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¿Poesía y rock en España?

Por Carlos Tena  

Que nadie me tilde de antipatriota si afirmo, de entrada, que el rock y la poesía, al menos en España (como en Francia, Italia o Alemania), han sido temas tan bien relacionados, como la monarquía y yo mismo.

O sea, no habido en más medio siglo una mayor desconexión, salvando lógicas excepciones, entre esa música asimilada a trancas y barrancas por la España de 1955 (bajo una dictadura tan inculta como aburrida, tan opresora como violenta) y un arte literario con milenios de existencia, cuya comunión depende de una construcción musical a la que obligan rimas y acentos, además de la credibilidad del rapsoda, o sea, del intérprete.

En mi opinión, el rock no es toda aquella música en la que intervienen bajo, guitarras, batería y teclados, sino una suma de elementos en los que, además de una obra musicalmente digna, haya ventanas al firmamento literario, radicalidad, compromiso y crítica, dotes que se presuponen a una obra de arte, además de virtudes que un creador no debe abandonar.

Dada la situación política arriba señalada, por la que España se sumió en un océano de ignorancia, al haber escapado a tierras más tolerantes, voluntaria o involuntariamente, una gran parte de quienes formaban en la República las familias de la ciencia y el arte, el rock español de los años cincuenta, sesenta y setenta, no fue otra cosa que un pálido, aunque divertido remedo, de lo que se producía en el exterior. Mejor no recordarlo.

Por tanto, resulta de todo punto imposible establecer una línea exacta en la que situar a los rockeros, cuyos grupos han ido evolucionando hacia el pop-rock, el hip hop, el ska, el reggae, el jazz-rock o mil descendientes como el hard, heavy, grunge, etc., y otra en la que se sitúan las agrupaciones de pop en todas sus variantes. Esa frontera parece abrirse repentinamente gracias al conato de libertad que se vivió a comienzos de los años 80, cuando el personal pudo disfrutar algunos pocos años del mayor de los espasmos que nunca se habían producido en la sociedad española, de norte a sur, de este a oeste, logrando que la propia Europa comenzara a prestar atención a un fenómeno espontáneo, en el que convivieron dibujantes, actores, actrices, modistas, diseñadores, modelos, cocineros, burgueses, proletarios, fascistas y abertzales, hasta que a finales de los ochenta, el aburrimiento o la comodidad se llevaron a la gran mayoría de sus protagonistas.

El sistema sabe cómo asimilar a sus disidentes. Quedó entonces establecida una línea divisoria entre el rock de Atila, Barón Rojo, Coz, Leño, etc., el rock radikal de Kortatu y Eskorbuto, el jazz rock de Iceberg o Blay Tritono, el rock con raíces de Triana o Medina Azahara, el inocente punk de las Vulpess y Siniestro Total, y las canciones surgidas en los locales que protegían a los cachorros de la movida nacional, encarnados en Mecano. Pero entonces ¿dónde metemos a Burning?

Es obvio señalar, que en ese confuso campo de acción, se fueron estableciendo barreras de todo tipo, en un comprensible objetivo por dejar meridianamente claro a sus adeptos, el hecho de que los hoy viejos rockeros no tenían nada que ver con el fenómeno de la movida, ni de la canción protesta que ya había iniciado su declive. Sin embargo, admitiremos que, gracias a esa batalla de ideas poéticas por respirar el mismo aire del exterior, los rockeros fueron tomando conciencia de que Bob Dylan no abandonó su látigo, ni su calidad literaria, por haber cambiado la guitarra acústica por una eléctrica. Y ante el escándalo de los de siempre, el tiempo fue dando la razón a quienes supieron aprovechar aquella nueva forma de expresión, a la que había que dotar, al menos, de unos mínimos de gramática, sintaxis y estilo poético, que los cantautores sí acostumbraban a respetar. Se produjo la simbiosis.

Desde entonces, las cosas van cambiando, que decía Moncho Alpuente con sus Kwai, como los tiempos de Zimmermann, aunque no sé con certeza cómo de una situación se ha pasado a otra, que se parece bastante a la anterior, al menos en lo fundamental. El cambio o la transición, ustedes disculpen, fue un viaje para el que no se necesitaban alforjas, pero sí grandes dosis de poesía para resistir el embate de la mediocridad que reinó desde que Almodóvar logró un Oscar.

