Colombia y otros Países Andinos: Ordenamiento Territorial, Autogobierno Indígena, Derecho a la Consulta
Por Bartolomé Clavero
Con un retraso, día más, día menos, de veinte años, Colombia ha promulgado la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial requerida por la Constitución desde su fecha de mediados de 1991. En lo que interesa a los pueblos indígenas, son veinte años de burla de su derecho constitucional a organizarse como entidades territoriales con autonomía superior a la que suponen los actuales resguardos y con mayores garantías también. Y lo que es peor, la organización de las entidades territoriales indígenas se deja pendientes con lo que resulta una excusa, la de que es un asunto a consultar con los propio pueblos interesados. Es un mandato constitucional que se debiera haber desarrollado hace veinte años. El añadido de la consulta significa que el Congreso no es competente para tomar decisiones, ni de aplicación ni de aplazamiento, discrecionalmente; no debe hacerlo sin contar con el consentimiento previo, libre e informado de los pueblos indígenas, algo que, en tales términos, el Estado colombiano no contempla ni practica. Ahora, aunque no se ocupe del autogobierno indígena, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial entiendo que toma ilegítimamente decisiones, por activa y por pasiva, al respecto.
La Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial presenta entre sus Disposiciones Finales esta previsión: “En virtud de lo establecido en el artículo 329 de la Constitución Política el Gobierno Nacional presentará al Congreso de la República, dentro de los diez (10) meses siguientes a la vigencia de la presente ley, el proyecto de ley especial que reglamente lo relativo a la conformación de las Entidades Territoriales Indígenas, acogiendo los principios de participación democrática, autonomía y territorio, en estricto cumplimiento de los mecanismos especiales de consulta previa, con la participación de los representantes de las comunidades indígenas y de las comunidades afectadas o beneficiadas en dicho proceso. En desarrollo de esta norma y cuando corresponda, el Gobierno Nacional hará la delimitación correspondiente, previo concepto de la Comisión de Ordenamiento Territorial, como instancia consultiva del proceso” (tít. V, art. 37, par. 2º). El referido artículo 329 constitucional es el que contiene el mandato de “conformación de las entidades territoriales indígenas (…) con sujeción a lo dispuesto en la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial” y mediante “delimitación (que) se hará por el Gobierno Nacional, con participación de los representantes de las comunidades indígenas, previo concepto de la Comisión de Ordenamiento Territorial”. Esta Comisión la conforma la propia Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial como un organismo entre político y técnico sin representación indígena alguna (art. 5).
Que pueda también afectar de forma negativa al autogobierno indígena, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial dice algo más: “En virtud de su finalidad y objeto, la ley orgánica de ordenamiento territorial constituye un marco normativo general de principios rectores, que deben ser desarrollados y aplicados por el legislador en cada materia específica, para departamentos, municipios, entidades territoriales indígenas y demás normas que afecten, reformen o modifiquen la organización político administrativa del Estado en el territorio” (art. 2, par. 9º); entre cuyos principios rectores figuran explícitamente, además de los de autonomía, diversidad y multietnicidad, el de seguridad y defensa y el de identidad nacional. A esto se añade que la Ley confiere a los Departamentos, como instancia principal del orden territorial, autoridad que pudiera ser decisiva sobre los territorios indígenas sin requerimiento alguno de consulta ni consentimiento, como si se tratase de entidades de carácter inferior, pues entre sus competencias, las departamentales, se incluye la de “integrar y orientar la proyección espacial de los planes sectoriales departamentales, los de sus municipios y entidades territoriales indígenas” (art. 29.2.d). La Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial puede ahora resultar una camisa de fuerza para el cumplimiento del mandato constitucional de organización de entidades territoriales indígenas.
