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Inmigrantes comunitarios

OPINIÓN de Sami Naïr.- El Tribunal de Justicia de la Unión Europea confirmó, hace unos meses, que la tendencia que observamos desde hace meses de renacionalización de la política europea en materia de legislación de extranjería e inmigración es, a partir de ahora, irreversible. Ya no se trata de limitar los derechos de los extranjeros no comunitarios, sino de situar prácticamente en el mismo plano a los inmigrantes comunitarios, que disponen, seguramente no por mucho más tiempo, del derecho de libre residencia en los países de la Unión. Esta evolución era inevitable, ya que Alemania, que ha fijado, desde 2010, las condiciones de recomposición del mercado europeo bajo su hegemonía imponiendo una política de austeridad destructiva para los países que no disponen de su mismo nivel de desarrollo económico y social, quiere hoy día, con el apoyo de los socialdemócratas, cambiar la concepción misma de la ciudadanía europea. Encontró un pretexto para dicha evolución al utilizar el caso de una ciudadana rumana que estaba efectivamente en una situación indefendible, al probarse que solicitaba acceso a derechos sociales aunque rechazaba buscar un trabajo. Según la argumentación alemana esta persona es el emblema de una situación de “turismo social”, insoportable para el contribuyente alemán.

Con la condena de este caso particular, la Corte de Luxemburgo deduce una regla general para todos los Estados europeos. Y sabemos que el Bundestag va a adoptar, a corto plazo, otra ley que permita la expulsión legal de aquellos comunitarios que hayan perdido su empleo durante más de seis meses. Esta ley dará vía libre a la arbitrariedad jurídica y a la explotación económica, puesto que obligará a los comunitarios, si desean quedarse en el país de su elección, a aceptar cualquier condición laboral. De esta forma, la ciudadanía europea deviene la expresión de un contrato leonino, es decir, el derecho del más fuerte. Lo que se está poniendo, de forma muy clara, en el punto de mira es el derecho de residencia de los comunitarios, que terminará reducido a su mínima expresión.

Pero, aún más grave, esta evolución de la legislación europea firma el fracaso hiriente de la Europa social. Desde 1986, fecha en la que se adopta el Acta Única, los europeos no han sabido ponerse de acuerdo sobre una base social mínima, que permitiera a los asalariados hacer frente, colectivamente como europeos, a los cambios de un mercado económicamente unificado pero sin legislación social común. Aquí se manifiesta, como en ninguna otra parte, el dramático fracaso del movimiento social europeo. Es esto lo que están pagando los sindicatos oficiales, con la emergencia, en la mayoría de los países tocados por la política de austeridad, de nuevas formas de lucha social y nuevas organizaciones sindicales. Con que la Europa social, promesa de los años noventa, hubiera sido esbozada, el mercado europeo no hubiera podido jamás imponer como lo hace hoy día su ley despiadada a los asalariados.

Sami Naïr
Politólogo y catedrático de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla, España)
Twitter: @CMA_UPO




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