Por Bartolomé Clavero
John Ruggie es profesor de derechos humanos y asuntos internacionales en la Universidad de Harvard más interesado de siempre en los segundos que en los primeros. Con vinculación a la política exterior del gobierno estadounidense, vino centrándose en el estudio de la globalización de pautas y normas respecto en particular al mundo económico. Desde la segunda mitad de los años noventa, se vinculó adicionalmente a las Naciones Unidas para la puesta en marcha del Pacto Global entre empresas con enfoque presunto de derechos humanos y para la formulación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio con la efectividad de los derechos humanos igualmente como meta teórica. Entre 2005 y 2011 Ruggie ha sido Representante Especial del Secretario General de las Naciones Unidas para la cuestión de los derechos humanos y las empresas transnacionales y otras empresas comerciales, cargo que ahora se suprime. Ahora que John Ruggie se despide de este cargo, aunque no se descarte que mantenga su presencia internacional con puestos similares, es buena ocasión para una ojeada al panorama de Naciones Unidas a dicho respecto de empresas y derechos humanos. Conviene aquí observar particularmente la posición del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el profesor igualmente estadounidense James Anaya. Lo haré con ayuda de una lectura.
Salvo la despedida de Ruggie, se trata de malas noticias para los pueblos indígenas y sus derechos. Éstos han sido ignorados sistemáticamente por el Representante Especial sobre derechos humanos y empresas pese cuanto pese a la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DDPI). Y lo peor es que su tendencia proempresarial y contra derechos de pueblos ha influido decisivamente en el seno de las Naciones Unidas y entre los Estados que adoptan políticas extractivistas con el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes ratificado. Su entendimiento de los derechos humanos es una batería que apunta contra los derechos humanos. Bienvenida sea definitivamente su despedida como Representante Especial si ello lo es también de Naciones Unidas. Ahora vienen a constituirse otras instancias sobre derechos humanos y empresas que deberían traer, aunque de momento no se anuncie, una renovación de planteamientos en la línea de respeto de las primeras para con los segundos de un carácter rigurosamente vinculante, a lo cual John Ruggie también ha estado, con disimulo creciente, oponiéndose. Los pueblos indígenas se juegan mucho en este trance de cambio de mecanismos sobre derechos humanos y empresas. Y en las Naciones Unidas el panorama no es en estos estrictos momentos, pese siempre a la DDPI, favorable.
Para la vinculación entre derechos humanos y actividades empresariales en lo que interesa a los pueblos indígenas el punto clave es desde luego el del derecho al consentimiento libre previo e informado. Inútil es buscar nada al respecto en la obra de John Ruggie, pues ni siquiera considera que los pueblos indígenas tengan, en cuanto tales, derechos, cómo lo van a tener al consentimiento. Con toda la intención cancelatoria de su misma posibilidad, el Representante Especial Ruggie asimila sin más el caso indígena al de “grupos vulnerables”, junto a la mujer y a la infancia, como si estuviéramos todavía en tiempos coloniales cuando dicha asimilación expresamente se utilizaba para incapacitar a todos ellos. Si, ante este persistente despropósito, se me preguntase por alguien que en cambio fuera de fiar y pudiera orientar, recomendaría el nombre de Cathal Doyle, quien no ocupa ninguna posición en Naciones Unidas, pero que en estos últimos años ha actuado ante instancias suyas de derechos humanos y también ante el Comité de Derechos Humanos de la Cámara de los Comunes británica con aportaciones sobre industrias extractivas y derechos humanos. A lo que llegan mis noticias, desafortunadamente ninguna de sus intervenciones o exposiciones, algunas en colaboración con Jérémie Gilbert, está traducida al castellano.
