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El caso Siria: ¿Una promesa de libertad?

OPINIÓN de Antonio Hermosa   

Si alguien se preguntara cuántos miembros han de pasar por una dinastía tiránica antes de que la comunidad internacional ponga remedio; o bien cuál es el número de muertos necesario para que ésta intervenga, estaría navegando en el puro vacío de la retórica. Detener la sangría no es sólo cuestión de voluntad, sino también de organización, y en este punto la actual está a merced del más bronco interés. Es decir, del Príncipe de los Príncipes, como bien se cuidó en subrayar Henry de Rohan allá por el siglo XVI; un poder frente al que la Justicia es un mero flatus vocis, cuando no un exabrupto; frente al que la Paz no es sino el príncipe azul de cualquier amante, y los muertos nada salvo un número que ni siquiera hay que contar, o, en el mejor de los casos, la prueba de quién manda en plaza.

En la ciudad de Homs, la Humanidad se desangra estos días por su herida siria. Suman decenas los sacrificados, y miles los que en todo el país han sido víctimas de la vesania homicida de Bachar el Assad a lo largo de casi un año; él es sin duda el primer culpable de la masacre, pero no el único. Esa misma Humanidad posee un órgano integrado por la práctica totalidad de sus miembros, la ONU (incluso participa en él, como observador, esa ofensa a la idea misma de Estado que es el Vaticano). En principio, parece que el principio rector de la misma es la antigua máxima medieval, llena de sabiduría, de Quod omnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet, para lo cual está la Asamblea General; pero la ONU se creó cuando se creó, y su estructura refleja la incertidumbre, el miedo y el poder subyacentes a su creación: de ahí que el derecho refleje la fuerza y su orden huela a victoria. O sea: un Consejo General constituido inicialmente por las potencias vencedoras, cada una de ellas dotada con la omnipotencia del derecho de veto, transformaba a priori el bien común decidido y establecido por el órgano mayoritario en un brindis al sol; el tiempo, con sus cambios, se ha reflejado en la composición del Consejo, al cual se han ido sumando hasta diez nuevos miembros electos, pero no ha extirpado el oscuro mal citado de ninguno de sus cinco ídolos iniciales.

Sucede que entre ellos están China y Rusia, dos caníbales que sólo ven sangre cuando se trata de derechos humanos. Sucede que, pese a los no pocos casos infamantes habidos en el seno de Naciones Unidas, ésta sigue siendo el único instrumento legal universalmente reconocido, y su plácet es requisito indispensable en la obtención de legitimidad a la hora de actuar en la escena internacional. Y sucede, en fin, que sus actores se han hartado del espectáculo soez y lleno de oprobio ofrecido en la misma por el tirano sirio (quien, añadamos, debe tener problemas semánticos con determinados conceptos, pues no se cansa de prometer cambios y esforzarse por la paz ante cada uno de sus interlocutores, y acto seguido prosiguen los consabidos bombardeos masivos contra la población, mayoritariamente civil).

El resultado de cuanto sucede es que la muerte ha devenido la genuina deidad de la política siria; el criminal que la atiza, su sumo sacerdote, y China y Rusia dos altares del sacrificio. Al menor intento de condena e intervención en Siria, de reformar o suavizar el régimen o, al menos, de deponer al déspota, a ambos liberticidas se les dispara el automático de su Niet, y la justicia vuelve a ser el convidado de piedra en el mundo interestatal. ¿Qué hacen países como Rusia o China formando parte de una institución que fundacionalmente aspira a la paz, al respeto de los derechos humanos y al desarrollo universal? Sin duda podríamos continuar inquiriendo: ¿y qué hace éste otro país, o ése, o aquél, y qué hacen los demás? Aun así, permítaseme traer de nuevo a colación a Racine y recordar su sentencia de que en el vicio (como en la virtud) hay grados. Y que entre las grandes potencias, las políticas de las dos mentadas son las más próximas a los bajos fondos de la ética y la justicia, con las que viven en litigio permanente tanto dentro como, más aún, fuera de sus fronteras, con el agravante de que en este último caso actúan no sólo como administradores del derecho, sino como líderes de la sociedad internacional.

