaparecidos) aparezcan y como no van a aparecer, habrá condena. “El Estado debe estar preparado para una condena”, sostuvo Guillen Arango. Asimismo declaró que la misión de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado es atenuar los impactos negativos de una eventual condena y anunció que para la audiencia de alegatos y pruebas que sesionará en Brasilia (Brasil), entre el 11 y el 14 de noviembre próximos, el Estado modificará su estrategia y su lenguaje. “Hemos estado revisando uno a uno los casos, en que se encuentra cada una de las presuntas víctimas y torturados, y en relación con ellos el Estado reconocerá la responsabilidad que deba reconocer en relación con las pruebas que obran dentro del expediente.”[2]

¿Atenuar los impactos negativos? No se refiere por supuesto a una transformación profunda que impida que hechos semejantes vuelvan a ocurrir en el país ni al deber de reconocer y dignificar a las víctimas, ni a la responsabilidad que le cabe al Estado de garantizar la ejemplar acción de la justicia sobre los directos responsables de estas graves violaciones a los Derechos Humanos e infracciones al DIH o lograr que los contados detenidos por estos hechos (seis ya fueron liberados por preclusión) revelen el destino final de los desaparecidos. Se refiere sólo a aminorar los costos de la condena internacional.

Para las víctimas y su defensa es incontrovertible que 12 personas fueron desaparecidas, que otras tantas fueron torturadas, que hubo extralimitación en el uso de la fuerza, se violaron normas internacionales y se produjeron daños excesivos e innecesarios a la población civil. También es cierto que el caso se mantiene en la impunidad y que los múltiples crímenes allí cometidos no han sido investigados con ejemplaridad.

Para los peticionarios “existen pruebas suficientes para que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) declare la responsabilidad internacional de Colombia por la violación de los derechos humanos, en la operación del Ejército y la Policía para recuperar el control del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985” […] Según la Comisión de la Verdad de la Corte Suprema de Justicia, no existe duda de que las personas desaparecidas (empleados y empleadas de la cafetería y visitantes ocasionales) entraron al Palacio de Justicia el día de los hechos, sobrevivieron a la operación de “retoma”, fueron detenidas por agentes del Estado, catalogadas como “rehenes especiales” con criterios “arbitrarios, superficiales y deleznables” y desaparecidas forzosamente sin que hasta ahora se conozca su paradero.[3]

También está demostrado que se cometieron actos de tortura y tratos crueles y degradantes contra una estudiante, un abogado y un trabajador de las empresas públicas de Bogotá, y que el magistrado Carlos Horacio Urán, quien salió con vida del Palacio con lesiones no letales, fue ejecutado por agentes estatales.

Sin embargo, dentro de la nueva estrategia de defensa, Colombia hará reconocimientos parciales sobre estos crímenes. Sólo admitirá la desaparición forzada de Irma Franco Pineda, integrante del M-19, y de Carlos Augusto Rodríguez Vera, administrador de la cafetería del Palacio. Se reconocerá que el Estado fue directamente responsable de estas dos desapariciones y que fue omisivo en la investigación y sanción de los responsables de esos crímenes.”[4] Sobre los otros nueve desaparecidos dirá que hubo omisión en las pesquisas judiciales y que no se ha podido determinar si estas personas se encuentran vivas o muertas, por lo que le es imposible asumir responsabilidad alguna por estos casos. Respecto al caso de Ana Rosa Castiblanco, quien estaba embarazada, y cuyos restos al parecer fueron encontrados en una fosa común del Cementerio del Sur de Bogotá y entregados en el 2001, (incluyendo dos huesos fémur de la misma pierna) el Estado aceptará que fue omisivo. Sobre la muerte del magistrado auxiliar Carlos Horacio Urán, con un mea culpa por omisión, el Estado argumentará que no ha podido determinar las circunstancias en las que se produjo su deceso.[5] Será un reconocimiento insuficiente e indigno que negará la evidencia recaudada por la justicia nacional, según la cual, Urán salió con vida del Palacio de Justicia, fue ejecutado por la fuerza pública y su cadáver regresado al Palacio.