Cathal Doyle se ha doctorado en una universidad británica con una investigación sobre el consentimiento libre, previo e informado de los pueblos indígenas en el sector de las industrias extractivas de cuyos resultados se alimentan sus actividades mencionadas. Ahora los expone en un volumen colectivo dedicado a la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DDPI) de entidad más desigual de lo que forzosamente resulta cualquier publicación de varias manos, el volumen dirigido por Stephen Allen y Alexandra Xanthaki, Reflections on the UN Declaration on the Rights of Indigenous Peoples (Oxford y Porland, Hart, 2011), un volumen de reflexiones sobre la DDPI con bastante peso de prejuicios, comenzándose por los del propio Stephen Allen y prosiguiéndose con los más conocidos de Will Kymlicka, contra un instrumento tan peculiar y sin precedentes como la DDPI y en el que por lo tanto páginas como las de Cathal Doyle brillan, junto a otras iluminadoras y útiles, por contraste además de por sí mismas. Ni siquiera se le encarga un capítulo completo, mas lo suscribe junto al referido Jérémie Gilbert: A New Dawn over the Land: Shedding Light on Collective Ownership and Consent (pp. 289-328, perteneciendo a Doyle las pp. 304-326: The Requirement to Obtain Free, Prior and Informed Consent: Natural Evolution or Groundbreaking Development?). Buenos títulos: Un Nuevo Amanecer sobre la Tierra Arrojando Luz sobre la Propiedad Colectiva y el Consentimiento el general de ambos autores, y El Requerimiento de Obtención del Consentimiento Libre, Previo e Informado: ¿Evolución Natural o Desarrollo Innovador?, el particular de Doyle. Están justificados estos títulos. No son exageraciones.
En una veintena de bien aprovechadas páginas Doyle ofrece el más documentado, coherente e incisivo análisis del derecho indígena al consentimiento previo, libre e informado respecto al acceso a recursos situados en sus territorios. En el contexto propio del desenvolvimiento normativo y jurisprudencial entre niveles internacionales, regionales y estatales, la interpretación sistemática de la DDPI le lleva a una conclusión neta, la de que no cabe, esto es que no debe caber, afectación al territorio para aprovechamiento de recursos sin el consentimiento libre, previo e informado indígena, algo que constata hasta qué punto no acaba de asumirse ni siquiera por las agencias e instancias de las Naciones Unidas pese al tenor terminante de los artículos 41 y 42 de la propia DDPI. Entre la posición del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD), que se anticipó incluso a la Declaración en la afirmación del derecho indígena al consentimiento bien cualificado, y la del Banco Mundial, que para no aceptarlo sigue recurriendo a subterfugios como el de la consulta -en vez del consentimiento- previa, libre e informada, hay otras posiciones intermedias que todavía se resisten en diversa medida al mandato de la DDPI. Respecto a la labor realmente pionera del CERD, en contraste con la más modesta del Comité de Derechos Humanos, se tiene en este mismo volumen un capítulo precioso de alguien que la conoce por experiencia propia (pp. 61-91: Patrick Thornberry, Integrating the UN Declaration on the Rights of Indigenous Peoples into CERD Practice, integrando la DDPI en la práctica del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial).
La posición del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el profesor James Anaya, se sitúa en el terreno intermedio. Doyle explica cómo sus distinciones entre supuestos que requerirían consentimiento, los que afectase a derechos vitales, y otros en los que bastaría la consulta, porque la DDPI tienda a subrayar unos y no otros, no encuentran justificación ni por los trabajos preparatorios ni por la lectura sistemática del instrumento mismo. Se trata de una construcción doctrinal sin base normativa tras la DDPI, pues pudiera con anterioridad tenerla en el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (Convenio 169). La posición del profesor Anaya ya estaba formada antes de la DDPI y no se ha revisado a su luz. Desde antes de asumir la Relatoría Especial, Anaya ha venido insistiendo en que la DDPI no supone sustantivamente novedad alguna pues en ella no hay ningún derecho humano nuevo. Así pueden evaporarse el derecho a la cultura propia, que no existe en el cuerpo general de los derechos humanos, y el derecho al consentimiento previo, libre e informado, que es un derecho específicamente indígena.
Los efectos de una posición como la del actual Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas son para Doyle perversos pues sustraen de los pueblos indígenas decisiones realmente vitales aunque sean sus derechos más vitales los que se pretendan defender: “Una interpretación de la Declaración que admite casos de derogación del requisito de obtención del consentimiento puede hacer que la carga de la prueba recaiga, no en los Estados, sino en los pueblos indígenas de modo que resulta incompatible con el espíritu y el propósito de la Declaración”. Y el papel indígena sería el de aportar pruebas, no el de adoptar decisiones. Tanto daría, cabe añadir, que la apreciación de la necesidad de consentimiento en el caso concreto, por afectación a derechos vitales, se remitiese a instancias internacionales puesto que de igual modo se atentaría contra el derecho indígena a la libre determinación. Justamente, Doyle entiende que la DDPI fundamenta el consentimiento previo, libre e informado en el derecho del pueblo indígena a la libre determinación. Ahí se basa su interpretación sistemática del instrumento.
