Por Brian Whitaker, traducido por Manuel Talens
Los acontecimientos que están teniendo lugar en Túnez desde hace unos días me han recordado cada vez más otro que tuvo lugar en 1989: la caída del dictador rumano Nicolau Ceaucescu. ¿Será que el dictador tunecino va a correr la misma suerte?
Tras 22 años en el poder, el fin de Ceaucescu tuvo lugar de repente y de forma inesperada. Todo empezó cuando el gobierno hostigó a un sacerdote de etnia húngara por algo que había dicho. Hubo manifestaciones, pero el sacerdote cayó pronto en el olvido, pues rápidamente se convirtieron en protestas generalizadas contra el régimen de Ceaucescu. Los rumanos, por decirlo con suavidad, estaban más que hartos.
Los disturbios y las manifestaciones que se han sucedido en Túnez durante los últimos diez días también empezaron con un incidente menor. Mohamed Bouazizi, de 26 años y vecino de la ciudad provinciana de Sidi Bouziz, tenía un título universitario pero no había encontrado trabajo. Para ganar algún dinero se puso a vender fruta y legumbres sin licencia por las calles. Cuando las autoridades lo detuvieron y le confiscaron el género, le sentó tan mal que se autoinmoló.
Estallaron los disturbios y las fuerzas de seguridad cerraron todos los accesos a la ciudad. El miércoles, otro joven desempleado de Sidi Bouziz se subió a un poste de electricidad, gritó “¡No a la miseria, no al desempleo!”, tocó los cables y se electrocutó.
El viernes, los manifestantes de Menzel Bouzaiene prendieron fuego a coches de la policía, a una locomotora de tren, a la sede central del partido del gobierno y a una comisaría. Las fuerzas policiales, tras haber sido atacadas con cócteles molotov, dispararon a la multitud y mataron a un adolescente.
El sábado, las protestas habían llegado a la capital, Túnez, y ayer hubo una segunda manifestación.
Las noticias de estos acontecimientos han sido escasas, por no decir nulas. La prensa tunecina, por supuesto, está estrictamente controlada y las agencias internacionales de noticias han prestado poca atención a lo que allí ocurre: quizá se deba a que “no hay muchos muertos”, pero en el contexto de Túnez lo que está sucediendo es algo trascendental. Al fin y al cabo, se trata de un Estado policial en el que no suele haber disturbios ni manifestaciones y, desde luego, nunca de forma simultánea en pueblos y ciudades de todo el país.
Por eso, lo que estamos viendo allí, en primer lugar, es el fracaso de un sistema construido por el régimen a lo largo de muchos años para impedir que el pueblo se organice, comunique y luche.
En segundo lugar, una cantidad relativamente grande de tunecinos ha perdido el miedo y, a pesar del riesgo muy real que corren de detenciones y tortura, se niegan a sentirse intimidados.
Por último, estamos siendo testigos de la desaparición de un largo pacto con el diablo en el que, a cambio de aceptar una dictadura, las necesidades económicas y el bienestar del pueblo se dejaron en manos del Estado.
Oficialmente, las cifras de desempleo en Túnez se sitúan en torno al 13%, aunque en realidad pueden ser mucho más elevadas, sobre todo entre los titulados universitarios. Según un reciente estudio, el 25% de los varones y el 44% de las mujeres con estudios universitarios están desempleados en Sidi Bouziz, pues son víctimas de un sistema educativo que les ha dado estudios inservibles y expectativas ilusorias.
Parece ser que el régimen ha exagerado los progresos económicos de Túnez. Si fuesen verdad, dice la gente, ¿dónde está el dinero? Una de las respuestas es que está en los bolsillos de la familia de Ben Ali y sus compinches.
“La primera dama”, escribió el otro día el Dr. Larbi Sadiki, de la Universidad de Exeter, “es casi la reencarnación de Imelda Marcos de Filipinas, pero en vez de zapatos, Madame Leila colecciona casas, propiedades inmobiliarias y cuentas bancarias”. Luego está el yerno del presidente y posible sucesor, Mohamed Sakhe el-Matri, cuyo lujoso tren de vida y cuyos negocios describió tan elocuentemente el embajador usamericano en los documentos de Wikileaks.
