Por Jorge Gómez Barata
Prácticamente para todas las ciencias y esferas del conocimiento, (con excepción de la arqueología), el pasado remoto es referencia o paradigma, nunca precepto que condiciona el presente. No ocurre así con interpretaciones que asumen la teoría revolucionaria con la misma actitud con que los teólogos ortodoxos se aferran a la Biblia, el Talmud o el Corán.
Raras veces se presencia una polémica en la derecha, hecho frecuente en el seno de la izquierda cuyos pensadores padecen el síndrome del: ¿Qué dirán nuestros camaradas? La preocupación por el juicio ajeno no es ociosa porque la intolerancia y el sectarismo son atributos de cierta izquierda que en nombre de la pureza ideológica y la firmeza ante los adversaros de clase, se empeña en buscar esquiroles en sus filas y no lo piensa demasiado endilgar a un compañero de luchas calificativos como: revisionistas o liberales, incluso los más gruesos como traidor o renegado.
La izquierda tolerante con el adversario con el que puede incluso aliarse, es intransigente con sus efectivos. El stalinismo exageró aquel defecto y hubo épocas en la cuales, para polemizar, además de lucidez, se necesitaba valor.
De haber tenido la oportunidad y los medios para hacerlo, ante la crisis política que de los años noventa del siglo XX condujo a la desaparición de la Unión Soviética y al fin del socialismo real en los países de Europa Oriental, la izquierda mundial de matriz marxista, debió preguntarse: ¿Qué hacer?
Aquella reflexión, entonces sólo posible como hipótesis académica, seguramente habría conducido a la conclusión de que el socialismo es posible, deseable e históricamente inevitable aunque no del modo como en Rusia, y Europa Oriental se intentó. Ciento sesenta años después de haber debutado en la Europa del Manifiesto Comunista y de las revoluciones de 1848 y a veinte del fin de la experiencia bolchevique, la izquierda debió haber aprendido que para ser funcional debe tener un proyecto viable y que al menos la vanguardia sepa cómo hacerlo.
La dificultad comienza porque para hacerlo de la manera como se intentó en la Unión Soviética y Europa del Este, se necesitaría cambiar el curso de la historia; una tarea equivalente a modificar la rotación del planeta. El capitalismo, denominado así por Carlos Marx, no es una forma de gobierno ni un sistema político, sino un peldaño en el desarrollo de la civilización, una formación económica y social y un modo de producción.
Al hurgar en los libros y con la experiencia histórica a la vista, parece absurdo creer que los pensadores más avanzados, entre ellos Carlos Marx, propusieran aniquilar violentamente al más exitoso de los modos de producción, creador de una formidable base productiva y de procedimientos de gerencia extraordinariamente eficaces. La apuesta por una especie de Armagedón que hará desaparecer al capitalismo y abrirá oportunidades al socialismo, no es sostenible.
Como el científico que fue, Marx investigó el capitalismo descubriendo que era perecedero, no porque fracasaría económicamente, sino porque sería incapaz de distribuir con justicia lo que producía con eficiencia, llegándose a un punto en el cual la propiedad privada y las relaciones mercantiles, como él las conoció, se transformarían en un freno para el desarrollo de las fuerzas productivas.
Carlos Marx nunca auspició conspiraciones ni estimuló la actividad política clandestina y tal vez lo hubiera aterrado pensar que el camino que conduciría a esa nueva época histórica, pasaría por una aniquiladora guerra civil que dividiría a las gentes y arruinaría la economía. Al concebir como escenario de esos procesos a países altamente desarrollados, no supuso que la edificación de una base económica sería una tarea fundamental. El término “construcción del socialismo” no es de su autoría.
Desde una atalaya científica, percibió el advenimiento socialismo, no como un gobierno mejor que los demás, sino como una categoría histórica, una nueva formación social que, llegado el momento, por efecto de realidades objetivas y de leyes históricas, sustituiría al capitalismo ocupando el espacio de toda una época.
Aunque haya militantes verticales que desconfíen o se mofen de estas percepciones academicistas, ellas no desmienten los esfuerzos realizados por Lenin quien, en una excepcional coyuntura histórica, aprovechó una oportunidad que nunca más se ha repetido y trató de tomar por un atajo para realizar de otro modo las transformaciones que Marx había avizorado. Lo curioso es que, de no anteponerse la adversidad que significó la muerte, tal vez lo hubiera logrado y de haber vivido para ver su esfuerzo, probablemente Marx lo hubiera saludado.
El modo como actualmente se le enfoca en varios procesos latinoamericanos en los cuales con unas u otras etiquetas y a veces sin ninguna el socialismo transita por las estructuras del poder político y del Estado de Derecho de origen liberal mediante democracias participativas empeñadas en la lucha contra la pobreza, por la inclusión social, el desarrollo y los derechos humanos en su más amplia acepción son expresiones viables del socialismo.
No se trata de avergonzarse o renegar de aquello en lo que antes se creyó, como tampoco de sostener a ultranza artículos de fe, sino de avanzar y comprender la teoría y la práctica revolucionaria en el marco de sus condicionamientos históricos. En los ámbitos filosóficos también puede funcionar la unidad en la diversidad.
La idea de tomar el poder político y hacer la revolución por medio de batallas al estilo de la Comuna de París o del asalto al Palacio de Invierno de los zares rusos, incluso mediante luchas armadas, desaparecer a la burguesía como clase, suprimir violentamente la propiedad capitalista y establecer la dictadura del proletariado, forman la prehistoria de la actual comprensión de la revolución social. Aquellas tesis son una referencia, no una receta.
Allá nos vemos.