Y la previsión sobre cómo ha de realizarse la consulta al efecto se queda corta respecto al respectivo derecho que no sólo es constitucional, sino también y ante todo internacional. Obsérvese el giro utilizado por la ley general para la confección de la ley especial. Sus Disposiciones Finales establecen que el proyecto de dicha segunda ley de ordenamiento territorial habrá de presentarse al Congreso en un plazo de diez meses debiendo el mismo de acordarse “en estricto cumplimiento de los mecanismos especiales de consulta previa, con la participación de los representantes de las comunidades indígenas y de las comunidades afectadas o beneficiadas en dicho proceso”, las afrodescendientes. Esos mecanismos son en Colombia, pues no los hay propios, los previstos en el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes que se ratificó hace ya casi también veinte años. Ahí se contienen, entre otras previsiones, éstas “Las consultas llevadas a cabo en aplicación de este Convenio deberán efectuarse de buena fe (…) con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas” (art. 6.2), lo que la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas ha reforzado mediante la cualificación del consentimiento indígena como previo, libre e informado (arts. 10, 11.2, 19, 28.1, 29.2 y 32.2). ¿Qué buena fe se está mostrando por la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial cuando habla de representación y consulta, pero no de consentimiento, y cuando la única cualificación que se registra es la del carácter previo, hurtando las igualmente obligadas de información completa y libertad plena? Y otro interrogante. ¿Qué ocurrirá si no se procede a la consulta, si el acuerdo no se logra o si el Congreso no los respeta? Los principios rectores de la ley general serán de plena aplicación a los territorios indígenas y la autoridad de los Departamentos sobre ellos se consolidará.
Para la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el consentimiento es una forma de manifestación del derecho a la libre determinación y, por tanto, del derecho al autogobierno. Para la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial de Colombia la decisión final sigue correspondiendo al Congreso, como si la consulta fuera poco menos que un trámite y como si el marco de la ley fuese hoy todavía tan sólo la Constitución colombiana y ésta no debiera complementarse al efecto con el derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas. Cuando la Declaración se adoptó por la Asamblea General de las Naciones Unidas, Colombia se significó por abstenerse, lo que tampoco es que tenga mucho valor frente a un instrumento declarativo de derechos humanos; sin embargo, posteriormente, esa abstención se ha retirado con toda formalidad. Colombia ha ratificado el Convenio y se ha adherido a la Declaración. Tal es el marco en el que la legislación colombiana sobre territorios indígenas debe situarse. Sobre el mismo, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial guarda silencio. Recuérdese entonces lo dispuesto por la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas: “Los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, para alcanzar los fines de la presente Declaración” (art. 38).
Los Estados en consulta y cooperación con los pueblos indígenas deben acordar las leyes generales que les afecten, no proyectar leyes especiales que les segreguen. La misma Constitución de Colombia lo que contempla es una Ley de Ordenamiento Territorial, y no dos, una ley en la que se comprendan las entidades territoriales indígenas y que debe por lo tanto prepararse con la respectiva consulta y cooperación. La ley que ha venido a titularse de ordenamiento territorial no es la ley que la Constitución requiere. En rigor, tras veinte años, el mandato constitucional sigue incumpliéndose. Y no se cumplirá porque una ley especial de ordenamiento territorial para el caso indígena venga a añadirse a la ley general. El designio constitucional de composición plural de una ciudadanía diversa mediante el reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes sigue defraudándose. El vigésimo aniversario de la Constitución de Colombia se está celebrando con conciencia de sus déficits actuales que, por regla general, no la incluye sobre dicho aspecto clave.
En el transcurso de pocas semanas, Colombia ha vuelto a utilizar el recurso al requerimiento de la consulta para burlar el reconocimiento y la garantía de los derechos de los pueblos indígenas. Lo ha hecho con la Ley de Víctimas, la ley por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno. Aquí se interpone el método de la consulta con la intención, no de incluir en la ley, sino al contrario, de excluir, y de excluir especialmente respecto al principio de la reparación integral más allá de lo que la propia ley ya de por sí lo limita. En realidad, para imponer el respeto a la propiedad territorial indígena y garantizar la restitución íntegra, para esto que constituye tanto obligación del Estado como derecho de los pueblos indígenas, no hace falta la consulta. En manos de los Estados, la misma se está convirtiendo en un mecanismo perverso para no reconocer la propiedad comunitaria indígena como tal propiedad, con todos los recursos correspondientes para su defensa, y para no reparar a los pueblos y comunidades indígenas de la misma forma como se reparan otros atentados contra otras propiedades. La República de Colombia va en cabeza de este proceso de atropello de derechos de los pueblos indígenas mediante mecanismos que parecen defenderlos.