También hay algunos avances en esta nueva defensa que no se pueden minimizar, como el reconocimiento de “que los estudiantes Yolanda Santodomingo y Eduardo Matson fueron torturados por agentes estatales y que se afectaron sus derechos a la integridad y a la libertad; que hubo omisión en las garantías judiciales y que se violaron tres artículos de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura. “En cuanto a sus familiares, el Estado también se declarará culpable por omisión, “por la angustia causada debido a lo sucedido a sus seres queridos y el retardo injustificado en las investigaciones”. Sobre los casos de otros torturados, como José Vicente Rubiano y Orlando Quijano, se admitirá que hubo omisión.”[6]

El Estado admitirá así parte de lo evidente, sólo parte de lo absolutamente incontrovertible, pero no se atreverá a ir más allá ni a reconocer ante los máximos tribunales internacionales, su responsabilidad absoluta en otros hechos ya probados y ampliamente documentados que aun así, han sido ignorados. Entre estos: el misterioso retiro de las medidas de seguridad especiales -solicitadas el 17 de octubre de 1985-, un día antes de la toma[7]; el conocimiento previo por parte de las autoridades sobre la puesta en marcha del operativo Antonio Nariño por los Derechos del Hombre para la toma del Palacio por parte de la Compañía Iván marino Ospina del M-19; el incendio provocado intencionalmente por la fuerza pública (como se desprende del informe del juzgado 30 de instrucción criminal de 1989 y de las declaraciones rendidas por el entonces presidente del Consejo de Estado, Carlos Betancur); los asesinatos de magistrados perpetrados por la fuerza pública, como en los casos de Alfonso Reyes Echandía, Horacio Montoya Gil, Manuel Gaona Cruz, de la auxiliar Aura Nieto de Navarrete, de la secretaria Ruth Mariela Zuluaga[8], del comandante guerrillero Andrés Almarales y de algunos otros guerrilleros que abrazados en círculo y en estado de indefensión, fueron ejecutados con disparos a contacto o tiros de gracia. Durante la toma y retoma del Palacio se violaron los principios del DIH (Distinción, proporcionalidad y limitación), del derecho de gentes y del derecho de combatientes consagrado en el Tratado de La Haya; decenas de ciudadanos sufrieron heridas graves por acción de la fuerza pública, como en el caso del magistrado auxiliar, Gabriel Salóm Beltrán, quien además estuvo a punto de ser secuestrado en una ambulancia fantasma, así como otros “ciudadanos inocentes que en medio de las hostilidades, se convirtieron, por virtud de su secuestro ante la ausencia de unas decisiones de gobierno destinadas a rescatarlas con vida, en objetivos militares”, como lo señaló la Defensoría de Pueblo en su informe de 1995. Tampoco han sido debidamente investigados los hechos ocurridos en el cuarto piso ni las irregularidades cometidas cuando finalizó la “Operación Rastrillo”, con las cuales se buscaba alterar y eliminar evidencias fundamentales, como se concluye del arbitrario traslado de cuerpos, la incautación de armas y despojo de ropa de los cadáveres, lavado de estos, limpieza del edificio (que llevó a que algunos huesos humanos terminaran en bolsas de basura), sin que se permitiera el acceso previo de los peritos del Instituto de Medicina Legal.

El reconocimiento parcial de responsabilidades por parte del Estado sólo demostraría que de una defensa errática, malintencionada y de corte profundamente militarista, se pasó a una defensa más sintonizada con la realidad jurídica del caso, bajo la conducción de dos abogados excepcionales que se han apoyado en la experticia de un comité altamente calificado, pero lo cierto es que este avance no conlleva una trasformación estructural en los modos bajo los cuales opera el Estado colombiano ni garantiza una acción eficaz por parte de la justicia que no actuó como correspondía a lo largo de 28 años de silencio e impunidad.