Doyle justamente insiste en que el lenguaje de la DDPI es el de obtener el consentimiento indígena para poderse proceder, no el de meramente procurarlo o intentarlo mediante la consulta. Sus explicaciones ayudan a ver cómo un lenguaje formado, una visión hecha y una doctrina elaborada bajo la égida del Convenio 169 se ha mantenido en tiempos de la DDPI provocando su devaluación y desvirtuación. Así, frente a esto, Doyle puede repetir que el derecho indígena es de “aprobar o rechazar”, de una cosa como de la otra, y que la decisión consiguiente o el acuerdo al que se llegue ha de resultar, según se desprende de la DDPI, “jurídicamente vinculante”. De acuerdo con los referidos artículos 41 y 42 de la misma DDPI, Doyle no pone en duda que estemos ante una norma jurídica ante todo vinculante para las instancias y agencias de las Naciones Unidas, inclusive, por mucho que se resista, el Banco Mundial. Sobre el reto que así se afronta, que así debe afrontarse, Doyle no se llama a engaño: “Los Estados, las instituciones financieras globales y las empresas extractivas transnacionales mantienen el poder de la adopción de decisiones y se muestran claramente reacios a compartirlo con los pueblos indígenas”. El Relator Anaya, en cambio, insiste en que debe presumirse la buena fe de Estados y de empresas e incluso su falta de información sobre el derecho de los pueblos indígenas cuando lo atropellan. Ha vuelto a hacerlo enfáticamente en su última comparecencia anual ante el Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas.
Con buena base en los trabajos preparatorios, Doyle descalifica la problemática del llamado “derecho de veto” en nombre de los llamados “intereses generales” como un intento vano por contrarrestar el reconocimiento del derecho al reconocimiento libre, previo e informado por parte de la DDPI. Doyle observa que los Estados que encabezaron el intento, como Canadá y los Estados Unidos, son los más concernidos por intereses de empresas extractivas operando o proponiéndose operar sobre territorios indígenas más allá de sus fronteras. Pues bien, resulta que, sin base alguna en el derecho internacional actual, el Relator Especial ha recuperado notoriamente dicha problemática, ofreciendo un buen servicio a los Estados y a las empresas en su empeño por mantener viva la limitación sustancial del derecho al consentimiento previo, libre e informado mediante la denegación del tal llamado derecho de veto cuando esto fue expresamente excluido en los trabajos preparatorios de la DDPI.
Aun con más circunloquios y rodeos, la posición del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas acaba sustantivamente situándose, como teoría o doctrina y más aún a la hora de la verdad de los casos concretos, bien cerca de la del Banco Mundial y no muy lejos de la del nefasto Ruggie. En esta línea, el último informe sobre industrias extractivas en territorios indígenas o en proximidad a ellos del Relator Anaya, pese a su mandato explícito de promocionar la DDPI, opta por ni siquiera mencionar, ni en una sola ocasión, ya no digo alegar o hacer valer, el derecho al consentimiento previo, libre e informado.
Aunque no llegue a este momento y aunque tampoco extraiga conclusiones como la recién dicha, Doyle ayuda realmente a clarificar un panorama no muy halagüeño de momento para la DDPI en el mismo seno de la constelación de las Naciones Unidas, ya no digamos entre los Estados. Mejor es saberlo que cerrar los ojos y crear ilusiones. La conclusión a mi entender es prácticamente la contraria a la que llega el mencionado Stephen Allen en su contribución personal al volumen de reflexiones sobre la DDPI que codirige, quien declara en vía muerta, por culpa de la DDPI, el desarrollo del derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas y, en la más pura vena supremacista, conmina a las respectivas organizaciones a que recluyan sus empeños en el interior de los Estados. ¿Es que hay incompatibilidad entre escenarios? ¿Y de verdad que la DDPI clausura y no abre horizontes? ¿Quién teme a la DDPI?
Es mucho lo que en efecto siguen jugando los pueblos indígenas en el escenario internacional y lo que se juegan en esta coyuntura. Amortizado el cometido de Ruggie, el Consejo de Derechos Humanos decide la constitución de nuevas instancias sobre los derechos humanos y las empresas transnacionales y otras empresas, concretamente un grupo de trabajo de cinco miembros independientes y, bajo su dirección, un foro abierto. Para revertir el curso actual, frente al secuestro de la DDPI, será importante que se logre una significativa presencia acreditadamente indígena.