Se están produciendo un par de graves desviaciones en la alegación y el ejercicio del derecho a la consulta durante una fase que, como la actual, se caracteriza por una fuerte exigencia indígena con serio respaldo del derecho internacional. Una es su reducción a garantía única y además subsanable del derecho territorial indígena. La otra es la dicha de que se le tome como excusa para la procrastinación continua o aplazamiento indefinido de los derechos políticos de los pueblos indígenas como sujetos de derecho tanto constitucional como internacional. Por lo que respecta a la reducción, la consulta se presenta cual panacea universal para los pueblos y las comunidades indígenas, como si sus derechos no hubieran de contar con las mismas garantías que los equivalentes no indígenas, garantías a menudo más efectivas que la consulta haciéndola incluso innecesaria. Por poner un ejemplo, la del interdicto de recobrar la posesión caso de despojo. Por añadir otro, el de la tipificación del delito de genocidio ante los atentados contra derechos vitales que suelen acarrear las concesiones inconsultas a empresas extractivas en territorios indígenas. Creo que debe insistirse que el tándem de la consulta y el consentimiento representa una garantía más entre otras y no siempre la más procedente. ¿Cómo va a admitirse que se fuerce una consulta sobre propiedad indígena de la que sus titulares no quieran disponer ni, por tanto, ser consultados? A esto se le llama peyorativamente veto a fin de no admitirlo y de forzar el trámite de consulta con vistas a la invasión o a la disposición ajena de propiedad indígena.
Conviene advertirse que hay instancias relevantes de las Naciones Unidas, desde el Programa para el Desarrollo hasta el Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y el Alto Comisionado para los Derechos Humanos pasando por el Banco Mundial, que están contribuyendo resueltamente a dicha reducción con tales secuelas. El derecho a la consulta se convierte así en una garantía procedimental que, extrañamente, no fortalece los derechos sustantivos, derechos más importantes por supuesto, sino que los debilita. Esto se comprueba claramente en los supuestos frecuentes de invasión inconsulta de territorios indígenas por parte de empresas agroindustriales o extractivas, de instalaciones o fuerzas militares y demás. En vez de exigirse la reintegración de la propiedad más las indemnizaciones correspondientes, se recomienda la apertura de un diálogo que pueda subsanar la falta de consulta previa y conducir a acuerdos de compensación de daños o de participación en beneficios, tal y como si los territorios indígenas fueran en último término mostrencos, esto es disponibles por Estados, por empresas o por ejércitos.
Es conveniente añadir otra advertencia. La reducción de la consulta a trámite que debilita derechos sustantivos, derechos reconocidos incluso constitucionalmente en buena parte de los casos, se viene ahora generalizando por impulso de Estados y de empresas a lo largo y ancho del espacio andino. Ni Ecuador ni Bolivia escapan a la tendencia pese a contar hoy con Constituciones que reconocen cumplidamente los derechos de los pueblos indígenas, inclusive el derecho al autogobierno que ante todo obliga a un reordenamiento territorial del Estado en su conformidad, lo que conviene subrayar. A otros Estados, como Colombia, Perú y Chile particularmente, hay que recordarles todavía cosas más elementales como que el desprecio de los derechos de los pueblos indígenas a la hora de la verdad de unas políticas puede ocultar una intención genocida y constituir así delito de genocidio. Ante comportamientos literalmente delictivos de los Estados frente a los pueblos indígenas de poco vale la garantía de la consulta ni ninguna otra salvo la que representa la justicia penal internacional.
Todo esto no ha de llevar desde luego a un menosprecio del derecho a la consulta. Una vez que se requiere el consentimiento libre, previo e informado, la misma constituye un mecanismo de lo más valioso en manos de los pueblos, las comunidades y las organizaciones indígenas. Y el consentimiento es exigible en todo caso de consulta que afecte a derecho territorial indígena como se deduce de la propia Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas: “Los pueblos indígenas tienen derecho a la reparación (…) por las tierras, los territorios y los recursos que tradicionalmente hayan poseído u ocupado o utilizado y que hayan sido confiscados, tomados, ocupados, utilizados o dañados sin su consentimiento libre, previo e informado” (art. 28.1).
