OPINIÓN de Raúl Wiener
En Chile 2010, pude ver de cerca adónde conduce la administración de izquierda del modelo de crecimiento, y las instituciones políticas creadas por la derecha. La derrota de la Concertación de Bachelet, Lagos y Frei, después de veinte años en el poder, fue un castigo a la izquierda anodina y cobarde para mover un escenario que según se decía era la envidia del mundo y por supuesto de sus vecinos del sur del continente. Hasta que llegó la rebelión de los estudiantes y la derecha pinochetista que había recuperado el poder luego de colocarse un recargado maquillaje democrático, quedó desbordada por adolescentes secundarios que hacían evidente que el famoso modelo había sembrado una profunda frustración en las nuevas generaciones y de ahí se extendía al resto de la sociedad.
Hoy, Chile es el país más convulso socialmente de América Latina, el único que ha tenido que soportar una huelga de varios meses de la escuela, a la que se han sumado luego la universidad, los padres de familia y los sindicatos de trabajadores. Piñera ha sido acorralado y lo más probable es que en la siguiente elección se produzca un nuevo giro en las preferencias políticas, pero en ese momento las viejas coartadas de la Concertación sobre la estabilidad y el crecimiento estarán agotadas. Esta es una lección para todos los demás latinoamericanos. Tanta lección como las que se cogieron anteriormente de las aperturas chilenas y las privatizaciones copiadas en tantos países que soñaban con sus índices de crecimiento del PBI y los miles de millones de dólares de sus grupos empresariales.
En el Perú hemos tenido también una transición equívoca en la primera década de los 2000, en la que tres gobiernos se encargaron de convencernos que la democracia puede existir sin alterar en lo esencial la Constitución y las instituciones de la dictadura, y sin afectar el sistema de relaciones tendidas con los grupos económicos nacionales y extranjeros, que incluye los más lesivos contratos de explotación. A nuestra manera forjamos un tipo de democracia que se pareciera profundamente al autoritarismo que acabábamos de dejar atrás. Y lo que ocurrió fue que en once años la economía creció, los inversionistas se la llevaron fácil y la gente sintió que todo lo importante: el empleo, los salarios, la educación, la salud, el acceso a los servicios, la seguridad, la moral pública, etc., permanecían igual.
Toledo, García, PPK, Castañeda, fueron los mayores derrotados de las últimas elecciones porque el país no se identificó con la administración posfujimorista. Por eso el dilema que quedó planteado tenía que ver con romper esa inercia, ya sea retrocediendo hacia el neoliberalismo fuerte o dando paso a una nueva vía de cambios. Seguramente no los cambios que Ollanta ofreció en el 2006, pero sí que se sintieran como que en el país hay una nueva escala de prioridades y que el gobierno está decidido a desamarrar las manos con las que lo ataron para que nada pudiera alterarse. Los primeros días de Ollanta presidente dejan una sensación ambigua: como que hay una voluntad de cambio expresada en medidas y en movilización del ánimo social, pero que al mismo tiempo nos estamos chocando con viejos y nuevos compromisos con los poderosos que frenan el avance general.
En Chile 2010, pude ver de cerca adónde conduce la administración de izquierda del modelo de crecimiento, y las instituciones políticas creadas por la derecha. La derrota de la Concertación de Bachelet, Lagos y Frei, después de veinte años en el poder, fue un castigo a la izquierda anodina y cobarde para mover un escenario que según se decía era la envidia del mundo y por supuesto de sus vecinos del sur del continente. Hasta que llegó la rebelión de los estudiantes y la derecha pinochetista que había recuperado el poder luego de colocarse un recargado maquillaje democrático, quedó desbordada por adolescentes secundarios que hacían evidente que el famoso modelo había sembrado una profunda frustración en las nuevas generaciones y de ahí se extendía al resto de la sociedad.
Hoy, Chile es el país más convulso socialmente de América Latina, el único que ha tenido que soportar una huelga de varios meses de la escuela, a la que se han sumado luego la universidad, los padres de familia y los sindicatos de trabajadores. Piñera ha sido acorralado y lo más probable es que en la siguiente elección se produzca un nuevo giro en las preferencias políticas, pero en ese momento las viejas coartadas de la Concertación sobre la estabilidad y el crecimiento estarán agotadas. Esta es una lección para todos los demás latinoamericanos. Tanta lección como las que se cogieron anteriormente de las aperturas chilenas y las privatizaciones copiadas en tantos países que soñaban con sus índices de crecimiento del PBI y los miles de millones de dólares de sus grupos empresariales.
En el Perú hemos tenido también una transición equívoca en la primera década de los 2000, en la que tres gobiernos se encargaron de convencernos que la democracia puede existir sin alterar en lo esencial la Constitución y las instituciones de la dictadura, y sin afectar el sistema de relaciones tendidas con los grupos económicos nacionales y extranjeros, que incluye los más lesivos contratos de explotación. A nuestra manera forjamos un tipo de democracia que se pareciera profundamente al autoritarismo que acabábamos de dejar atrás. Y lo que ocurrió fue que en once años la economía creció, los inversionistas se la llevaron fácil y la gente sintió que todo lo importante: el empleo, los salarios, la educación, la salud, el acceso a los servicios, la seguridad, la moral pública, etc., permanecían igual.
Toledo, García, PPK, Castañeda, fueron los mayores derrotados de las últimas elecciones porque el país no se identificó con la administración posfujimorista. Por eso el dilema que quedó planteado tenía que ver con romper esa inercia, ya sea retrocediendo hacia el neoliberalismo fuerte o dando paso a una nueva vía de cambios. Seguramente no los cambios que Ollanta ofreció en el 2006, pero sí que se sintieran como que en el país hay una nueva escala de prioridades y que el gobierno está decidido a desamarrar las manos con las que lo ataron para que nada pudiera alterarse. Los primeros días de Ollanta presidente dejan una sensación ambigua: como que hay una voluntad de cambio expresada en medidas y en movilización del ánimo social, pero que al mismo tiempo nos estamos chocando con viejos y nuevos compromisos con los poderosos que frenan el avance general.