OPINIÓN de Antonio Hermosa
A Carmen Pérez
López
La vida de
Salustio, transcurrida entre el 86 y el 35 del siglo I antes de nuestra era, es
la de un actor-testigo de las últimas décadas de la República romana, aquéllas
en las que se precipita su descomposición y se acelera su ruina. Polibio la
había saludado como obra maestra de la ingeniería política por mezclar en su
dosis justa los tres principios de gobierno en uno solo, y explicaba la bondad
del resultado, el gobierno mixto,
cual si de un héroe homérico o de un rey oriental se tratara, por sus éxitos
militares además de por su luna de miel con la libertad. Empero, apenas cuatro
años después de la muerte del cónsul e historiador, tras la densa cortina de
polvo producida por su desmoronamiento,
aparecía claramente configurado el régimen unipersonal de Octavio, primer paso
en la formación de un imperio que, salvo en contados instantes, devoró hasta el
romanticismo vinculado a su recuerdo.
Cuando en la
última etapa de su existencia inicia su nueva vida de historiador, al
reflexionar sobre dicha actividad percibe con nitidez el valor de la misma. El
hecho de haber contado con grandes historiadores, nos dice, es la razón de que
las hazañas de los atenienses, magnificadas por aquéllos en relación a lo que
por sí mismas fueron, llegaran a oídos de la fama, que sin dudar las divulgó
por los demás pueblos y los hizo perdurar merced a su gloria. Roma, en cambio,
durante mucho tiempo careció de ellos; fue un pueblo consagrado a la acción, en
la que “los más dotados eran también los más activos” (Catilina, 8, 5).
Que un pueblo
carezca de historia no entraña que carezca también de memoria, pero sí que le
pueda infundir una dirección y un significado a su acción con ella, que es la
función de la teoría según nos recordara Tocqueville en su memorable Discurso de Apertura ante la Academia de
Ciencias Morales y Políticas en la sesión celebrada el 3 de abril de 1852.
Allí, el genio francés nos decía que “en los pueblos civilizados las ciencias
políticas dan vida, o al menos forma, a las ideas generales, de las que luego
nacen los hechos particulares (…)”; y apostillaba: “Los bárbaros son los únicos
que no reconocen de la política más que la práctica”. Plenamente consciente del
valor civilizatorio de la teoría
Salustio ejerce y profesa con orgullo la labor de historiador distanciándose
críticamente del político, frente al que se prefiere; y en esa larga crisis por
la que atraviesa la República entiende que la tarea insigne de la historia es
la de apostar por la regeneración moral de la sociedad, para lo cual, en medio
de los hechos capitales que narra, vuelve de continuo a los exempla de los antepasados, con el pío
deseo de que una vez rescatados del olvido inflamen el pecho de los gobernantes
devolviendo a la República a la senda de la perdida grandeza.
Si hubiéramos de
exponer la crisis republicana en términos estrictamente antropológicos sería
menester señalar que el hombre se compone de “inteligencia” (o “espíritu”) y
“cuerpo”, y que únicamente mientras sigue las órdenes de la primera activa la
virtud que le ha de conducir a la gloria; en cambio, ejecutar cuanto ordena el
segundo equivale a convertirse en esclavo, en un ser pasivo (a decir verdad,
sólo le conozco un contexto a Salustio en el que funde ambos elementos
constitutivos del individuo en una mezcla positiva, y es el citado
anteriormente del texto sobre Catilina, en cuya frase siguiente exclama: “Nadie
ejercitaba su talento olvidándose del cuerpo”). Seguir el cuerpo en lugar de la
inteligencia es la acusación fundamental
de Catón a sus colegas del Senado: no sólo sus deseos se han materializado en
“casas, villas, estatuas y cuadros”, sino que han producido sus indefectibles
consecuencias en sus almas: el que “siempre las hayáis tenido en más… que a la
República” (Catilina, 52, 5).
Agreguemos un efecto pernicioso más descubierto por el fiero moralista que aquí se revela excepcionalmente sagaz: seguir
el cuerpo, al cegar la mente cuando en el corazón los caprichos derrotan a los
principios, significa no percibir que incluso para “conservar esas cosas [los
bienes recién citados], tengan el valor que tengan, a las que os abrazáis”,
como para “gozar de paz para vuestros placeres”, necesitan hacer frente a los
rebeldes y volver a conducir las riendas de la República si no quieren perder
su hacienda con sus vidas.
Catón, que
enjuicia la crisis en términos más morales y políticos que antropológicos, no
se resigna a que la violencia generada por Catilina y los suyos administre el
destino de Roma; compartiría con Adérbal, enemigo de Yugurta, que en una época
crítica “la honradez es poco segura por sí misma” (Yugurta, 14, 4), aunque las creencias de aquél se expresen en un
contexto interno y las de éste en uno internacional; como compartiría con César
la razón subyacente a sus preferencias por el castigo legal a los rebeldes,
aunque no el motivo en el que el propio César lo condensa, a saber: “Toda
práctica mala se ha originado en un buen precedente” (Catilina, 51, 27). El peligro para la honradez como para salirse de
la legislación extraordinaria mediante la creación de un precedente deriva
tanto en Adérbal como en César del hecho antropológico de la existencia de malvados
que pueden, en el ámbito político, transformar su maldad en poder. Abolir el
peligro, el mismo en dos contextos diferentes, insisto, significa para César
pensar las consecuencias políticas
del castigo y por lo tanto preferir una pena ya tipificada a otra extrema y
extraordinaria: un atenuante que de algún modo puede jugar su baza en un
próximo futuro en el que haya cambiado el statu
quo. En cambio, para Adérbal significa reconocer una gran lección política
cuyo cotidiano abuso la ha relegado al olvido: que no hay justicia sin un poder
que la defienda, que depare un castigo irremisible
a su transgresión. No hay justicia sin
poder, en suma, aunque el poder pueda derivar en el amo de la justicia.