Lo que ocurre es que, por un lado, las instancias de Naciones Unidas con competencias al respecto no están haciendo valer Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en sus propios términos y no en los de doctrinas académicas adversas, y que, por otro lado, aprovechando esta cobertura internacional, los Estados y las empresas están aprendiendo a utilizar la consulta de forma que aparenta buena fe y que de hecho la desvirtúa y pervierte. No permitamos que estas malas prácticas, tanto internacionales como estatales, arruinen el mecanismo. El derecho a la consulta es nada más y nada menos que un instrumento de garantía en defensa de los derechos sustantivos de los pueblos, las comunidades y las personas indígenas o también, asimilándoseles, afrodescendientes. Olvidar la funcionalidad dejando que, por instancias no indígenas, la consulta se abstraiga de sus fines es el peligro.
En el espacio andino están en marcha operaciones que incluso cuentan con el apoyo de instancias importantes de las Naciones Unidas para convertir la consulta en una vía de acceso a recursos naturales sitos en territorios indígenas ignorando el derecho de los correspondientes pueblos a la libre determinación, y por lo tanto, a la elección de sus prioridades de desarrollo político, económico, social y cultural. El peligro es serio.
El documento de convocatoria del Diálogo regional andino sobre el derecho fundamental a la consulta previa (Bogotá, 12 y 13 de julio, 2011) asienta que el consentimiento previo, libre e informado constituye la “herramienta para la pervivencia física y cultural de los grupos étnicos de la región”. Justamente resulta así. Es herramienta y lo es además el consentimiento más que, por sí misma, la consulta.
El mismo documento notifica que, conforme a la Sistematización de procesos de consulta recién publicada por la Organización Nacional Indígena de Colombia y la Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas, “en el caso colombiano, de las más de 300 [trescientas] consultas llevadas a cabo, ninguna cumple los principios de ser libre, previa, informada y de buena fe”.
Ninguna es, de derecho, consulta. ¿No puede decirse lo propio de las consultas habidas por otras latitudes andinas, costeras y amazónicas de América Latina? ¿Cómo puede entonces hablarse de buenas prácticas? La consulta como una de las formas de ejercicio y garantía del derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación y, por tanto, al autogobierno está por inventarse.
Con un retraso, día más, día menos, de veinte años, Colombia ha promulgado la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial requerida por la Constitución desde su fecha de mediados de 1991. En lo que interesa a los pueblos indígenas, son veinte años de burla de su derecho constitucional a organizarse como entidades territoriales con autonomía superior a la que suponen los actuales resguardos y con mayores garantías también. Y lo que es peor, la organización de las entidades territoriales indígenas se deja pendientes con lo que resulta una excusa, la de que es un asunto a consultar con los propio pueblos interesados. Es un mandato constitucional que se debiera haber desarrollado hace veinte años. El añadido de la consulta significa que el Congreso no es competente para tomar decisiones, ni de aplicación ni de aplazamiento, discrecionalmente; no debe hacerlo sin contar con el consentimiento previo, libre e informado de los pueblos indígenas, algo que, en tales términos, el Estado colombiano no contempla ni practica. Ahora, aunque no se ocupe del autogobierno indígena, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial entiendo que toma ilegítimamente decisiones, por activa y por pasiva, al respecto.
La Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial presenta entre sus Disposiciones Finales esta previsión: “En virtud de lo establecido en el artículo 329 de la Constitución Política el Gobierno Nacional presentará al Congreso de la República, dentro de los diez (10) meses siguientes a la vigencia de la presente ley, el proyecto de ley especial que reglamente lo relativo a la conformación de las Entidades Territoriales Indígenas, acogiendo los principios de participación democrática, autonomía y territorio, en estricto cumplimiento de los mecanismos especiales de consulta previa, con la participación de los representantes de las comunidades indígenas y de las comunidades afectadas o beneficiadas en dicho proceso. En desarrollo de esta norma y cuando corresponda, el Gobierno Nacional hará la delimitación correspondiente, previo concepto de la Comisión de Ordenamiento Territorial, como instancia consultiva del proceso” (tít. V, art. 37, par. 2º). El referido artículo 329 constitucional es el que contiene el mandato de “conformación de las entidades territoriales indígenas (…) con sujeción a lo dispuesto en la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial” y mediante “delimitación (que) se hará por el Gobierno Nacional, con participación de los representantes de las comunidades indígenas, previo concepto de la Comisión de Ordenamiento Territorial”. Esta Comisión la conforma la propia Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial como un organismo entre político y técnico sin representación indígena alguna (art. 5).