Informe final del Representante Especial sobre derechos humanos y empresas
Último Informe del Relator sobre Pueblos Indígenas acerca de industrias extractivas
Nuevas instancias de Naciones Unidas sobre derechos humanos y empresas
Entradas relacionadas:
Relator Anaya y Representante Ruggie
Proteger, respetar, remediar (y no reconocer derecho ni restituir)
John Ruggie es profesor de derechos humanos y asuntos internacionales en la Universidad de Harvard más interesado de siempre en los segundos que en los primeros. Con vinculación a la política exterior del gobierno estadounidense, vino centrándose en el estudio de la globalización de pautas y normas respecto en particular al mundo económico. Desde la segunda mitad de los años noventa, se vinculó adicionalmente a las Naciones Unidas para la puesta en marcha del Pacto Global entre empresas con enfoque presunto de derechos humanos y para la formulación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio con la efectividad de los derechos humanos igualmente como meta teórica. Entre 2005 y 2011 Ruggie ha sido Representante Especial del Secretario General de las Naciones Unidas para la cuestión de los derechos humanos y las empresas transnacionales y otras empresas comerciales, cargo que ahora se suprime. Ahora que John Ruggie se despide de este cargo, aunque no se descarte que mantenga su presencia internacional con puestos similares, es buena ocasión para una ojeada al panorama de Naciones Unidas a dicho respecto de empresas y derechos humanos. Conviene aquí observar particularmente la posición del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el profesor igualmente estadounidense James Anaya. Lo haré con ayuda de una lectura.
Salvo la despedida de Ruggie, se trata de malas noticias para los pueblos indígenas y sus derechos. Éstos han sido ignorados sistemáticamente por el Representante Especial sobre derechos humanos y empresas pese cuanto pese a la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DDPI). Y lo peor es que su tendencia proempresarial y contra derechos de pueblos ha influido decisivamente en el seno de las Naciones Unidas y entre los Estados que adoptan políticas extractivistas con el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes ratificado. Su entendimiento de los derechos humanos es una batería que apunta contra los derechos humanos. Bienvenida sea definitivamente su despedida como Representante Especial si ello lo es también de Naciones Unidas. Ahora vienen a constituirse otras instancias sobre derechos humanos y empresas que deberían traer, aunque de momento no se anuncie, una renovación de planteamientos en la línea de respeto de las primeras para con los segundos de un carácter rigurosamente vinculante, a lo cual John Ruggie también ha estado, con disimulo creciente, oponiéndose. Los pueblos indígenas se juegan mucho en este trance de cambio de mecanismos sobre derechos humanos y empresas. Y en las Naciones Unidas el panorama no es en estos estrictos momentos, pese siempre a la DDPI, favorable.
Para la vinculación entre derechos humanos y actividades empresariales en lo que interesa a los pueblos indígenas el punto clave es desde luego el del derecho al consentimiento libre previo e informado. Inútil es buscar nada al respecto en la obra de John Ruggie, pues ni siquiera considera que los pueblos indígenas tengan, en cuanto tales, derechos, cómo lo van a tener al consentimiento. Con toda la intención cancelatoria de su misma posibilidad, el Representante Especial Ruggie asimila sin más el caso indígena al de “grupos vulnerables”, junto a la mujer y a la infancia, como si estuviéramos todavía en tiempos coloniales cuando dicha asimilación expresamente se utilizaba para incapacitar a todos ellos. Si, ante este persistente despropósito, se me preguntase por alguien que en cambio fuera de fiar y pudiera orientar, recomendaría el nombre de Cathal Doyle, quien no ocupa ninguna posición en Naciones Unidas, pero que en estos últimos años ha actuado ante instancias suyas de derechos humanos y también ante el Comité de Derechos Humanos de la Cámara de los Comunes británica con aportaciones sobre industrias extractivas y derechos humanos. A lo que llegan mis noticias, desafortunadamente ninguna de sus intervenciones o exposiciones, algunas en colaboración con Jérémie Gilbert, está traducida al castellano.
