OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Cuando hace aproximadamente un año se constituyó el primer gobierno
salido de las urnas, la Revolución iniciada a finales de enero de 2011, a la que sólo más
tarde se sumaría el movimiento triunfador en las elecciones, parecía embocar al
fin la senda institucional, y el país se prometía un destino más feliz. Nada
más ilusorio, porque las fuerzas de oposición al régimen tiránico de Mubarak,
una vez privado de su cabeza revelaron al verse juntas en la escena pública que
en su posibilidad de cooperar era más lo que les separaba que lo que les unía;
nada más ilusorio porque, a fin de cuentas, el monstruo al que se pretendía dar forma era el de la compatibilidad
de dos seres antagónicos por naturaleza: el islam y la democracia. Una ilusión
que, una vez más, en estos días se hace cobrar su sueño en sangre.
Desde que asumió el poder, el gobierno Morsi ha tenido tiempo sobrado
de aprender cuán diferente es protestar desde la oposición que gobernar, y de
no ser porque a lo largo del año Estados Unidos, al igual que Arabia Saudí, los
Emiratos Árabes Unidos y Qatar, han continuando financiando a Egipto, dicho
gobierno probablemente no habría esperado tanto para llegar al paraíso, y sin
pasar siquiera por las tribulaciones terrícolas a que se ha visto sometido,
pues habría ahorrado al Ejército la molestia de deponerlo. Instalado en el
trono, Morsi y su equipo se volcaron a poner en práctica el islamismo político,
para lo que contaron con la inestimable ayuda de sus hermanos enemigos, los
salafistas, con quienes comparten fines aunque no siempre los medios: a éstos
no importa añadir a su acción esa ración de jesuitismo histórico que aceleraría
mediante la violencia el advenimiento del Corán
como constitución terráquea islámica, medida que se completaría con la
enseñanza de dicha joya del racionalismo universal a los niños de las madrasas,
a fin de que lleguen cabalmente descerebrados a mayores. Sus Hermanos
Musulmanes de sangre comparten, insisto, el mismo afán vampirizador de la
razón, aunque renunciaron a la violencia en los años 80 del pasado siglo y
gustan empezar la sagrada tarea por arriba, desde el gobierno, un par de
peldaños más cerca de Alá.
En ello andaban, con Morsi acumulando poderes a la Mubarak, con la Sharía
haciendo ya de las suyas en cuanto fuente del derecho, cuando se recrudecieron
los antagonismos con la oposición, que juzgaba, y con toda justicia,
traicionado su ideal democrático con tales medidas. Manifestaciones
gigantescas, de entre doce y veinte millones de personas –según quién cuente,
claro-, por numerosas ciudades egipcias exigiendo la dimisión de Morsi marcaron
el punto álgido del enfrentamiento. A partir de ahí no había vuelta atrás y
sólo la violencia marcaría la relación entre las partes.
En este punto no era tan difícil percibir al ejército, que había hecho
profesión de fe constitucional, como un deus
ex machina político, un poder super partes en grado de poner orden entre
los bandos y calma en la inquietud de la sociedad. Y lo era aún menos que se
auto-percibiese él, dada la fulgurante inestabilidad política ante la rebelión
popular, que le brindaba la coartada soñada; la ruina de la economía, que
llevaba a tirios y troyanos a la calle clamando contra la situación y su
supuesto culpable, el gobierno; la ola de inseguridad y violencia social, contra
las mujeres sobre todo, y, naturalmente, su propia tradición de Estado dentro
del Estado, siempre a la sombra del tirano de turno (por no decirlo al revés),
y que en relación con las normas le lleva a imponerlas más que a cumplirlas.
Con todo, ese conjunto de factores estimulantes del golpe no son a mi
juicio sino meras justificaciones post
factum, pero no causas del mismo. Lo más probable es que ni Estados Unidos,
ni la cosa Occidente, ni las mismas
potencias árabes que financian Egipto, salvo Qatar, aprobaran la advertencia
con perfume de amenaza un día proferida por Morsi al principio de su mandato, a
saber, que los días de la política exterior egipcia como títere de la
occidental habían terminado; que Egipto miraría por sus intereses y no por los
de sus amos, enviando la primera señal de su autonomía al replantear sus
relaciones con Irán. Un Egipto en pleno uso de su soberanía difícilmente
resulta tolerable para quienes financian su existencia, es decir, compran su
voluntad. La reacción británica tras el golpe, la más cínica de todas en sus
ecos hobbesianos, lo deja clarito por boca del jefe de su diplomacia, William
Hague: “No apoyamos las intervenciones militares en un sistema democrático,
pero trabajaremos con las actuales autoridades en Egipto”: ¡carta blanca al
golpe, pues! Apenas una semana después y ya el Ejército ha dado muerte a
docenas de militantes de Hamás en el Sinaí, detenido a centenares de ellos, y
vuelto a la particular guerra fría diplomática con Irán, al acusarle de
inmiscuirse en los asuntos internos egipcios por criticar la destitución del
Presidente.