Que pueda también afectar de forma negativa al autogobierno indígena, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial dice algo más: “En virtud de su finalidad y objeto, la ley orgánica de ordenamiento territorial constituye un marco normativo general de principios rectores, que deben ser desarrollados y aplicados por el legislador en cada materia específica, para departamentos, municipios, entidades territoriales indígenas y demás normas que afecten, reformen o modifiquen la organización político administrativa del Estado en el territorio” (art. 2, par. 9º); entre cuyos principios rectores figuran explícitamente, además de los de autonomía, diversidad y multietnicidad, el de seguridad y defensa y el de identidad nacional. A esto se añade que la Ley confiere a los Departamentos, como instancia principal del orden territorial, autoridad que pudiera ser decisiva sobre los territorios indígenas sin requerimiento alguno de consulta ni consentimiento, como si se tratase de entidades de carácter inferior, pues entre sus competencias, las departamentales, se incluye la de “integrar y orientar la proyección espacial de los planes sectoriales departamentales, los de sus municipios y entidades territoriales indígenas” (art. 29.2.d). La Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial puede ahora resultar una camisa de fuerza para el cumplimiento del mandato constitucional de organización de entidades territoriales indígenas.
Y la previsión sobre cómo ha de realizarse la consulta al efecto se queda corta respecto al respectivo derecho que no sólo es constitucional, sino también y ante todo internacional. Obsérvese el giro utilizado por la ley general para la confección de la ley especial. Sus Disposiciones Finales establecen que el proyecto de dicha segunda ley de ordenamiento territorial habrá de presentarse al Congreso en un plazo de diez meses debiendo el mismo de acordarse “en estricto cumplimiento de los mecanismos especiales de consulta previa, con la participación de los representantes de las comunidades indígenas y de las comunidades afectadas o beneficiadas en dicho proceso”, las afrodescendientes. Esos mecanismos son en Colombia, pues no los hay propios, los previstos en el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes que se ratificó hace ya casi también veinte años. Ahí se contienen, entre otras previsiones, éstas “Las consultas llevadas a cabo en aplicación de este Convenio deberán efectuarse de buena fe (…) con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas” (art. 6.2), lo que la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas ha reforzado mediante la cualificación del consentimiento indígena como previo, libre e informado (arts. 10, 11.2, 19, 28.1, 29.2 y 32.2). ¿Qué buena fe se está mostrando por la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial cuando habla de representación y consulta, pero no de consentimiento, y cuando la única cualificación que se registra es la del carácter previo, hurtando las igualmente obligadas de información completa y libertad plena? Y otro interrogante. ¿Qué ocurrirá si no se procede a la consulta, si el acuerdo no se logra o si el Congreso no los respeta? Los principios rectores de la ley general serán de plena aplicación a los territorios indígenas y la autoridad de los Departamentos sobre ellos se consolidará.
Para la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el consentimiento es una forma de manifestación del derecho a la libre determinación y, por tanto, del derecho al autogobierno. Para la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial de Colombia la decisión final sigue correspondiendo al Congreso, como si la consulta fuera poco menos que un trámite y como si el marco de la ley fuese hoy todavía tan sólo la Constitución colombiana y ésta no debiera complementarse al efecto con el derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas. Cuando la Declaración se adoptó por la Asamblea General de las Naciones Unidas, Colombia se significó por abstenerse, lo que tampoco es que tenga mucho valor frente a un instrumento declarativo de derechos humanos; sin embargo, posteriormente, esa abstención se ha retirado con toda formalidad. Colombia ha ratificado el Convenio y se ha adherido a la Declaración. Tal es el marco en el que la legislación colombiana sobre territorios indígenas debe situarse. Sobre el mismo, la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial guarda silencio. Recuérdese entonces lo dispuesto por la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas: “Los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, para alcanzar los fines de la presente Declaración” (art. 38).
