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Mès que un club

Por Antonio Hermosa  

Me tocó ver la final de la Champions en Lisboa. El amigo uruguayo que me acompañaba es seguidor del Peñarol, pero es también entusiasta del fútbol y por tanto entusiasta del Barça. Mientras veíamos el partido comentábamos atónitos la evidencia, esto es, la diferencia sideral entre ambos equipos. A uno de ellos parece que de ordinario le llaman los diablos rojos, pero ante el juego azulgrana mejor considerarles angelitos blancos a los que dios-padre, o la reina-madre, lava su ropita con Norit y su rubia cabellera con Nenuco. ¿Por qué la UEFA consentirá agravios así, esto es, que jueguen juntos partidos de competición fuerzas tan desiguales: ignoran sus dirigentes que estas cosas las ven luego los niños?
        
Mientras caminábamos después del partido por una avenida lisboeta un coche se detuvo ante el semáforo en rojo; algunos de sus ocupantes ondeaban banderas del color del vencedor, y con visible, o mejor, audible, acento portugués gritaban un consolidado eslogan: Visca el Barça! Era el tributo al fútbol de quien gusta del fútbol. La prueba de que ni las fronteras ni los propios colores tienen por qué confinar con la ceguera en materia tan poco dada a la razón. O, si se quiere, de que el Barça, incluso privado de la grosera parafernalia nacionalista, es ya molt mès que un club. En efecto, la disyuntiva amigo/enemigo, que para muchos define la política, para otros sólo la guerra, para algunos la vida y para todos el fútbol, cede ante el juego del Barça, que desmonta sin aparente esfuerzo ese tinglado metafísico oficial al ritmo de una idea que, ejecutada con un balón, embelesa los sentidos por medio de cabriolas –sencillas las más, malabares si toca- cuya apariencia rococó esconde su sutil alma matemática, y que años de perfeccionamiento han devuelto al fútbol su condición de arte.
        
Un arte en el que sobran las patadas a las piernas del adversario y los patadones al balón, recorrer el campo recupera el sentido al haber siempre una dirección adecuada, la rutina es declarada persona non grata y otro compañero es referencia de quien conduce o toca la pelota. Al final el gol exulta, y repetidamente, como un cabritillo en el terreno de juego, llevando la alegría a un equipo y la resignación, más aún que la tristeza, al rival ocasional: algo, en suma, semejante a lo que, al decir de Pericles, le ocurría al enemigo ocasional de Atenas al enfrentarse contra ella. Porque ésa es cada vez más la sensación que se ha ido instalando entre los demás equipos: que una cosa es el Globetrotters azulgrana, depositario de la magia, y otra los demás, más o menos prisioneros de sus inercias, sus rachas, sus ansiedades o, simplemente, sus limitaciones. Sólo el Barça parece inmortal y el Olimpo sólo le pertenece a él.
        
Ésa, digo, es la mente que ha conformado el Barcelona en el territorio del fútbol: que al final pasa lo que tenía que pasar, vale decir, lo que debía pasar. El azar, reemplazado por la fatalidad y ésta mistificada en justicia: el círculo virtuoso futbolístico es el Barça coronado con el laurel del vencedor. Y aquí empieza el dilema para el amante del fútbol. El Barça nos ha vuelto platónicos, cosa que, por una vez, y sin que sirva de precedente, aceptamos gustosos; y ello ha sido así porque nos ha habituado a unificar los valores en un sistema: al saldarse con victorias su juego vistoso ha unido la belleza a la justicia, que subsume la eficacia. Pero si algo ha sido históricamente natural en el fútbol, su belleza, fue precisamente la incertidumbre de un resultado en el que la igualdad cuantitativa –once contra once-, siempre en inferior posición de partida frente a la desigualdad cualitativa, podía aliarse con la suerte, el azar, el árbitro, el espíritu de lucha o algún otro imprevisto hechicero y triunfar sobre aquélla, expresión del poder del dinero generalmente o de las manías que éste genera en quien lo posee en demasía y no sabe emplearlo.
        