Acudir ante el tribunal internacional, ya no guiado por la soberbia del tenebroso abogado Nieto Loaiza, sino por un ejercicio previo de razonamiento jurídico, marca una diferencia importante que en el fondo tampoco modifica la esencia de un poder indolente y tampoco niega la supremacía de un Estado de clase que desconoce valores esenciales para una democracia. El reconocimiento parcial de algunos de estos crímenes, como ruta de defensa del Estado ante la CIDH, es un mínimo paso adelante, que no obstante, no aporta a la verdad histórica que hoy reclama la nación, no contribuye a revelar la verdad sobre el accionar criminal del Estado ni sobre los crímenes de sistema (calificados como “políticas o prácticas oficiales que se caracterizan por involucrar un continuum de poderes e intereses, ocultando a los responsables superiores[9]), ni aporta a la reconciliación y menos aún a la conquista de una paz cierta y estable en el país. Reconocer que se cometieron crímenes luego de 28 años de encubrimiento, persecución a las víctimas y forzado silencio, cuando el Estado se encuentra a puertas de una inevitable condena no habla muy bien de los valores que lo sustentan ni permite reconocer una genuina voluntad de aclarar lo acontecido o determinar, en este caso, “el continuo de poder entre determinadores y seguidores (para) explicitar las políticas, prácticas y contextos que determinaron (o facilitaron) la perpetración de abusos de manera sistemática o generalizada.”[10] Lo del Palacio fue una muestra de lo que sucedía y de lo que sigue padeciendo este país.

No se puede reconocer tampoco en este cambio estratégico una voluntad de transformación de un Estado permeado por el crimen a uno consecuente con sus postulados democráticos con capacidad de poner fin a la impunidad. Hoy la defensa del Estado insiste en hablar de “presuntas víctimas” y niega la existencia de todos los desaparecidos, pese a que hay “tres sentencias judiciales que reconocen que si los hubo, a que el Tribunal Especial de Instrucción Criminal,[11] en su informe publicado en el Diario Oficial el 17 de junio de 1986 también lo reconoce, y la Comisión de la Verdad[12], sostuvo que en efecto 11 civiles y una guerrillera salieron con vida del Palacio de Justicia, y luego desaparecieron. El abogado y defensor de Derechos Humanos, Eduardo Umaña Mendoza (asesinado el 18 de abril de 1998 al parecer por altos mandos de las brigadas XIII y XX del Ejército, –crimen que permanece en la impunidad, llegó a sospechar que los desaparecidos habían sido enterrados en los cerros que rodean la Escuela de Caballería de Usaquén, el norte de Bogotá.

En 2010, Viviana Krsticevic, directora ejecutiva de CEJIL, denunció la mala fe del Estado colombiano, argumentando, entre otras razones, que la queja por este caso había sido radicada ante la CIDH en 1990, y que durante todos estos años el Estado había guardado silencio, negando así los derechos a la verdad y la justicia de las víctimas y sus familiares, pues en ese entonces el Estado sólo se limitó a presentar “19 páginas de información “precaria e insuficiente”. Esta mala fe también quedó demostrada con la desafortunada defensa que realizó el abogado Nieto Loaiza ante los estrados internacionales, logrando con sus alegatos (copia de la fallida defensa por el Caso Santodomingo y de la también fallida defensa del coronel Luis Alfonso Plazas Vega) desatar la más enconada indignación tanto en los árbitros internacionales, como en las víctimas, los abogados que las representan y en buena parte de la sociedad colombiana.

Un Estado arrinconado por la justicia cambia de estrategia, pero no se transforma. Colombia hoy necesita de un gobierno sensible al dolor de las víctimas; una justicia independiente, consciente de la trascendencia de sus fallos y coherente con sus principios rectores; una sociedad solidaria y humana; unas instituciones legitimadas en su accionar que contribuyan a romper el pacto de silencio de la criminalidad asumiendo el deber democrático que les asiste. Es la mejor muestra de que el país se prepara para transitar otra senda, una senda definitiva que nos permita construir un proyecto de nación plural y democrático donde la ética sea la brújula que nos guíe hacia una Paz cierta con justicia y verdad para todos.


*Maureén Maya Sierra, Periodista e investigadora social. Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas Nº 377, Semana del 25 al 31 de octubre de 2013, Corporación Viva la Ciudadanía, http://www.viva.org.co