Probablemente se me eche en cara, y lo comprendo, no citar canciones o ejemplos concretos de temas en los que se pueda demostrar que la poesía brilló en algún momento en los predios del rock, pero en líneas generales considero que, por mucha voluntad que se le quiera poner al asunto, un gran número de los autores que, de una u otra forma, han tenido que ver con esa forma de expresión musical, han estado tan cerca del arte de Erato como un servidor de la de Calíope. Como dato anecdótico, debo citar a un grupo zaragozano al que pude escuchar a finales de los 90, en Madrid, llamado Violadores del Verso, en cuyas composiciones literarias, sí hay al menos, un cierto regusto por el léxico y la eufonía.

Pero dejando aparte casos y excepciones como el citado (y otros de menor impacto comercial), el rock en castellano ha arrastrado desde siempre una dosis de incultura, que se salva curiosamente en ciertos grupos y solistas que cantaban en sus idiomas propios, tanto en Euskadi, como en Catalunya, además de Galicia y Andalucía, y si me apuran en ultramar, donde el idioma cervantino aparece con una mayor riqueza, ya que aquellas generaciones de rockeros latinoamericanos supieron preservar términos y adjetivos, que en nuestro país se han relegado por ignorancia, falta de costumbre o pereza.

Hablo del rock en Argentina y México fundamentalmente, países en los que la magia de esa lengua se da en una dimensión más original, aunque participen de la misma dureza de unos vocablos por lo general bastante arduos de musicalizar, tarea que a los anglosajones les resulta más sencilla, por la simple razón de que el inglés posee una enorme cantidad de monosílabos; virtud que un músico agradece como agua de mayo, ya que cuantas más palabras existan con tal característica, más confortable y sencillo será componer. Y no digamos ya en las comunidades de origen africano o caribeño, en las que el slam, la jerga del barrio, aporta una enorme variedad de términos nuevos.

No olvido el dato anecdótico de que Enrique Bunbury, líder de Héroes del Silencio, haya tenido el detalle de intentar una mejora artística en sus producciones discográficas, poniendo en solfa a escritores de cierta talla poética, al igual que José María Sanz, alias Loquillo, quien igualmente cayó en brazos de Erato, vía Paco Ibáñez-Brassens, sin olvidar que una de las mentes más perfeccionistas en este sentido ha sido un juglar disfrazado de rockero, autor de coplas y baladas (en todas sus variantes) como es Joaquín Sabina, al que los adornos y arreglos del rock le sirvieron en contadas producciones para reencarnarse malamente (que diría Martirio) en una impensable criatura con dos caras: de la Miguel Ríos y la de Serrat. El rock a Joaquín le cae como un traje de Ágata Ruiz de la Prada al bueno de Tonino Carotone, y así lo demostró el de Úbeda en canciones mediocres desde una óptica rockera seria (Pisa el acelerador, Pasándolo bien, Eh, Sabina), a kilómetros de distancia de otras donde ha demostrado con largueza, la talla que posee como domador del lenguaje castellano.

Con sinceridad absoluta, permítanme afirmar que en la mayor parte del mundo rockero la poesía no sólo no ha interesado, sino que en miles de casos la exigencia de la acentuación (en castellano, el acento prosódico y el acento tonal coinciden, aunque no son exactamente lo mismo), ya se diera en vocablos agudos o llanos, esdrújulos o sobreesdrújulos, ha sido el desencadenante de una serie de atentados contra la propia gramática, la música y no digamos contra la poesía, dado que los autores de letras han preferido cometer pequeñas anomalías (tropelías en casi todas las ocasiones), que los académicos de la lengua tildarían de algo peor (dada la rijosidad y conservadurismo de su talante), con tal de que la melodía y el tempo no sufrieran alteraciones graves.

Lamento desconocer a las probables hordas poético-rockeras del siglo XXI, dado que desde 2003 a 2009, permanecí trabajando en Cuba en un Instituto de Música y Poesía tradicional Iberoamericanas, por lo que no me atrevo a citar muchos nombres concretos. Pido excusas por ese pequeño silencio. Señalaré, no obstante, tres autores a quienes considero imprescindibles: Eduardo Haro Ibars, Fernando Márquez el Zurdo y Germán Coppini.

Un amigo cubano solía decirme que ser rockero en la isla era como ser bongosero en Noruega, a lo que yo le respondí con algo más satánico: “Ser músico en España y vivir de ello, es tan extraño como ser torero en Alemania”.

Y hoy añado: “Encontrar un poeta en el rock hispano es tan habitual como hallar un programa de TV dedicado a la cultura…¡Y al rock¡, coño”




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