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Imperfección demente

Crítica de Black Swan
Por Jos Rodríguez        

Que Aronofsky es uno de los creadores más interesantes de la actualidad no es ningún secreto. El director americano de sangre polaca intenta reinventarse en cada película e ir un poco más allá en su elaborada y extensa macro-tesis sobre su tema más recurrente: la locura ascendente como única posibilidad para lograr el éxito y la catarsis personal. Algo necesario, que tienes que desear por encima de familia, amigos, la propia existencia y, si, la felicidad. Ya en la inquietante Pí o The Wrestler (donde consigue que Rourke rompa la barrera de lo puramente humano para transformarse en un monstruo física y psicológicamente) incidía en el mismo asunto que nos muestra ahora en la brillante Black Swan. Almas perdidas que ya dieron lo mejor de si mismos (o no pueden dar más de sí) y deben sacar fuerzas de flaqueza para superar sus demonios internos tratando de ser útiles para la sociedad y, más interiormente, para encontrar el significado de su vida. Es esta, por tanto, una obra sobre el propio Aranofsky. Sobre sus dudas, sus miedos, sus excentricidades, sus tics, sus deseos, su anhelo de manifestar que la locura marca el devenir de su carrera. En resumen, que sin estar algo trastornado es imposible crear algo de calidad ya que, crear es imaginar y ese acto ya implica la salida (mental)del mundo real para peregrinar por otros derroteros fuera de nuestro alcance.


Las armas que emplea el director de The Fountain para ilustrar ese estado psicológico son varias y diversas. Por un lado, el film es totalmente consciente de su tempo y lo aprovecha para introducirnos en la mente de Nina (Natalie Portman) desde el primer fotograma. Ella es el guión, la historia, los giros, el punto de no retorno y, sobre todo, su cabeza es el ritmo y estado anímico por el que Aranofsky nos guía de forma desbocada. Los primeros minutos tenemos la sensación (es una película de sensaciones, siempre a flor de piel) de transitar por un escenario que ya hemos visitado con anterioridad en Eva al Desnudo o Las Zapatillas Rojas, claros referentes. Pero a medida que avanza el metraje y Nina se deja llevar (como tantas veces le ha sugerido el personaje de Cassel), nos sumergimos en un mundo frenético y exaltado donde nada es lo que parece y el juego de espejos que no deja de engañarnos (ojo, nos engaña pero no nos estafa) alcanza más similitudes con Fraude, de Orson Welles o cualquier película de Hitchcock que con las obras maestras de Mankiewicz y Powell/Pressburger. La reverencia nunca excesiva profesada a estos films es la clave para entender que lo que se pretende aquí es mostrar la destrucción de un ser pretendidamente puro y no labrar un producto homenaje al ballet, usado como mero vehículo estético para otros fines más oscuros y, porque no, pedagógicos como ya ocurriera en Raging Bull o Fat City.

La radicalidad de la propuesta sugiere que se establezcan dos bandos en mitad de la proyección: los que se entregan y se quitan el cinturón de seguridad para derrapar sin leyes por las carreteras de la demencia o los que hace rato se bajaron a repostar y coger fuerzas para aguantar los minutos restantes, desbordados ante la abusiva potencia visual de la que son testigos. Esa perfección imperfecta que se esfuerza por mostrar (siempre con éxito) en pantalla es la misma de la que hace gala la propia película, jugando así la baza de esa especie de telerealidad en la que el protagonista absoluto es la cabeza de un espectador confundido y al mismo tiempo admirado por unos fuegos artificiales psicológicos de altura, solo al alcance de una mente que en algún momento de su vida ha tenido que estar enferma. Las figuras femeninas que habitan en la trama son claros ejemplos de la propia autoridad auto impuesta por Nina de las que tendrá que deshacerse si quiere liberarse y bordar el Cisne Negro tanto como ya hace lo propio con el Cisne Blanco. La madre, la amiga y la heroína representan la autoridad, la rivalidad y la admiración más extrema, dando lugar a una lucha interna por vencerlas y, de esa forma, culminar su apoteósica transformación en el susodicho Cisne Negro, acto al que solo podría llegar sola y en una apariencia psíquica totalmente destrozada.

La arrasadora personalidad del director sale a relucir en los últimos 40 minutos, donde la montaña rusa de emociones y sentimientos alcanza niveles decididamente histéricos, anárquicos y tóxicos. Entregando así un clímax ascendente de más de media hora ofreciéndonos una bestial combinación visual y sonora donde las fusiones entre medios dan como resultado un espectáculo colorido, pretendidamente descontrolado, un altísimo ritmo y la mezcla de géneros tan dispares como el thriller, fantástico, drama y terror. Como consecuencia de todo este popurrí, el espectador queda aturdido y con un extraño sentimiento de culpa por degustar como un manjar exótico y desconocido, el deterioro físico y mental de un ser humano límpido que lucha por transformarse en turbio. Pero también con una sensación reconfortante de que está presenciando un clásico instantáneo del séptimo arte. No sería justo acabar esta crítica sin destacar la sobrehumana actuación de Natalie Portman, absolutamente absorbente en cada fotograma, entregando cuerpo y alma a un personaje tan desquiciado como puede ser el Joker de Ledger o el Mozart de Hulce en Amadeus. En la ficción lucha por completar el Cisne Negro tan bien como ejecuta el Cisne Blanco, pero a nivel interpretativo ese objetivo es conseguido desde el mismo momento que la vemos blandir los brazos deseando que se conviertan en las funestas alas de Black Swan, en la que es, sin duda, la mejor actuación y la mejor obra de 2010.

http://twitter.com/jlamotta23




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