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Estados Unidos: Políticas de la Memoria en la Ciudad Colonial de Nueva York

Por Bartolomé Clavero  

En el siglo XVIII la ciudad de Nueva York ocupaba sólo el vértice inferior de la isla de Manhattan, no mucho más de lo que hoy es la zona financiera. Estaba abierta hacia el mar y amurallada hacia tierra por una empalizada que transcurría por lo que luego sería la calle Chambers. Era una ciudad no sólo de colonos inmigrantes de Europa, sino también de africanos, mulatos e indígenas esclavos. La legislación que asistía a los colonos en el control de la población esclava solía referirse a Indian slaves junto a Niggers esclavizados y esclavizadas en mayor número. En este rincón de lo que hoy es una inmensa metrópolis se cruzan memorias y también, como si todavía tuvieran algo o tal vez bastante de colonial, entran en liza unas muy desiguales políticas de la memoria.

Existe por ejemplo el Federal Hall National Memorial, el Memorial Nacional de la Estancia Federal, con su edificio actual ya de época de la independencia, representando la memoria excluyente del sector de descendencia colonial fundador de los Estados Unidos. Como testigo más genuino e incluso militante de este contingente de población, también se tiene en la Nueva York nuclear la Saint Paul’s Chapel, la Iglesia de San Pablo que ahora intenta vanamente superar esa estrechez de memoria de su origen netamente colonial. En la misma zona existen memoriales de historias deliberadamente particulares como el Irish Hunger Memorial, el Memorial de la Hambruna Irlandesa que expulsó en el siglo XIX a tantos y tantas de la Irlanda entonces británica hacia los Estados Unidos, o el Museum of Jewish Heritage, el Museo del Legado Judío, memorial del Holocausto que no provocó tanta inmigración puesto que por entonces Estados Unidos había adoptado una política restrictiva respecto a la población judía.

Se encuentra también en la zona de raigambre colonial de la ciudad de Nueva York el National Museum of the American Indian, el Museo Nacional del Indígena Estadounidense del Instituto Smithsoniano que no es en absoluto un memorial del genocidio sufrido por los pueblos indígenas a lo ancho del territorio actual de los Estados Unidos. Y está en fase de realización, con sede provisional, el 9/11 Memorial, Memorial del 11 de Septiembre que, aunque no se diga de este modo, rememora un genocidio, el intentado por quienes quieren borrar a los Estados Unidos de la faz de la tierra. Ahora, más reciente incluso, también se tiene un memorial dedicado a recuperar una memoria que estaba perdida en esta urbe salvo por quienes descienden de cuantos y cuantas sufrieron un desplazamiento forzoso desde latitudes distantes y una esclavitud con ello más inhumana de lo que lo es toda. Es el African Burial Ground, la Tierra del Enterramiento o Camposanto Africano. Camposanto le digo porque se presenta también justamente como Sacred Ground, Tierra Sagrada africana.

Rememoro brevemente su historia. Al final de los años 80 del siglo pasado, el siglo XX, los planes de construcción de nuevos edificios federales en el bajo Broadway, en las afueras de la otrora ciudad colonial, exactamente tras la calle Chambers por donde transcurriera la empalizada en tiempos colonial, se detectó la existencia de un cementerio de esclavos. Aparecieron restos que intentaron ocultarse, pero un descubrimiento como éste es difícil de mantener por mucho tiempo en secreto. En 1991 se hizo público el hallazgo del cementerio provocándose la excitación no sólo de especialistas en historia. Del sector afrodescendiente de la ciudadanía estadounidense vinieron reacciones indignadas, exigiéndose la paralización de las obras, la recuperación de todos los restos y la consagración de toda el área del antiguo cementerio a memorial de la esclavitud en general y de los esclavos y esclavas de Nueva York en particular. Se calculaba que podía haber restos de más de quince mil cadáveres, de los que se habían exhumado unos cuatrocientos.

La Administración, la federal llamada nacional, se resistía, pero no tuvo más remedio que entrar en conversaciones ante el movimiento de solidaridad desencadenado. Se celebraron reuniones entre representación afroamericana, ellas y ellos, y representación federal, sólo ellos y ninguno afroamericano, concluyendo una más sonada, que fue grabada, con el espectáculo patético de los servidores públicos humillados por su falta de sensibilidad y perplejos por la firmeza de quienes reclamaban el memorial. Finalmente, en 1993, se alcanza un acuerdo. La Administración construiría sus edificios reservándose al memorial una pequeña extensión del gran solar. Los esqueletos exhumados serían trasladados a una universidad caracterizadamente afroamericana, la Howard University de Washington, para su recomposición e individualización antes de retornarlos a una sepultura más digna en la misma zona de Nueva York. Así se haría con 419 cadáveres. Los restantes quince mil quedarían balo los cimientos de los nuevos edificios, como si sus cuerpos o ahora sólo los huesos fueran, igual que en tiempos de la esclavitud, materiales de construcción.