La Habana, 31 de diciembre de 2010
Prácticamente para todas las ciencias y esferas del conocimiento, (con excepción de la arqueología), el pasado remoto es referencia o paradigma, nunca precepto que condiciona el presente. No ocurre así con interpretaciones que asumen la teoría revolucionaria con la misma actitud con que los teólogos ortodoxos se aferran a la Biblia, el Talmud o el Corán.
Raras veces se presencia una polémica en la derecha, hecho frecuente en el seno de la izquierda cuyos pensadores padecen el síndrome del: ¿Qué dirán nuestros camaradas? La preocupación por el juicio ajeno no es ociosa porque la intolerancia y el sectarismo son atributos de cierta izquierda que en nombre de la pureza ideológica y la firmeza ante los adversaros de clase, se empeña en buscar esquiroles en sus filas y no lo piensa demasiado endilgar a un compañero de luchas calificativos como: revisionistas o liberales, incluso los más gruesos como traidor o renegado.
La izquierda tolerante con el adversario con el que puede incluso aliarse, es intransigente con sus efectivos. El stalinismo exageró aquel defecto y hubo épocas en la cuales, para polemizar, además de lucidez, se necesitaba valor.
De haber tenido la oportunidad y los medios para hacerlo, ante la crisis política que de los años noventa del siglo XX condujo a la desaparición de la Unión Soviética y al fin del socialismo real en los países de Europa Oriental, la izquierda mundial de matriz marxista, debió preguntarse: ¿Qué hacer?
Aquella reflexión, entonces sólo posible como hipótesis académica, seguramente habría conducido a la conclusión de que el socialismo es posible, deseable e históricamente inevitable aunque no del modo como en Rusia, y Europa Oriental se intentó. Ciento sesenta años después de haber debutado en la Europa del Manifiesto Comunista y de las revoluciones de 1848 y a veinte del fin de la experiencia bolchevique, la izquierda debió haber aprendido que para ser funcional debe tener un proyecto viable y que al menos la vanguardia sepa cómo hacerlo.
La dificultad comienza porque para hacerlo de la manera como se intentó en la Unión Soviética y Europa del Este, se necesitaría cambiar el curso de la historia; una tarea equivalente a modificar la rotación del planeta. El capitalismo, denominado así por Carlos Marx, no es una forma de gobierno ni un sistema político, sino un peldaño en el desarrollo de la civilización, una formación económica y social y un modo de producción.
Al hurgar en los libros y con la experiencia histórica a la vista, parece absurdo creer que los pensadores más avanzados, entre ellos Carlos Marx, propusieran aniquilar violentamente al más exitoso de los modos de producción, creador de una formidable base productiva y de procedimientos de gerencia extraordinariamente eficaces. La apuesta por una especie de Armagedón que hará desaparecer al capitalismo y abrirá oportunidades al socialismo, no es sostenible.
Como el científico que fue, Marx investigó el capitalismo descubriendo que era perecedero, no porque fracasaría económicamente, sino porque sería incapaz de distribuir con justicia lo que producía con eficiencia, llegándose a un punto en el cual la propiedad privada y las relaciones mercantiles, como él las conoció, se transformarían en un freno para el desarrollo de las fuerzas productivas.
Carlos Marx nunca auspició conspiraciones ni estimuló la actividad política clandestina y tal vez lo hubiera aterrado pensar que el camino que conduciría a esa nueva época histórica, pasaría por una aniquiladora guerra civil que dividiría a las gentes y arruinaría la economía. Al concebir como escenario de esos procesos a países altamente desarrollados, no supuso que la edificación de una base económica sería una tarea fundamental. El término “construcción del socialismo” no es de su autoría.
Desde una atalaya científica, percibió el advenimiento socialismo, no como un gobierno mejor que los demás, sino como una categoría histórica, una nueva formación social que, llegado el momento, por efecto de realidades objetivas y de leyes históricas, sustituiría al capitalismo ocupando el espacio de toda una época.
Aunque haya militantes verticales que desconfíen o se mofen de estas percepciones academicistas, ellas no desmienten los esfuerzos realizados por Lenin quien, en una excepcional coyuntura histórica, aprovechó una oportunidad que nunca más se ha repetido y trató de tomar por un atajo para realizar de otro modo las transformaciones que Marx había avizorado. Lo curioso es que, de no anteponerse la adversidad que significó la muerte, tal vez lo hubiera logrado y de haber vivido para ver su esfuerzo, probablemente Marx lo hubiera saludado.
El modo como actualmente se le enfoca en varios procesos latinoamericanos en los cuales con unas u otras etiquetas y a veces sin ninguna el socialismo transita por las estructuras del poder político y del Estado de Derecho de origen liberal mediante democracias participativas empeñadas en la lucha contra la pobreza, por la inclusión social, el desarrollo y los derechos humanos en su más amplia acepción son expresiones viables del socialismo.
No se trata de avergonzarse o renegar de aquello en lo que antes se creyó, como tampoco de sostener a ultranza artículos de fe, sino de avanzar y comprender la teoría y la práctica revolucionaria en el marco de sus condicionamientos históricos. En los ámbitos filosóficos también puede funcionar la unidad en la diversidad.
La idea de tomar el poder político y hacer la revolución por medio de batallas al estilo de la Comuna de París o del asalto al Palacio de Invierno de los zares rusos, incluso mediante luchas armadas, desaparecer a la burguesía como clase, suprimir violentamente la propiedad capitalista y establecer la dictadura del proletariado, forman la prehistoria de la actual comprensión de la revolución social. Aquellas tesis son una referencia, no una receta.
Allá nos vemos.
La Habana, 31 de diciembre de 2010