Los Estados en consulta y cooperación con los pueblos indígenas deben acordar las leyes generales que les afecten, no proyectar leyes especiales que les segreguen. La misma Constitución de Colombia lo que contempla es una Ley de Ordenamiento Territorial, y no dos, una ley en la que se comprendan las entidades territoriales indígenas y que debe por lo tanto prepararse con la respectiva consulta y cooperación. La ley que ha venido a titularse de ordenamiento territorial no es la ley que la Constitución requiere. En rigor, tras veinte años, el mandato constitucional sigue incumpliéndose. Y no se cumplirá porque una ley especial de ordenamiento territorial para el caso indígena venga a añadirse a la ley general. El designio constitucional de composición plural de una ciudadanía diversa mediante el reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes sigue defraudándose. El vigésimo aniversario de la Constitución de Colombia se está celebrando con conciencia de sus déficits actuales que, por regla general, no la incluye sobre dicho aspecto clave.
En el transcurso de pocas semanas, Colombia ha vuelto a utilizar el recurso al requerimiento de la consulta para burlar el reconocimiento y la garantía de los derechos de los pueblos indígenas. Lo ha hecho con la Ley de Víctimas, la ley por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno. Aquí se interpone el método de la consulta con la intención, no de incluir en la ley, sino al contrario, de excluir, y de excluir especialmente respecto al principio de la reparación integral más allá de lo que la propia ley ya de por sí lo limita. En realidad, para imponer el respeto a la propiedad territorial indígena y garantizar la restitución íntegra, para esto que constituye tanto obligación del Estado como derecho de los pueblos indígenas, no hace falta la consulta. En manos de los Estados, la misma se está convirtiendo en un mecanismo perverso para no reconocer la propiedad comunitaria indígena como tal propiedad, con todos los recursos correspondientes para su defensa, y para no reparar a los pueblos y comunidades indígenas de la misma forma como se reparan otros atentados contra otras propiedades. La República de Colombia va en cabeza de este proceso de atropello de derechos de los pueblos indígenas mediante mecanismos que parecen defenderlos.
Se están produciendo un par de graves desviaciones en la alegación y el ejercicio del derecho a la consulta durante una fase que, como la actual, se caracteriza por una fuerte exigencia indígena con serio respaldo del derecho internacional. Una es su reducción a garantía única y además subsanable del derecho territorial indígena. La otra es la dicha de que se le tome como excusa para la procrastinación continua o aplazamiento indefinido de los derechos políticos de los pueblos indígenas como sujetos de derecho tanto constitucional como internacional. Por lo que respecta a la reducción, la consulta se presenta cual panacea universal para los pueblos y las comunidades indígenas, como si sus derechos no hubieran de contar con las mismas garantías que los equivalentes no indígenas, garantías a menudo más efectivas que la consulta haciéndola incluso innecesaria. Por poner un ejemplo, la del interdicto de recobrar la posesión caso de despojo. Por añadir otro, el de la tipificación del delito de genocidio ante los atentados contra derechos vitales que suelen acarrear las concesiones inconsultas a empresas extractivas en territorios indígenas. Creo que debe insistirse que el tándem de la consulta y el consentimiento representa una garantía más entre otras y no siempre la más procedente. ¿Cómo va a admitirse que se fuerce una consulta sobre propiedad indígena de la que sus titulares no quieran disponer ni, por tanto, ser consultados? A esto se le llama peyorativamente veto a fin de no admitirlo y de forzar el trámite de consulta con vistas a la invasión o a la disposición ajena de propiedad indígena.
Conviene advertirse que hay instancias relevantes de las Naciones Unidas, desde el Programa para el Desarrollo hasta el Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y el Alto Comisionado para los Derechos Humanos pasando por el Banco Mundial, que están contribuyendo resueltamente a dicha reducción con tales secuelas. El derecho a la consulta se convierte así en una garantía procedimental que, extrañamente, no fortalece los derechos sustantivos, derechos más importantes por supuesto, sino que los debilita. Esto se comprueba claramente en los supuestos frecuentes de invasión inconsulta de territorios indígenas por parte de empresas agroindustriales o extractivas, de instalaciones o fuerzas militares y demás. En vez de exigirse la reintegración de la propiedad más las indemnizaciones correspondientes, se recomienda la apertura de un diálogo que pueda subsanar la falta de consulta previa y conducir a acuerdos de compensación de daños o de participación en beneficios, tal y como si los territorios indígenas fueran en último término mostrencos, esto es disponibles por Estados, por empresas o por ejércitos.
