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El señor de las bestias

OPINIÓN de Ana Cuevas Pascual.- El niño se removía entre los brazos de su padre. En la pequeña plaza de toros una res cabeceaba intentando desprenderse de las teas ardientes amarradas a sus cuernos. El niño tenía un gato negro que gustaba de acurrucarse entre gemidos de placer en su regazo. Lo adoraba. Se pasaba horas mirándolo. Observando su majestuosa elegancia, su elasticidad imposible, la ternura salvaje que derrochaba, la insubordinación ácrata de su naturaleza felina. Su padre lo había encontrado en un cubo de basura. En un primer momento, creyó que esos débiles grititos procedían de una criatura humana. Una tragedia que pasa con demasiada frecuencia. Cuando acudió en su auxilio descubrió al animalito envuelto en una bolsa de basura. El padre reflexionó sobre la crueldad de algunas personas y se sintió profundamente conmovido.

El niño tenía seis años. Un horror creciente atenazaba su garganta mientras veía la escena de la plaza. La camisa de un mozo se había enganchado de los cuernos del astado. El lomo de la res se estaba chamuscando por efecto de ese trapo en llamas. El hedor a piel y carne quemada llenaba la atmósfera. Los gritos de terror e impotencia de la bestia no impidieron que continuara el festejo.

Porque eso era lo que su padre le había dicho. Que iban a asistir a una fiesta donde los toros y la gente se divertían jugando entre ellos. También nombró algo sobre tradiciones y cultura que el niño, pequeño como era, no acabó de entender. Tampoco le importaba mucho. Iba a ver animales, un poco más grandes que su gatito. Porque, pese a su corta edad, el pequeño experimentaba un alto grado de empatía y fascinación por todo bicho viviente.

El chico retiró sus ojos de la plaza y sus diminutas manos se crisparon en torno al abrazo de su progenitor. Un desconsolado llanto empezó a brotar de su garganta. El padre se reía burlándose de lo que consideraba una ñoñería infantil. El crío se sintió doblemente herido. Su padre le parecía un buen tipo. Haba rescatado a su gatito. ¿Cómo era posible que se divirtiera viendo padecer a otros pobres animales? 

El niño se prometió a sí mismo no acudir jamás a esta clase de festejos. Cuando fue creciendo, su postura animalista le llevó a practicar el activismo en defensa de los derechos animales.

Un buen día, regresó con su grupo al pueblo de su padre. Intentaban crear conciencia de la crueldad de estos actos festivos. De que la cultura no tiene nada que ver con la tortura y el sufrimiento. De que las tradiciones, cuando son salvajes y sangrientas, no pueden mantenerse en una sociedad civilizada.
Una lluvia de piedras fue la respuesta. La lapidación y apaleamiento de los animalistas se está convirtiendo en otra tradición en auge de la España más negra y más profunda.

El ayuntamiento de Zaragoza ha decidido no subvencionar este tipo de actos. Seguro que la polémica estará servida y muchos seres, presuntamente racionales, apelarán también a la tradición y la cultura para seguir recibiendo dinero público con el que satisfacer sus primitivos instintos. Probablemente usarán argumentos semejantes a los que pudieron argüir los romanos para defender su circo( ese en el que los leones devoraban cristianos y los gladiadores eran obligados a combatir a muerte frente a un público excitado, amante de la tradición y festivo).

Leonardo da Vinci lo tenía muy claro. Ninguna sociedad podría considerarse civilizada mientras no se educara en el respeto a los animales. Aquí les dejo una de sus célebres frases para que la mediten estas vacaciones cuando se sientan tentados de acudir a estos" festejos populares":

“Realmente el hombre es el rey de las bestias, porque su brutalidad excede la de ellas. Vivimos de la muerte de otros, somos como cementerios andantes. Llegará el momento en que el hombre verá el asesinato de los animales como ahora ve el asesinato de los hombres.”




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