¿A qué conclusión llegamos? Aparte de que Rusia o China sacrificarían el mundo en aras de la satisfacción de sus intereses, que una organización que proteja los intereses del mundo no puede dar cabida en su interior a países como Rusia o China; y que una organización que aspire a proteger el mundo tiene que protegerlo sea de determinados intereses, sea de determinadas formas de realizarlos. Por ello hay que fundar una nueva organización mundial y, mientras tanto, refundar la actual ONU en el sentido de que cuando la mayoría de sus miembros quiera defender los intereses de la justicia contra un tirano no pueda impedirlo ningún país, por poderoso que sea, investido con ese derecho divino que es el derecho al liberum veto.

En tal modo se evitaría que, en la aplicación del derecho a la injerencia humanitaria, cuando algún miembro permanente del Consejo se oponga a la mayor parte del mismo y al voto mayoritario de la Asamblea, los demás no se vean constreñidos a desempolvar precedentes -¿habrá un signo más claro de la radicalidad de la crisis de la ONU que ése?- más o menos atávicos a fin de sortear el derecho vigente, y menos aún a recurrir a la fuerza al margen de la organización.

Así pues, el caso-Siria es uno más de los que con frecuencia vienen sucediéndose en los últimos tiempos que están poniendo a la ONU contra las cuerdas, y que claman por su refundación. Nada nuevo bajo el sol en sí mismo, pero sí estamos ante un baluarte más de esa idea-fuerza que debe forzar y presidir el cambio del orden internacional y de su legalidad correspondiente.

Otro impulso más a favor de dicho cambio, presente asimismo en dicho caso, es el de la acción de la Liga Árabe, que por lo visto últimamente ha decidido dejar de limitarse a ladrar o existir para empezar a vivir. Es verdad que en su interior se vive otra historia propia, aunque nos afecta a todos, y que tiene que ver con los peligrosos juegos por la hegemonía en la región. La sanción a Siria decretada por la misma no puede en absoluto desligarse de la pugnas hegemónicas regionales mantenidas por Irán y Turquía básicamente, pero en la que países como Egipto y, especialmente, Arabia Saudí se rehúsan a desempeñar el papel de actores secundarios, conscientes como son de que el conflicto político engloba en su interior el conflicto religioso entre suníes y chiíes. Dicha sanción afecta a las luchas por la hegemonía porque debilita aún más a Irán, su mayor aliado en la zona, cada vez más debilitado por la enorme represión con la que el régimen ha pretendido exterminar a la oposición y porque su modelo revolucionario, con la supeditación en apariencia total de la política a la religión, dista de semejarse al ideal reclamado por la calle árabe (tampoco a Turquía, digámoslo de paso, las cosas le están yendo tan felices como Erdogan se las prometía, una vez constatado que el crecimiento no es tan sólido, que la renuncia a limpiar el pasado permanece pujante y que la arbitrariedad gubernamental sigue a su aire).

El castigo a Siria, así, está poniendo a su vez de relieve problemas que trascienden la actual situación siria; nos lleva a constatar con la misma fuerza de siempre, desde las independencias, y más que nunca, que la Umma es cualquier cosa menos una unidad religiosa, a pesar de la generalizada aceptación musulmana de los cinco pilares del Islam; que la división política intramusulmana es aún mayor que la religiosa, y no sólo cuando éstas se refuerzan mutuamente; y, por tanto, y en consecuencia, que la política prevalece sobre la religión pese a la cacareada supremacía normativa y trascendente de ésta.

Por lo demás, dicho castigo -tornando al ámbito sirio-, que conlleva el repudio diplomático árabe del último retoño de la dinastía tirana de los Assad por querer convertirse en amo de la vida de los sirios, no sólo consolida la nueva vía emprendida de reciente por la Liga Árabe; posee asimismo un alcance mucho mayor y aún no revelado, en grado de afectar al conjunto de la zona: en tanto defiende a la población civil contra la tiranía local en una región donde predominan las tiranías, la Liga Árabe está conectando con las demandas de la calle árabe, que clama pan y libertad contra todos sus tiranos; vale decir: está tirando indirectamente piedras contra su propio tejado, y poniendo por ende los cimientos de su auto-disolución tal y como ahora es, y el recambio de los Estados que la integran en otros más sensibles a la voluntad y a la participación popular. Forma así, pues, parte de la paradójica promesa de libertad incubada en su propio seno por las actuales tiranías.




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