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Rodolfo Valentino, Antonio Banderas y... ¡¡Baltasar Garzón!!

Por Carlos Tena

No tengo palabras para expresar las emociones contrapuestas que inundaron mi alma, al conocer el estreno en Berlín de un documental, dirigido por la cineasta catalana Isabel Coixet (Barcelona, 1960), en el que el controvertido juez Baltasar Garzón, ya convertido en estrella, cuenta sus penas y reivindicaciones al escritor Manuel Rivas, denunciando el contubernio contra sus supuestas investigaciones, lamentando la suspensión de sus funciones, pero no explicando, con los libros de derecho en la mano, los artículos utilizados por sus colegas a la hora de su procesamiento y separación del servicio.

Coixet se ha prestado a dramatizar una larga entrevista, en el mejor estilo de los reality show, alegando que “España necesita personas como él”. No precisó para qué, pero sí dejó clara su debilidad por el personaje en cuestión. Otros muchos cuestionan al protagonista de ese enternecedor documental titulado “Escuchando al juez Garzón”.

Ni Coixet, ni Rivas, le inquieren acerca de las denuncias por tortura y malos tratos, que fueron llegaron al despacho del hoy sacralizado juris-imprudente. Baltasar usó la papelera como argumento o las desestimó por falta de pruebas. Quería hechos, pero no sacaba a relucir su convicción moral, que en el caso de los ciudadanos/as vascos/as detenidos/as llenaba los resultandos y fallos condenatorios que remató con su firma. En esas sentencias no alegaba más pruebas que su convicción moral, detalle que en puro derecho no debería poseer más valor jurídico que una sonrisa de complicidad.

Comprendo muy bien a quienes han hecho de Garzón su mártir necesario. Hay ocasiones en que, careciendo de estrellas rutilantes, resulta más cómodo y beneficioso inventarlas. Isabel Coixet ha querido colocar a uno de sus ídolos en la gran pantalla, en un certamen que conoce de cerca (fue miembro del Jurado en dos ocasiones, además de haber presentado dos de sus obras: Mi vida sin mí y Elegía), para tras el estreno organizar una rueda de prensa multitudinaria, que no tenía como meta otro objetivo que convertirse en hagiógrafa de un juez, cuya megalomanía y ambición política y profesional quedaron en entredicho a lo largo de dos décadas. Un juez que prefirió lavar su conciencia en las palanganas de Videla y Pinochet, porque la que se escondía bajo el manto del Borbón, que contiene también sangre de miles de inocentes, era mejor no tocarla. Ausencia de deontología. Cero en conducta.

Sin embargo, no pongo en duda las dotes artísticas del juez. Aquel teatro que Garzón supo montar en el escenario shakesperiano de un Londres gris, húmedo y veladamente democrático, persiguiendo inútilmente al dictador chileno, se saldaba con la negativa a procesar al asesino de Víctor Jara, resguardado tanto por la Cámara de los Lores, la Casa Blanca y la Zarzuela. Su tentativa de convertirse en un Simon Wiesenthal a la española, desprendió siempre un sospechoso tufo a chapuza barroca.

Me vino a la memoria aquella escena del Augusto, balanceando la capa en las exequias de su compadre Franco, sonriendo beatíficamente al nuevo jefe de estado, Juan Carlos de Borbón (y viceversa), a pocos metros de las Cortes, con una calle repleta de franquistas, cuyos hijos ocupan hoy muchos de los escaños del PPSOE, sin que ese hemiciclo haya vivido todavía un momento que demandan millones de demócratas: el de la condena del régimen anterior y la reparación del inmenso daño causado, la anulación de las sentencias, la restauración del honor de todas las víctimas de aquel infame terrorismo de estado, la compensación económica para todas ellas (aunque otras detenten tal prebenda) y la búsqueda de los restos de sus seres enterrados en fosas comunes. Cientos de miles, como los niños robados a sus padres y madres, a quienes hoy se comienza a encontrar tras las denuncias por la impunidad que ha cubierto ese robo inhumano. Hubiera sido otra película, otros personajes, otro argumento mucho más necesario para esa España a la que alude la directora.

Ningún reality show sobre este personaje llamado Garzón estremecerá a los espectadores informados, quienes por encima de una supuesta buena voluntad por parte del entrevistado, podrían hurgar en el oportunismo típico de quien sabe el final del viaje. La inutilidad profesional. Coixet no ha logrado nada digno, excepto colocar a su protomártir en la escena de la Berlinale. Una presunta víctima, más Manolito que latin lover, luciendo birrete y toga, prendas que jamás adornaron a Rodolfo Valentino o que de momento, aún no ha vestido Antonio Banderas.

Coixet ha considerado que don Baltasar es una víctima del régimen de Zapatero. Hay personas que pensamos todo lo contrario acerca de este rey mago sin regalos, pero aspirante al Oro del Banco de Santander, al Incienso de los ingenuos bienintencionados, que le apoyaron en su conato de hallar justicia para con los desaparecidos de la rebelión fascista de 1936, y a la espesa, resbalosa y aromática Mirra con que la realizadora catalana ha untado al personaje.

Lo siento, señora Coixet. Le deseo muchos éxitos en su carrera, pero en lo personal lamento decirle que su intento de glorificar al mentado, podría caer en un talego sin fondo.

Tal vez en los próximos años, cuando millones de parados españoles tengan que optar por un trabajo en Alemania, para dar de comer a los suyos, pueda usted presentar un documental sobre un tema de mayor utilidad para esa España que, según sus palabras, tanto necesita de personajes como el elegido.




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