[1] Caso Carlos Augusto Rodríguez Vera y otros (Palacio de Justicia), radicado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 9 de febrero de 2012, al considerar que el Estado no cumplió con las recomendaciones contenidas en su Informe. El Caso No. 10.738 se refiere a la desaparición forzada de Carlos Augusto Rodríguez Vera, Cristina del Pilar Guarín Cortés, David Suspes Celis, Bernardo Beltrán Hernández, Héctor Jaime Beltrán Fuentes, Gloria Stella Lizarazo, Luz Mary Portela León, Norma Constanza Esguerra, Lucy Amparo Oviedo de Arias, Gloria Anzola de Lanao, Ana Rosa Castiblanco Torres e Irma Franco Pineda, y a la desaparición y posterior ejecución del magistrado Carlos Horacio Urán Rojas, así como la detención y tortura de Yolanda Ernestina SantodomingoAlbericci, Eduardo MatsonOspino, Orlando Quijano y José Vicente Rubiano Galvis, en el contexto de la toma y retoma del Palacio de Justicia, ocurrida en Bogotá, los días 6 y 7 de noviembre de 1985.
[2] Noticiero CM&; Colombia se prepara para inminente condena internacional por holocausto del Palacio de Justicia”. Bogotá, octubre 17 de 2013.
[3]Cejil. Así lo demostraron el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” (CAJAR) y la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz (CIJP) en una audiencia efectuada el 22 de marzo de 2010 ante la CIDH.
[4] El Espectador; “Lo que admitirá el Estado en el caso del Palacio de Justicia”. Sección Judicial. Bogotá, octubre 19 de 2013.
[5] Ídem
[6] Ídem
[7] Los coroneles Gabriel Arbeláez Muñoz y Pedro Antonio Herrera Miranda fueron denunciados por el delito de “falsedad ideológica de empleado oficial en documentos público” por afirmar que el presidente de la Corte Suprema de Justicia, en reunión celebrada el 31 de octubre en Bogotá ordenó el retiro de las medidas especiales de seguridad de Palacio; cuando justamente el magistrado, durante esos días, se encontraba dictando un curso en Bucaramanga y había sido quien más insistió en la urgencia de reforzar la seguridad de magistrados y del edificio ante las amenazas que recaían sobre la Corte Suprema y el Consejo de Estado.
[8] Declaración del oficial Ricardo Gámez Mazuera (1989). “La señora Ruth Mariela Zuluaga de Correa, secretaria del magistrado Carlos Medellín, fue sacada del Palacio y llevada con quemaduras graves al hospital Simón Bolívar, donde fue atendida por el doctor Cristóbal SastoqueMelani, jefe del pabellón de quemados. Algunos informes dieron cuenta que habían sacado una guerrillera y la tenían en el hospital Simón Bolívar. Fue enviado el sargento Juan, de apellido posiblemente Rodríguez […] con tres soldados del S-2 para sacarla del hospital y llevarla a Escuela de Caballería. El doctor Sastoque se opuso, pero el sargento lo presionó diciéndole que sería acusado de cómplice; entonces accedió y la señora fue llevada a la escuela donde fue sometida a torturas, golpeándola con guantes de caucho mojados sobre las quemaduras. La señora murió en medio de la torturas”.
[9] Elementos del peritaje de Michael Reed Hurtado, director en Colombia del Centro Internacional para la Justicia Transicional, en el Caso Cepeda Vargas vs. Colombia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
[10] Office of the United Nations High Commissioner for Human Rights, Rule-of-Law Tools for Post-Conflict States, Prosecution Initiatives, HR/PUB/06/4, 2006. Tomado de elementos del peritaje de Michael Reed Hurtado, director en Colombia del Centro Internacional para la Justicia Transicional, en el Caso Cepeda Vargas vs. Colombia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
[11] Este Tribunal fue creado mediante decreto legislativo No. 3300 de 1985 con el fin de investigar y dar a conocer mediante informe de carácter público el resultado de dicha investigación preliminar sobre los hechos relacionados con la ocupación del Palacio de Justicia, los días 6 y 7 de noviembre de 1985.
[12] En el año 2005, al cumplirse los veinte años del holocausto, la Corte Suprema de Justicia mediantes Acta No 23 del 18 de agosto de 2005, correspondiente a la Sesión Ordinaria de Sala Plena, en presencia de 22 magistrados y el presidente de la Corporación, creó una Comisión de la Verdad integrada por tres juristas: Nilson Pinilla, José Roberto Herrera Vergara y Jorge Aníbal Gómez para que investigaran los hechos de la toma del Palacio de justicia y produjeran una sentencia con valor literario, sin parte condenatoria. (citado en Maya, M, Petro, G; Prohibido Olvidar. Dos miradas sobre la toma del Palacio de Justicia (2008). Bogotá, Editorial Pisando Callos.




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