El momento definitorio de la revolución rumana llegó cuando el presidente Ceaucescu y su mujer organizaron una manifestación de apoyo televisada en directo y, en vez de las aclamaciones que hasta entonces siempre habían recibido, la multitud los abucheó e interrumpió su discurso. Visiblemente sorprendidos, los Ceaucescu desaparecieron en el interior del edificio y todo el país se dio cuenta de que la fiesta se había terminado.
El presidente Ben Ali hasta ahora ha evitado ese error y la prensa oficial lo sigue ensalzando, pero un indicio de cómo andan las cosas puede estar en cómo se desarrolló la manifestación organizada por su Partido Constitucional la semana pasada en Sidi Bouziz: al parecer, un periodista ha declarado que el apoyo recibido fue más bien débil y fueron pocos los miembros del partido que se dignaron acudir.
El régimen proclama que los disturbios y las manifestaciones se deben a fuerzas siniestras no especificadas, lo cual suena poco entusiasta. El hecho de que haya desbloqueado a toda prisa 15 millones de dólares de ayuda económica destinada a Sidi Bouziz parece confirmar que los manifestantes tienen razón.
Lo importante ahora es saber qué piensan los miembros de las fuerzas de seguridad, los del partido del gobierno y los funcionarios, que son quienes han ayudado a mantener con vida al régimen durante los últimos 23 años. ¿Cuántos de ellos tienen familiares entre los desempleados? Y, lo más importante, ¿cuántos de ellos realmente creen que Ben Ali es el hombre que puede solucionar los problemas del país?
La mayoría de los regímenes árabes se basan en redes clientelistas para mantenerse en el poder, pero los apoyos que sustentan a Ben Ali parecen comparativamente escasos y cada vez más frágiles, como señaló el embajador usamericano el año pasado en uno de los documentos de Wikileaks, en el que describía a un régimen que ha perdido todo contacto con el pueblo, que no tolera ni consejos ni críticas y cuya corrupción es tan ostensible que “incluso los tunecinos de a pie están al tanto de ella”.
Puede que Ben Ali logre mantenerse en el poder, pero su régimen tiene un aire cada vez más evidente de fin de siècle. Llegó al poder en 1987 tras declarar al presidente Bourguiba inapto para el puesto. Es probable que sea sólo una cuestión de tiempo antes de que alguien le envíe a su vez el mismo mensaje.
Los acontecimientos que están teniendo lugar en Túnez desde hace unos días me han recordado cada vez más otro que tuvo lugar en 1989: la caída del dictador rumano Nicolau Ceaucescu. ¿Será que el dictador tunecino va a correr la misma suerte?
Tras 22 años en el poder, el fin de Ceaucescu tuvo lugar de repente y de forma inesperada. Todo empezó cuando el gobierno hostigó a un sacerdote de etnia húngara por algo que había dicho. Hubo manifestaciones, pero el sacerdote cayó pronto en el olvido, pues rápidamente se convirtieron en protestas generalizadas contra el régimen de Ceaucescu. Los rumanos, por decirlo con suavidad, estaban más que hartos.
Los disturbios y las manifestaciones que se han sucedido en Túnez durante los últimos diez días también empezaron con un incidente menor. Mohamed Bouazizi, de 26 años y vecino de la ciudad provinciana de Sidi Bouziz, tenía un título universitario pero no había encontrado trabajo. Para ganar algún dinero se puso a vender fruta y legumbres sin licencia por las calles. Cuando las autoridades lo detuvieron y le confiscaron el género, le sentó tan mal que se autoinmoló.
Estallaron los disturbios y las fuerzas de seguridad cerraron todos los accesos a la ciudad. El miércoles, otro joven desempleado de Sidi Bouziz se subió a un poste de electricidad, gritó “¡No a la miseria, no al desempleo!”, tocó los cables y se electrocutó.
El viernes, los manifestantes de Menzel Bouzaiene prendieron fuego a coches de la policía, a una locomotora de tren, a la sede central del partido del gobierno y a una comisaría. Las fuerzas policiales, tras haber sido atacadas con cócteles molotov, dispararon a la multitud y mataron a un adolescente.
El sábado, las protestas habían llegado a la capital, Túnez, y ayer hubo una segunda manifestación.
Las noticias de estos acontecimientos han sido escasas, por no decir nulas. La prensa tunecina, por supuesto, está estrictamente controlada y las agencias internacionales de noticias han prestado poca atención a lo que allí ocurre: quizá se deba a que “no hay muchos muertos”, pero en el contexto de Túnez lo que está sucediendo es algo trascendental. Al fin y al cabo, se trata de un Estado policial en el que no suele haber disturbios ni manifestaciones y, desde luego, nunca de forma simultánea en pueblos y ciudades de todo el país.