En el año 2003 se trasladaron de vuelta, desde Washington a Nueva York, los féretros con restos ya individualizados pero no identificados, entre los que se llamaron Rites of Ancestral Return, Ritos del Retorno Ancestral, que duraron una semana. Algo después, en 2007, se inaugura el African Burial Memorial. Un Centro del Visitante para información y reflexión sobre historia afroestadounidense en general y afroneoyorquina en particular se abre no hace ni año y medio, a principios de 2010. Todo es así de reciente. El Memorial estrictamente dicho es un sitio bello y austero, pensado para el recogimiento. Una rampa entre muros de piedra negra o un atrio del mismo material conducen hacia una pequeña rotonda con el mapa de los continentes en el piso, un mapa en el que está trazado el Circle of the Diaspora, el Círculo de la Diáspora africana. En el muro más alto de la rampa se despliegan símbolos tradicionales de una diversidad de culturas, fundamentalmente africanas. Figura la Medicine Wheel, el Anillo de la Salud indígena, que se sitúa junto a la cruz cristiana, sólo la cruz, sin su figura no africana. Conviene visitarse el Memorial tanto antes como después de recibirse toda la información que se pueda en el Centro del Visitante, casi contiguo.

Recomiendo la experiencia de visitar a continuación la Iglesia de San Pablo, que se encuentra a dos pasos, ya dentro del recinto de la empalizada de antaño. Lo primero que uno o una se encuentra es un cementerio de lápidas de piedras con inscripciones legibles sobre las personas allí enterradas. Los esclavos y esclavas se enterraban en unos ataúdes de madera sin calidad para servir de soporte a inscripciones de identidad perdurables; si hubo identificaciones sobre la superficie, lo que es improbable pues el cementerio no era legal, serían pronto destruidas sin dejar rastro. El cementerio colonial de la Iglesia de San Pablo se conserva en su integridad. La primera vez que la visité hace años ya se había convertido en un memorial de tiempos coloniales y de una independencia sin cesura en estructuras de dominio. El recuerdo se concentra en la figura de George Washington, quien frecuentaba esta iglesia. A ella acudió tras prestar juramento como primer Presidente de los Estados Unidos de América en el edificio al que sucedió lo que hoy es el Federal Hall National Memorial y que entonces era la sede del Congreso de los Estados Unidos.

La Iglesia de San Pablo alberga ahora un nuevo memorial sin menoscabo alguno del primero. Cercana al lugar que ocupaban las Torres Gemelas antes del 11 de septiembre de 2001, vivió intensamente la atención a supervivientes y a personal profesional y voluntario en labores de rescate, convirtiéndose además en altar de imágenes y objetos en memoria de las víctimas. Ahí permanece una selección suscitando emoción en las visitas. He visto lágrimas en los ojos de personas tanto jóvenes como adultas. Y he tenido que reprimir las mías. El nuevo memorial también se dedica a las víctimas de algunas otras matanzas cometidas por al-Qaeda, como la del 11 de marzo de 2005 en Madrid o la de siete de julio de 2007 en Londres, pero no a las de masacres por latitudes no europeas ni euroamericanas, ni siquiera a las perpetradas también por al-Qaeda, como las del 12 de octubre de 2002 y primero de octubre de 2005 en Kuta, Bali, Indonesia, o la del 2 de marzo de 2004 en Ashura, Irak. Una campana obsequiada por la ciudad de Londres para recuerdo de las víctimas del terrorismo sólo se hace repicar los 11 de septiembre, 7 de julio y 11 de marzo.

En el African Burial Memorial nadie llora. Es un lugar de reflexión, no de efusión; de solidaridad, no de gregarismo. La Iglesia de San Pablo es un lugar donde acude el turismo masivo, el doméstico y el internacional, con su capacidad añadida de atracción tras el Once de Septiembre. Es el memorial colonial el que se ha triplicado en la Iglesia de San Pablo. En el Memorial del Camposanto Africano sólo me encontré con personas afroamericanas o, quizás también, africanas. Sentí alrededor emoción, pero no sollozos. Lo que impera es la serenidad. Return to the Past to Build the Future, regresar al pasado a fin de construir el futuro, es lema inspirador del African Burial Memorial.

Una amabilísima recepcionista, afroamericana, en el Centro del Visitante, me preguntó por cómo me había enterado de our Memorial, “nuestro” por afroamericano. Amable como digo, no manifestó su extrañeza al ver entrar por las puertas a alguien con pinta inevitable de turista. Adquirí alguna publicación y firmé en el libro de visitas con un breve comentario: “My first time here. I’ll recommend the visit”. Es lo que estoy haciendo, recomendar la visita por razones más de fondo que la de sosiego del sitio.

Si a todo esto agregamos la inexistencia en la Nueva York nuclear de algún memorial del genocidio de indígenas o ni siquiera de memorial alguno indígena, pues el Museo Nacional Smithsoniano del Indígena Estadounidense en rigor no lo es, cabe concluir con lo ya dicho de que el colonialismo todavía pesa en la profunda desigualdad de unas políticas de la memoria. Por poco que se observe, aun con toda su extraordinaria convivencia de culturas y sensibilidades, Nueva York presta testimonio gráfico y vivo.




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