Cathal Doyle se ha doctorado en una universidad británica con una investigación sobre el consentimiento libre, previo e informado de los pueblos indígenas en el sector de las industrias extractivas de cuyos resultados se alimentan sus actividades mencionadas. Ahora los expone en un volumen colectivo dedicado a la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DDPI) de entidad más desigual de lo que forzosamente resulta cualquier publicación de varias manos, el volumen dirigido por Stephen Allen y Alexandra Xanthaki, Reflections on the UN Declaration on the Rights of Indigenous Peoples (Oxford y Porland, Hart, 2011), un volumen de reflexiones sobre la DDPI con bastante peso de prejuicios, comenzándose por los del propio Stephen Allen y prosiguiéndose con los más conocidos de Will Kymlicka, contra un instrumento tan peculiar y sin precedentes como la DDPI y en el que por lo tanto páginas como las de Cathal Doyle brillan, junto a otras iluminadoras y útiles, por contraste además de por sí mismas. Ni siquiera se le encarga un capítulo completo, mas lo suscribe junto al referido Jérémie Gilbert: A New Dawn over the Land: Shedding Light on Collective Ownership and Consent (pp. 289-328, perteneciendo a Doyle las pp. 304-326: The Requirement to Obtain Free, Prior and Informed Consent: Natural Evolution or Groundbreaking Development?). Buenos títulos: Un Nuevo Amanecer sobre la Tierra Arrojando Luz sobre la Propiedad Colectiva y el Consentimiento el general de ambos autores, y El Requerimiento de Obtención del Consentimiento Libre, Previo e Informado: ¿Evolución Natural o Desarrollo Innovador?, el particular de Doyle. Están justificados estos títulos. No son exageraciones.
En una veintena de bien aprovechadas páginas Doyle ofrece el más documentado, coherente e incisivo análisis del derecho indígena al consentimiento previo, libre e informado respecto al acceso a recursos situados en sus territorios. En el contexto propio del desenvolvimiento normativo y jurisprudencial entre niveles internacionales, regionales y estatales, la interpretación sistemática de la DDPI le lleva a una conclusión neta, la de que no cabe, esto es que no debe caber, afectación al territorio para aprovechamiento de recursos sin el consentimiento libre, previo e informado indígena, algo que constata hasta qué punto no acaba de asumirse ni siquiera por las agencias e instancias de las Naciones Unidas pese al tenor terminante de los artículos 41 y 42 de la propia DDPI. Entre la posición del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD), que se anticipó incluso a la Declaración en la afirmación del derecho indígena al consentimiento bien cualificado, y la del Banco Mundial, que para no aceptarlo sigue recurriendo a subterfugios como el de la consulta -en vez del consentimiento- previa, libre e informada, hay otras posiciones intermedias que todavía se resisten en diversa medida al mandato de la DDPI. Respecto a la labor realmente pionera del CERD, en contraste con la más modesta del Comité de Derechos Humanos, se tiene en este mismo volumen un capítulo precioso de alguien que la conoce por experiencia propia (pp. 61-91: Patrick Thornberry, Integrating the UN Declaration on the Rights of Indigenous Peoples into CERD Practice, integrando la DDPI en la práctica del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial).
La posición del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el profesor James Anaya, se sitúa en el terreno intermedio. Doyle explica cómo sus distinciones entre supuestos que requerirían consentimiento, los que afectase a derechos vitales, y otros en los que bastaría la consulta, porque la DDPI tienda a subrayar unos y no otros, no encuentran justificación ni por los trabajos preparatorios ni por la lectura sistemática del instrumento mismo. Se trata de una construcción doctrinal sin base normativa tras la DDPI, pues pudiera con anterioridad tenerla en el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (Convenio 169). La posición del profesor Anaya ya estaba formada antes de la DDPI y no se ha revisado a su luz. Desde antes de asumir la Relatoría Especial, Anaya ha venido insistiendo en que la DDPI no supone sustantivamente novedad alguna pues en ella no hay ningún derecho humano nuevo. Así pueden evaporarse el derecho a la cultura propia, que no existe en el cuerpo general de los derechos humanos, y el derecho al consentimiento previo, libre e informado, que es un derecho específicamente indígena.
Los efectos de una posición como la del actual Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas son para Doyle perversos pues sustraen de los pueblos indígenas decisiones realmente vitales aunque sean sus derechos más vitales los que se pretendan defender: “Una interpretación de la Declaración que admite casos de derogación del requisito de obtención del consentimiento puede hacer que la carga de la prueba recaiga, no en los Estados, sino en los pueblos indígenas de modo que resulta incompatible con el espíritu y el propósito de la Declaración”. Y el papel indígena sería el de aportar pruebas, no el de adoptar decisiones. Tanto daría, cabe añadir, que la apreciación de la necesidad de consentimiento en el caso concreto, por afectación a derechos vitales, se remitiese a instancias internacionales puesto que de igual modo se atentaría contra el derecho indígena a la libre determinación. Justamente, Doyle entiende que la DDPI fundamenta el consentimiento previo, libre e informado en el derecho del pueblo indígena a la libre determinación. Ahí se basa su interpretación sistemática del instrumento.
