OPINIÓN de Ana Cuevas Pascual. - Cuando era niña mi padre me llevó al "Tragachicos". Se trataba de una atracción que se montaba en Zaragoza para la fiestas del Pilar. Un gigantesco baturro por cuya boca era engullida la chiquillería y del que, tras deslizarse por un tobogán que estaba dentro de su estructura, salían alborozados los pequeños valientes que no temían atravesar las tripas del titán con cachirulo. Pese a que mi progenitor insistía en la inocuidad del artefacto y en la diversión que me perdía, nunca consentí en aventurarme a viajar por su interior. ¿Y si decidía no expulsarme? ¿Qué pasaría si me quedaba atrapada ahí adentro para siempre? ¿Me buscaría mi familia en sus entrañas? Y aunque lo hicieran, ¿lograrían encontrarme o asumirían mi desaparición como quién pierde un paraguas en un día soleado? Por si las moscas, me negué tozudamente a hacer la prueba ignorando las garantías de que nunca había sucedido tal cosa. Pero, en mi caso, nada ni nadie me obligaba a p