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El humor negro de las dictaduras

Por Robert Fisk

En una antigua y bastante manoseada tienda de regalos del distrito Zamalek, en El Cairo, pregunté esta semana al dueño si tenía a la venta una foto de Saad Zaghloul. Más tardé en decirlo que él en sacar de una bolsa de papel de la trastienda un retrato del prócer, padre de la verdadera lucha por la independencia de Egipto, héroe de 1919, cuando el pueblo –seculares y religiosos, musulmanes y coptos, hombres y mujeres por igual– se levantó en manifestaciones callejeras y huelgas industriales para exigir su libertad de Gran Bretaña. Suena familiar y hay razón para que lo sea. He aquí una cita de El despertar del Egipto moderno, de Mohammed Rifaat, que pudo haber sido escrita por cualquiera de nosotros en las semanas recientes.

“El emblema revolucionario de la media luna abrazando la cruz, que se ha puesto en alto en las procesiones y funerales, en mezquitas e iglesias, ha demostrado desde entonces la unión entre los elementos de nación… durante la revuelta, con sus hermanos, maridos y otros hombres, exponiéndose a las penas más severas, las mujeres no podían sino tomar parte en la lucha de los hombres por la libertad y la independencia.”

Vi los estandartes de la media luna y la cruz la semana pasada en la plaza Tahrir, sin recordar su antecedente histórico de hace casi un siglo. Leer el relato de Rifaat es correr la versión original en blanco y negro de una película. La propagación de huelgas por todo Egipto, el corte de líneas ferroviarias, la brutalidad de la represión –en 1919 por soldados británicos que usaban balas de verdad en vez de las cachiporras y el gas lacrimógeno de los matones de Mubarak–: fue un modelo casi perfecto de lo que ocurriría en El Cairo casi un siglo después. Y en 1919 hasta el presidente estadunidense hizo un acto digno de Obama: en vez de adherirse a su evangelio de autodeterminación para todas las razas y apoyar a los demócratas egipcios, de inmediato reconoció el protectorado británico sobre Egipto.

La economía egipcia estaba tan quebrantada que llevaron a Talaat Harb para que escribiera un informe sobre cómo hacer el sistema financiero del país menos dependiente de las importaciones. La estatua de Harb se levanta en la plaza que lleva su nombre, poco más allá de la plaza Tahrir, en tanto la de Zaghloul está en un pedestal más alto, en la esquina oeste del Puente de los Leones, sobre el Nilo.

La efigie de Zaghloul, quien fue deportado a las Seychelles por los británicos –como de costumbre, lo sacamos de allí para hacerlo primer ministro cuando convino a nuestros intereses–, quedó envuelta en el humo de las granadas de gas lacrimógeno cuando los manifestantes por la democracia finalmente combatieron a los policías y a su mafia no uniformada, el pasado 28 de enero. En mi fotografía es un anciano de ojos entrecerrados y párpados arrugados, de bigote cano, vestido de traje con corbata y cuello alto: un rostro que podría ser el de un campesino del Nilo si no fuera por el tarbuch otomano en la cabeza. Está sentado en un ornamentado sillón seudo Luis XVI.

Cuando regresé a Beirut, mi enmarcador de fotos quería ponerle un marco grueso de color café, como de abuelo, que le daba un aspecto de pariente finado. Probé con uno rojo, que lo hacía ver como un revolucionario ruso. Luego verde, que sugería que pudo haber sido fundador de la vieja Hermandad Musulmana.

Aunque me fascinan los hombres del pasado, ahora todos estamos clavados en el destino de Mubarak. ¿Está enfermo, agonizando en Alemania? ¿Qué lo poseyó para aferrarse tanto y tan inútilmente? ¿Qué poseyó a Clinton –y a Obama– para tolerarlo en las primeras dos semanas de la nueva revolución egipcia? Como visitante frecuente de Washington, creo que puedo entender.

En Washington la presidencia, el Departamento de Estado y el Pentágono están tan esclavizados a todo lo de Israel, que la inteligencia israelí –la cual, por sus propias razones, quería mantener a Mubarak de dictador– tiene más peso que los reportes diplomáticos estadunidenses o sus propios archivos de inteligencia. Por eso Robert Gates elogió la prudencia del ejército egipcio cuando debió haber encomiado la de los millones de manifestantes. Por eso Clinton habló todavía en los primeros días de la estabilidad de Egipto. Y por eso Obama, después de la revolución, escogió encabezar su respuesta a este acontecimiento crucial elogiando a Egipto por mantener sus tratados de paz, como el que tiene con Israel. En esto Obama se vio muy astuto, porque sin duda sabe que el único (repito: el único) tratado de paz que tiene Egipto es con Israel. Sus otros vecinos son amigos.

Cierto, los estadunidenses están todos en Babia. Como estuvieron cuando lo de Túnez. Ahora resulta, gracias a una auténtica primicia de Le Monde, que el presidente Ben Alí en realidad no quería huir de su país. Planeaba llevar a su familia inmediata a un refugio seguro en Riad y volver a Túnez a la mañana siguiente para continuar su reinado. Sólo cuando la tripulación de Tunisair llegó a Arabia Saudita y vio en la sala VIP del aeropuerto que Al Jazeera anunciaba el derrocamiento de Ben Alí, llamó a Túnez y recibió un nuevo plan de vuelo para despegar a la 1:30 del día siguiente. Discretamente emprendió el vuelo mientras el presidente dormía, y Ben Alí se quedó sin avión en Riad. Recordatorio a todos los pasajeros de aerolíneas: no confíen en su tripulación, sobre todo si ha estado viendo Al Jazeera.

Sin embargo, la farsa de la dictadura continúa –porque el humor negro de los atroces regímenes que han humillado al mundo árabe tiene un fuerte sabor de comedia. ¿Podría haber, por ejemplo, un símbolo más terrible de este mundo oscuro que esa joven siria de 19 años llevada a rastras esta semana a un tribunal especial de seguridad en su país –encadenada y vendada de los ojos, por Dios– para ser sentenciada por utilizar la Internet para revelar información que debió permanecer en secreto a una potencia extranjera? Su verdadero crimen fue pedir un papel en fraguar el futuro de su país y quejarse de que Obama debía hacer más por los palestinos. Vestida de pantalones y gorro de lana –las prisiones en Siria no tienen calefacción central–, recibió una sentencia a cinco años.

Obama, por supuesto, guardó un silencio ratonero, igual que cuando la policía egipcia robó unos autos de la embajada estadunidense en El Cairo y los usó para atropellar manifestantes en las calles. Sólo cuando imágenes en video revelaron la identidad de los vehículos blindados reconoció la embajada que los habían robado de allí. No lo informó antes porque, sobra decirlo, no quería revelar que fueron los esbirros de Mubarak quienes se los llevaron.

De vuelta en el paraíso de Beirut –y sí, se acerca una tremenda e incendiaria batalla entre Hezbolá en el gobierno y la oposición democrática que ha gobernado Líbano desde el asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri, hace seis años–, tengo que decidirme sobre el marco para la fotografía de Zaghloul. Al final –como si ustedes no lo hubieran adivinado ya– le puse un marco dorado.




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