Las reacciones internas al golpe dan de nuevo cuenta de la división de
la sociedad; los partidarios del depuesto Morsi parecía que no lo esperasen, y
muy posiblemente dicha apariencia se funde en el pacto entablado entre los
Hermanos Musulmanes y el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas al inicio de
la transición, en virtud del cual aquéllos asegurarían al Ejército una salida
digna del poder y garantizarían su autonomía con una fuerte financiación –o
sea: dejar las cosas como desde Nasser han sido-, y a cambio éste prepararía el
advenimiento de aquéllos al poder apartando todos los obstáculos que los no
islamistas interpusieran al mismo: desde los jóvenes partidarios de la
revolución hasta los cristianos, pasando por las mujeres, los partidos y
movimientos de la oposición entre otros. Ese fue el pacto antidemocrático hoy
quebrado por una de las partes, por lo que la engañada quizá debería tener en
cuenta ese fraude oculto que hizo a la sociedad antes de dar pábulo al
histrionismo en su desesperación por el asalto armado a la democracia. Por
supuesto, tiene razón al tildarlo de golpe de Estado, pero quizá debería
quejarse a Alá de que no le hubiera advertido de su bisoñez al creer que se puede
sujetar al diablo mediante el lazo de una simple promesa: o Alá o sus reclutas
deberían leer, también aquí, a Hobbes, aparte de comunicarse más entre sí.
En cambio, la parte marginada en el conciliábulo, a la que se sumaron
en principio islamistas de diverso pelaje, como los propios salafistas, y que
retiraron su apoyo al golpe luego de la matanza perpetrada por el Ejército
contra los Hermanos, ni siquiera lo considera una acción antidemocrática, sino
todo lo contrario: el cumplimiento de la ley de la necesidad invocada por la
democracia en aras de su auto-protección frente al autoritarismo político y totalitarismo
religioso islamista. Por ello, ni hablan de golpe: la intervención del
Ejército, dijo Mohamed El-Baradei, aunque se trate de una “medida dolorosa”
resulta necesaria al objeto de “evitar una guerra civil”.
Aclamar un golpe de Estado para evitar una guerra civil da idea de la
absoluta división de la sociedad, incapaz de encontrar un punto medio sobre el
que buscar acuerdos. Pero ello, por otro lado, significa asimismo legitimar al
Ejército como salvador de la democracia y perder la propia autonomía al
colocarse en la arena política bajo su manto protector. De rebote, aquél pierde
de golpe su potencial condición de poder super partes, algo que sólo en el
cinismo de sus dirigentes o en el candor de partidarios y detractores pudo
llegar a existir.
Naturalmente, una vez dado el golpe y depuesto el gobierno legítimo
–cada vez más autoritario, insisto, al erradicar los derechos humanos de la
política y sustituirlos por el autoritarismo y el totalitarismo, lo que le
enajenaba un amplísimo sector de la sociedad-, ¿quién podía imaginar que en
semejante contexto los islamistas se dedicasen a rezar o a algo parecido? Los
enfrentamientos de egipcios de ambos bandos entre sí con piedras o armas
blancas, el posterior asesinato por el Ejército de militantes islamistas
desalmados (y la ampliación del crimen cometida con las explicaciones del
mismo), más la resuelta determinación de las partes a no ceder en sus objetivos
anuncian que el golpe de Estado no ha hecho sino acelerar los enfrentamientos
civiles, es decir, agitar más cerca de la sociedad el espantajo de la guerra
civil. Y el proceso no lo detendrá la fijación de fechas para las nuevas
elecciones, porque los islamistas no consideran legítima dicha opción ni,
aunque lo hicieran, nada les garantiza que un nuevo triunfo suyo no terminase
como el anterior.
Por otro lado, nada garantiza a los demócratas y a los religiosos
moderados, que suelen coincidir entre sí, que una vez en el poder, o fuera de
él, los islamistas no contagien con su rabia religiosa todo lo que muerden, ya
que ése es su proyecto de sociedad. Por ello no cabe prever una solución al
conflicto -finalmente revelado en toda su desnudez con la desaparición del
tirano- hasta que una de las partes domine sin contestación a la otra o acepten
unas reglas de juego para ambos; y nunca habrá reglas de juego comúnmente
aceptadas si el islamismo no cambia naturaleza y práctica, por cuanto se trata
más de un factor de división que de integración de la sociedad. No que sus
practicantes vayan a volverse ateos, porque igual ni se reconocerían al mirarse
al espejo, pero sí deben asumir que la modernización de sus instituciones y su
conciencia es la condición sine qua non
para la paz pública, y que ello pasa por una radical transformación del islam
que lo relegue al ámbito privado, abandonando el sueño de un califa que
monopolice ambos poderes, e incluso la idea, aberrante, de un poder político al
que todo está permitido si dice actuar en el nombre de su divinidad. De lo
contrario, aunque se disfracen de caperucitas y blanqueen inocentemente sus
culitos con polvos de talco al acusar de antidemócratas a sus adversarios, la
democracia nunca pasará de ser en el mejor de los casos una cenicienta
ideológica en sus manos, y en el gran escenario de la sociedad la amenaza de
los tambores de guerra civil nunca dejará de resonar.