Por eso, lo que estamos viendo allí, en primer lugar, es el fracaso de un sistema construido por el régimen a lo largo de muchos años para impedir que el pueblo se organice, comunique y luche.
En segundo lugar, una cantidad relativamente grande de tunecinos ha perdido el miedo y, a pesar del riesgo muy real que corren de detenciones y tortura, se niegan a sentirse intimidados.
Por último, estamos siendo testigos de la desaparición de un largo pacto con el diablo en el que, a cambio de aceptar una dictadura, las necesidades económicas y el bienestar del pueblo se dejaron en manos del Estado.
Oficialmente, las cifras de desempleo en Túnez se sitúan en torno al 13%, aunque en realidad pueden ser mucho más elevadas, sobre todo entre los titulados universitarios. Según un reciente estudio, el 25% de los varones y el 44% de las mujeres con estudios universitarios están desempleados en Sidi Bouziz, pues son víctimas de un sistema educativo que les ha dado estudios inservibles y expectativas ilusorias.
Parece ser que el régimen ha exagerado los progresos económicos de Túnez. Si fuesen verdad, dice la gente, ¿dónde está el dinero? Una de las respuestas es que está en los bolsillos de la familia de Ben Ali y sus compinches.
“La primera dama”, escribió el otro día el Dr. Larbi Sadiki, de la Universidad de Exeter, “es casi la reencarnación de Imelda Marcos de Filipinas, pero en vez de zapatos, Madame Leila colecciona casas, propiedades inmobiliarias y cuentas bancarias”. Luego está el yerno del presidente y posible sucesor, Mohamed Sakhe el-Matri, cuyo lujoso tren de vida y cuyos negocios describió tan elocuentemente el embajador usamericano en los documentos de Wikileaks.
El momento definitorio de la revolución rumana llegó cuando el presidente Ceaucescu y su mujer organizaron una manifestación de apoyo televisada en directo y, en vez de las aclamaciones que hasta entonces siempre habían recibido, la multitud los abucheó e interrumpió su discurso. Visiblemente sorprendidos, los Ceaucescu desaparecieron en el interior del edificio y todo el país se dio cuenta de que la fiesta se había terminado.
El presidente Ben Ali hasta ahora ha evitado ese error y la prensa oficial lo sigue ensalzando, pero un indicio de cómo andan las cosas puede estar en cómo se desarrolló la manifestación organizada por su Partido Constitucional la semana pasada en Sidi Bouziz: al parecer, un periodista ha declarado que el apoyo recibido fue más bien débil y fueron pocos los miembros del partido que se dignaron acudir.
El régimen proclama que los disturbios y las manifestaciones se deben a fuerzas siniestras no especificadas, lo cual suena poco entusiasta. El hecho de que haya desbloqueado a toda prisa 15 millones de dólares de ayuda económica destinada a Sidi Bouziz parece confirmar que los manifestantes tienen razón.
Lo importante ahora es saber qué piensan los miembros de las fuerzas de seguridad, los del partido del gobierno y los funcionarios, que son quienes han ayudado a mantener con vida al régimen durante los últimos 23 años. ¿Cuántos de ellos tienen familiares entre los desempleados? Y, lo más importante, ¿cuántos de ellos realmente creen que Ben Ali es el hombre que puede solucionar los problemas del país?
La mayoría de los regímenes árabes se basan en redes clientelistas para mantenerse en el poder, pero los apoyos que sustentan a Ben Ali parecen comparativamente escasos y cada vez más frágiles, como señaló el embajador usamericano el año pasado en uno de los documentos de Wikileaks, en el que describía a un régimen que ha perdido todo contacto con el pueblo, que no tolera ni consejos ni críticas y cuya corrupción es tan ostensible que “incluso los tunecinos de a pie están al tanto de ella”.
Puede que Ben Ali logre mantenerse en el poder, pero su régimen tiene un aire cada vez más evidente de fin de siècle. Llegó al poder en 1987 tras declarar al presidente Bourguiba inapto para el puesto. Es probable que sea sólo una cuestión de tiempo antes de que alguien le envíe a su vez el mismo mensaje.