Dicho de otro modo: la perfección del fútbol del Barcelona ha puesto fin a su problemática esencia, convirtiéndolo en un proceso natural más. Aquél se impone como un destino, vence y convence al alimón, y al tiempo que crea adicción por su juego refuerza el sentimiento de justicia con la victoria. ¿Y qué hacer en tan leonardesca situación, cuando el artista supera su obra o, si se prefiere, cuando llevado a su plenitud el arte muere de perfección? Ya no hay arte, porque el fútbol se juega entre dos y eso no sucede cuando juega el Barcelona, pues sólo juega él mientras el rival hace novillos. Pero no podemos convertirlo en Globetrotters real y mandarlo por el mundo a encantar serpientes, porque un partido sin el veneno competitivo es como un barco sin mar; o porque, aun si así nos deleitara, no tenemos derecho al masoquismo, que sería el gozar con cuentagotas de esa destilación de danza cuando podemos drogarnos con ella de continuo. Y si mantenemos las cosas como hasta ahora habrá más de lo mismo, con el agravante de que en este caso la costumbre de ganar no mata el deseo de seguir haciéndolo, y una autoridad aceptada por todos genera por sí misma un poder absoluto.
        
 Fue esa manifiesta superioridad del ganador sobre la víctima lo que transformó uno de los partidos cumbre de cada temporada, la final de la Champions, en acto deportivo irrelevante, o lo que es igual: en un partido más. Los famosos diablos rojos tuvieron sus tres minutos, los iniciales, de gloria, y alguno suelto después ligado al gol del empate, donde se vio que la máquina azulgrana es humana. Pero enseguida el fútbol se hizo nombre, y el Barcelona empezó a urdir la telaraña de su toque-y-toque, salpicada de fogonazos letales, en la que fue cayendo como por ensalmo el conjunto rival, hasta que el equipo azulgrana se entrenó haciendo un rombo con los jugadores del United dentro. La sinfonía del fútbol perfecto volvía a sonar en un estadio, maravillando a tirios y troyanos; “golpe a golpe y barça a barça” el arte del balompié compuso su poema del día.
        
Mientras escuchaba el Visca el Barça! de rigor de boca de los ocupantes del coche detenido ante el semáforo recordé de pronto cómo hace poco más de un mes, estando en Los Ángeles, me hicieron una entrevista en una radio a propósito de mi intervención dentro de las actividades programadas en la Feria del Libro en Español por la Universidad mexicana de Guadalajara en su sede californiana; al entrar en la sala, uno de los conductores del programa celebraba la victoria del Barcelona en el campo del Madrid diciendo que era un homenaje al fútbol. De nuevo la belleza frente a la racanería en la que los jugadores del equipo blanco sufrían el castigo de tener que lidiar con ese personaje a medio hacer que es su entrenador. Lo primero que hizo dicho conductor fue preguntar con aire de complicidad al español –había acudido a la entrevista con un amigo mexicano- qué me parecía esa victoria. Yo le respondí que soy del Madrid, y ante su embarazo quise cortar por lo sano diciéndole que, además, soy un amante del buen fútbol; le terminé, pues, diciendo que el Barça, el mejor equipo de la historia en mi opinión, debería ser el segundo equipo de todos aquéllos que, no siendo seguidores suyos, gustan del fútbol por el fútbol, ocupando hoy el lugar antaño perteneciente a Brasil. Las voces portuguesas que en Lisboa celebraban la conquista de su cuarta Copa de Europa, eran presas del sentimiento de felicidad surgido de la contemplación de un gran espectáculo: un sentimiento que, al renovarse invariablemente cada temporada, al acumularse título tras título, no deja que surja en el corazón la melancolía de las cosas bien hechas de la que hablara Goethe, sino que lleva a un número creciente de hinchas a mirar con calculada avidez el calendario para ver cuándo tendrá lugar el próximo sueño. Definitivamente, este Barça universal, capaz de encender la pasión del arte en una infinidad de seguidores, que es el arte del fútbol, depurado de sus residuos de inconstancia y llevado a cierta extrema perfección, sí es mès que un club.




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