Doyle justamente insiste en que el lenguaje de la DDPI es el de obtener el consentimiento indígena para poderse proceder, no el de meramente procurarlo o intentarlo mediante la consulta. Sus explicaciones ayudan a ver cómo un lenguaje formado, una visión hecha y una doctrina elaborada bajo la égida del Convenio 169 se ha mantenido en tiempos de la DDPI provocando su devaluación y desvirtuación. Así, frente a esto, Doyle puede repetir que el derecho indígena es de “aprobar o rechazar”, de una cosa como de la otra, y que la decisión consiguiente o el acuerdo al que se llegue ha de resultar, según se desprende de la DDPI, “jurídicamente vinculante”. De acuerdo con los referidos artículos 41 y 42 de la misma DDPI, Doyle no pone en duda que estemos ante una norma jurídica ante todo vinculante para las instancias y agencias de las Naciones Unidas, inclusive, por mucho que se resista, el Banco Mundial. Sobre el reto que así se afronta, que así debe afrontarse, Doyle no se llama a engaño: “Los Estados, las instituciones financieras globales y las empresas extractivas transnacionales mantienen el poder de la adopción de decisiones y se muestran claramente reacios a compartirlo con los pueblos indígenas”. El Relator Anaya, en cambio, insiste en que debe presumirse la buena fe de Estados y de empresas e incluso su falta de información sobre el derecho de los pueblos indígenas cuando lo atropellan. Ha vuelto a hacerlo enfáticamente en su última comparecencia anual ante el Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas.
Con buena base en los trabajos preparatorios, Doyle descalifica la problemática del llamado “derecho de veto” en nombre de los llamados “intereses generales” como un intento vano por contrarrestar el reconocimiento del derecho al reconocimiento libre, previo e informado por parte de la DDPI. Doyle observa que los Estados que encabezaron el intento, como Canadá y los Estados Unidos, son los más concernidos por intereses de empresas extractivas operando o proponiéndose operar sobre territorios indígenas más allá de sus fronteras. Pues bien, resulta que, sin base alguna en el derecho internacional actual, el Relator Especial ha recuperado notoriamente dicha problemática, ofreciendo un buen servicio a los Estados y a las empresas en su empeño por mantener viva la limitación sustancial del derecho al consentimiento previo, libre e informado mediante la denegación del tal llamado derecho de veto cuando esto fue expresamente excluido en los trabajos preparatorios de la DDPI.
Aun con más circunloquios y rodeos, la posición del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas acaba sustantivamente situándose, como teoría o doctrina y más aún a la hora de la verdad de los casos concretos, bien cerca de la del Banco Mundial y no muy lejos de la del nefasto Ruggie. En esta línea, el último informe sobre industrias extractivas en territorios indígenas o en proximidad a ellos del Relator Anaya, pese a su mandato explícito de promocionar la DDPI, opta por ni siquiera mencionar, ni en una sola ocasión, ya no digo alegar o hacer valer, el derecho al consentimiento previo, libre e informado.
Aunque no llegue a este momento y aunque tampoco extraiga conclusiones como la recién dicha, Doyle ayuda realmente a clarificar un panorama no muy halagüeño de momento para la DDPI en el mismo seno de la constelación de las Naciones Unidas, ya no digamos entre los Estados. Mejor es saberlo que cerrar los ojos y crear ilusiones. La conclusión a mi entender es prácticamente la contraria a la que llega el mencionado Stephen Allen en su contribución personal al volumen de reflexiones sobre la DDPI que codirige, quien declara en vía muerta, por culpa de la DDPI, el desarrollo del derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas y, en la más pura vena supremacista, conmina a las respectivas organizaciones a que recluyan sus empeños en el interior de los Estados. ¿Es que hay incompatibilidad entre escenarios? ¿Y de verdad que la DDPI clausura y no abre horizontes? ¿Quién teme a la DDPI?
Es mucho lo que en efecto siguen jugando los pueblos indígenas en el escenario internacional y lo que se juegan en esta coyuntura. Amortizado el cometido de Ruggie, el Consejo de Derechos Humanos decide la constitución de nuevas instancias sobre los derechos humanos y las empresas transnacionales y otras empresas, concretamente un grupo de trabajo de cinco miembros independientes y, bajo su dirección, un foro abierto. Para revertir el curso actual, frente al secuestro de la DDPI, será importante que se logre una significativa presencia acreditadamente indígena.
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