Es conveniente añadir otra advertencia. La reducción de la consulta a trámite que debilita derechos sustantivos, derechos reconocidos incluso constitucionalmente en buena parte de los casos, se viene ahora generalizando por impulso de Estados y de empresas a lo largo y ancho del espacio andino. Ni Ecuador ni Bolivia escapan a la tendencia pese a contar hoy con Constituciones que reconocen cumplidamente los derechos de los pueblos indígenas, inclusive el derecho al autogobierno que ante todo obliga a un reordenamiento territorial del Estado en su conformidad, lo que conviene subrayar. A otros Estados, como Colombia, Perú y Chile particularmente, hay que recordarles todavía cosas más elementales como que el desprecio de los derechos de los pueblos indígenas a la hora de la verdad de unas políticas puede ocultar una intención genocida y constituir así delito de genocidio. Ante comportamientos literalmente delictivos de los Estados frente a los pueblos indígenas de poco vale la garantía de la consulta ni ninguna otra salvo la que representa la justicia penal internacional.
Todo esto no ha de llevar desde luego a un menosprecio del derecho a la consulta. Una vez que se requiere el consentimiento libre, previo e informado, la misma constituye un mecanismo de lo más valioso en manos de los pueblos, las comunidades y las organizaciones indígenas. Y el consentimiento es exigible en todo caso de consulta que afecte a derecho territorial indígena como se deduce de la propia Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas: “Los pueblos indígenas tienen derecho a la reparación (…) por las tierras, los territorios y los recursos que tradicionalmente hayan poseído u ocupado o utilizado y que hayan sido confiscados, tomados, ocupados, utilizados o dañados sin su consentimiento libre, previo e informado” (art. 28.1).
Lo que ocurre es que, por un lado, las instancias de Naciones Unidas con competencias al respecto no están haciendo valer Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en sus propios términos y no en los de doctrinas académicas adversas, y que, por otro lado, aprovechando esta cobertura internacional, los Estados y las empresas están aprendiendo a utilizar la consulta de forma que aparenta buena fe y que de hecho la desvirtúa y pervierte. No permitamos que estas malas prácticas, tanto internacionales como estatales, arruinen el mecanismo. El derecho a la consulta es nada más y nada menos que un instrumento de garantía en defensa de los derechos sustantivos de los pueblos, las comunidades y las personas indígenas o también, asimilándoseles, afrodescendientes. Olvidar la funcionalidad dejando que, por instancias no indígenas, la consulta se abstraiga de sus fines es el peligro.
En el espacio andino están en marcha operaciones que incluso cuentan con el apoyo de instancias importantes de las Naciones Unidas para convertir la consulta en una vía de acceso a recursos naturales sitos en territorios indígenas ignorando el derecho de los correspondientes pueblos a la libre determinación, y por lo tanto, a la elección de sus prioridades de desarrollo político, económico, social y cultural. El peligro es serio.
El documento de convocatoria del Diálogo regional andino sobre el derecho fundamental a la consulta previa (Bogotá, 12 y 13 de julio, 2011) asienta que el consentimiento previo, libre e informado constituye la “herramienta para la pervivencia física y cultural de los grupos étnicos de la región”. Justamente resulta así. Es herramienta y lo es además el consentimiento más que, por sí misma, la consulta.
El mismo documento notifica que, conforme a la Sistematización de procesos de consulta recién publicada por la Organización Nacional Indígena de Colombia y la Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas, “en el caso colombiano, de las más de 300 [trescientas] consultas llevadas a cabo, ninguna cumple los principios de ser libre, previa, informada y de buena fe”.
Ninguna es, de derecho, consulta. ¿No puede decirse lo propio de las consultas habidas por otras latitudes andinas, costeras y amazónicas de América Latina? ¿Cómo puede entonces hablarse de buenas prácticas? La consulta como una de las formas de ejercicio y garantía del derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación y, por tanto, al autogobierno está por inventarse.
* Contribución al Diálogo regional andino sobre el derecho fundamental a la consulta previa convocado por la Organización Nacional Indígena de Colombia y la Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas, Bogotá, 12 y 13 de Julio de 2011. He retocado algunos extremos tras la participación en la primera sesión del diálogo.