Para Adérbal, Roma se halla en grado de impartir esa lección en sus dominios
africanos y sojuzgar a Yugurta de una vez por todas. Y si lo cree es porque
funda dicha creencia en otra superior: la creencia fuente de todas las
creencias, y que comparte con Catón: el exemplum
eternamente vivo y renovable de los antepasados romanos, que para el rígido
moralista consistía, en el interior, en su “laboriosidad”, y en el exterior,
“en un poder justo; y en un espíritu libre para tomar decisiones, sin ataduras
de culpa o pasión” (Cat., 52, 21-22).
La justicia que deriva de emularlo constituye la garantía idónea contra el
miedo y la inyección de confianza requerida a fin de emprender la conquista de
un futuro mejor.
Los maiores. He ahí la referencia permanente
para las sucesivas generaciones de romanos, que, miembros del Senado o de la
plebe, llevaban sus hechos prendidos en sus almas. Fueron lo que son gracias a
sus méritos. Y por eso hoy también los invoca el homo novus (como el propio Salustio) que, desde lejos -provincia o sociedad- aparece en la escena pública romana detentando un poder
que siempre, merced a una tradición convertida en norma, perteneció a sus
herederos directos, y que por ello es visto por éstos como un usurpador.
Mario es de esos homini novi. Detenta el poder por
elección de la plebe y es plenamente consciente de los odios que por ello
atesora entre los otrora monopolistas de las más poderosas y atractivas de las
magistraturas unipersonales. Sabe del poder de la historia, y por ello se sabe
aún más solo de lo que está, porque mientras a los herederos de los antepasados
la herencia les excusa de sus errores, a él, pese a haber sido elegido por la
mayoría, la novedad se los agiganta: sabe, en suma, cuál es la condición “de
hombre salido de la nada” (Yugurta,
85, 13).
Y es asimismo del
todo consciente de su inferioridad cultural,
de su minusvalía literaria y retórica, frente a los vástagos de la antigua y
modélica nobleza, que hacía honor por su valor ético a su superioridad
sociológica. Pero eso no le arredra ante aquélla: para él su mayor experiencia
en los asuntos de mundo, su valor, los éxitos obtenidos, eran otras tantas
formas de demostrar la primacía de sus méritos frente a la nobleza hereditaria.
De ahí su feroz crítica y su actitud burlesca frente a ella, el desprecio de su
cobardía. Y, en ese punto, hasta se permitía el lujo de la presunción populista respecto de los miembros de la
misma: era su “valor e integridad” lo que llevaba a “la gente justa y honrada a
estar de su lado” (ib., 4); pero es
del todo normal para el que se hace a sí mismo pensar, más allá de cualquier
título, “que es el más valiente el que mejor linaje posee” (ib., 15).
Es precisamente
así, vale decir, por medio del mérito, cómo el homo novus deja de serlo y se convierte en el genuino heredero moral y
político de la antigua aristocracia, lo que le hace conectar directamente con ella saltando sobre el vacío político de los lazos de sangre:
“Y si su desprecio hacia mí –dice en su alegato contra los descendientes de hoy
de los maiores- tiene alguna base,
que hagan lo mismo con sus antepasados, cuya nobleza, igual que la mía, tuvo su origen en el mérito” (ib., 17). Y concluye: “Sus antepasados
les dejaron todo cuanto estaba a su alcance, riquezas, retratos, preclara
memoria de sí mismos; el mérito no se lo dejaron ni podían; es lo único que no
se da ni se recibe como regalo” (ib.,
38) [cursivas mías].
En otras palabras.
El mérito ha interrumpido el vínculo natural
esgrimido por la actual nobleza entre su pasado y el ejercicio del poder; el
mérito ha reducido el peso político
de la historia a tradición, y el de la tradición a pura y simple
consanguinidad. Pasado ideal y
presente ya sólo se conectan entre sí a través del mérito como criterio de
acceso a los cargos públicos, lo que implica además la humanización, esto es, la posibilidad de repetición, de los actos,
y de los actores, que un día devinieran imitables
y, en cuanto tales, fuente normativa. En el futuro, la condición de faro del
mejor pasado no dejará de iluminar, pero será precisamente a lo largo del
tiempo una serie quizá infinita de relevos irá recogiendo la antorcha y
legándola a las generaciones por venir.
La meritocracia,
en suma, forma parte de la fidelidad que guardamos a nuestro compromiso por la
justicia y por la vida en sociedad, y es garante de que la política, por ser un
arte, no se convierta en destino de
quien sólo debe ser su sujeto y nunca su víctima. Por otro lado, en tiempos
como los nuestros, de nepotismo y clientelismo casi universales, y en los que
los partidos políticos que controlan la vida pública son sobre todo agencias de
colocación de los suyos, la meritocracia tan ardientemente defendida por
Salustio es una más de las perennes lecciones políticas con las que el magno
historiador conspira desde su gloria
en defensa de nuestras sociedades.