Por Julio Ortega
Tal vez se deba a mi ate铆smo, pero se me hace muy cuesta arriba creer que santas, santos y dem谩s divinos patrones de miles de pueblos y ciudades en este Pa铆s, demanden a sus devotos un constante maltrato y sacrificio de seres vivos. 60.000 al a帽o aproximadamente. Hablamos de multiplicar por doce en s贸lo trescientos sesenta y cinco d铆as, el n煤mero de v铆ctimas mortales que se calcula que produjo la Inquisici贸n en Espa帽a durante varios siglos: 5.000.
Como siempre, la empat铆a con el dolor ajeno, surge en funci贸n de especies y cercan铆a sin seguir un patr贸n fijo seg煤n el damnificado o la condici贸n del acto que lo provoca, pues al fin depende de nuestra posici贸n relativa con la tragedia. As铆, duele m谩s la agon铆a de un se帽or desconocido que viva a mil kil贸metros que la de un perro, siempre y cuando ese can no sea el nuestro, claro. O turba en mayor medida un asalto con agresi贸n en la esquina de la calle en la que vivimos, que el hundimiento de una patera con el ahogamiento de cuatro docenas de mujeres, ni帽os y hombres que hu铆an de la miseria o de la persecuci贸n.
Sesenta mil inocentes torturados y ejecutados, la mayor铆a toros, que arrancando adrenalina y risas a golpe de heridas, roturas, quemaduras, pedradas, atropellos, lanzadas y estertores, conforman el siniestro mapa festivo de nuestra geograf铆a. Miles de criaturas pagando con su sufrimiento y con su vida la cobard铆a de pol铆ticos incapaces de poner freno a pr谩cticas que, por su inmunda naturaleza, echan por tierra los c铆nicos alardes de progreso, justicia e igualdad de los que tanto hacen gala en sus m铆tines, declaraciones de intenciones que representan un canalla ejercicio de hipocres铆a.
Claro que la religi贸n no es el motivo, sino una disculpa que no hace m谩s que enfangar a aquellos que profesando una fe verdadera la traducen en actos solidarios. Y para quienes atienden a dogmas antes que al amparo de los m谩s desprotegidos, la bula De Salutis Gregis Dominici, promulgada por el Papa P铆o V y todav铆a en vigor, deber铆a de constituir una justificaci贸n de peso para no exculpar, cuando no ejercer, tales pr谩cticas.
Tampoco lo es la conservaci贸n de tradiciones. Quienes as铆 lo afirman se convierten en adalides de la mendacidad, pues jam谩s ser铆an partidarios de perpetuar el derecho de pernada para sus hijas o la esclavitud para sus hijos, costumbres seculares defendidas en su momento por otros que empleaban argumentos muy similares. Ni la diversi贸n o la educaci贸n, porque ambas cuestiones no pueden ir legalmente ligadas a la exaltaci贸n de la violencia. ¿O si pueden hacerlo? Habr谩 que reconocer, a la vista de la realidad, que los supuestos legales no son m谩s que hip贸tesis de trabajo. Se dice que la teor铆a no es una llegada, sino la posibilidad de una partida. En este caso, el camino hacia la erradicaci贸n absoluta de conductas violentas no parece una senda que los pol铆ticos se atrevan a acometer sin miedo ni rodeos, saltando como van de aberraci贸n en aberraci贸n por encima de unas v铆ctimas que aparentar no ver.
Sesenta mil aldabonazos sangrientos e inocuos en nuestras conciencias impermeables a lamentos, l谩grimas y hemorragias, a manifestaciones de angustia que apenas nada pueden esperar de unos seres, los humanos, con m谩s miedo al polic铆a que a su conciencia. El respeto por la libertad y la vida ajena no suele nacer de la reflexi贸n y del saber ponerse en el lugar del que padece, sino que lamentablemente deviene de analizar las consecuencias que para uno mismo acarrear铆a violentarlas. Incluso para eso somos individuos ego铆stas y medimos la conveniencia o no de infligir da帽o a otros seg煤n el perjuicio que a nosotros nos cause el hacerlo.
Por supuesto, es l贸gico que la intensidad con la que nos golpea una tragedia dependa en parte de c贸mo nos afecte personalmente y que intervengamos dando prioridades por esa raz贸n. En un accidente de tr谩fico yo tratar铆a de sacar a mi hija atrapada en un coche en llamas - aunque sea su 煤nico ocupante – antes que asistir a otro veh铆culo en las mismas condiciones y con cinco personas en su interior. Aplicado a animales no humanos y sin tiempo para todo, salvar铆a primero a mi perro y no a los tres de mi vecino durante una riada. Pero estamos hablando de situaciones l铆mite sobrevenidas, imprevisibles e inevitables, algo muy diferente a provocarlas porque en nuestra concepci贸n moral no haya espacio para la compasi贸n ante ciertas v铆ctimas.
La experiencia demuestra que cuando la ley es c贸mplice o, excepcionalmente, no puede ser aplicada, el ser humano es capaz de perpetrar acciones lesivas para terceros punibles en otras circunstancias o lugares: las lapidaciones, las peleas de perros o los saqueos tras una cat谩strofe natural constituyen ejemplos de esta degradaci贸n moral reprimida por normas con sus correspondientes sanciones cuando existen y no por la 茅tica de cada cual.
¿Cu谩ntos devolver铆an con el dinero intacto en su interior una cartera que se encontrasen? Lavamos la conciencia entregando una documentaci贸n que para nada nos sirve pero nos quedamos con los billetes del mismo due帽o. De igual modo, colmamos de atenciones a nuestro perro y echamos migas a los gorriones, pero callamos ante el alanceamiento de un toro en Tordesillas o la muerte de caballos reventados de cansancio y sed durante la Romer铆a del Roc铆o.
Llegados a tal punto, antes que aguardar a los resultados de un cambio de sensibilidad en la sociedad a trav茅s de la educaci贸n que llevar谩 muchas d茅cadas – pues arrastramos siglos de cultura de la dominaci贸n – es imprescindible crear una legislaci贸n que impida, sin excepciones, abusos producto del individualismo y antropocentrismo que nos caracterizan.
Todos sabemos que el robo, la violaci贸n o el asesinato son conductas depravadas y extremadamente nocivas para la v铆ctima. A pesar de esa certeza los gobernantes las proh铆ben sin esperar a que les pongan freno las conciencias particulares. El escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo: “El gran negocio del crimen y el miedo sacrifica la justicia”. Y de eso saben mucho gobiernos que, como el nuestro, se lucran de la venta de armas. Por lo mismo, m谩s all谩 del origen personal del gusto por la violencia con animales en algunos ciudadanos: diversi贸n, ignorancia, intereses, sadismo, etc., es una obligaci贸n de nuestros estadistas no continuar siendo c贸mplices de ella empleando la herramienta que los votos le han otorgado: la posibilidad de redactar leyes en las que debe primar el bien com煤n antes que su popularidad.
Vivimos en este periodo del a帽o d铆as pr贸digos en fiestas locales en Espa帽a. Cultura, entretenimiento y negocio son muy nobles aspiraciones, qu茅 duda cabe, pero si para llevarlas a cabo se hace necesario que un toro, una vaquilla, un ganso, un pony, una ardilla o un burro experimenten un terrible tormento f铆sico y ps铆quico que a menudo les conduce a la muerte, cualquier pretendida dignidad del esparcimiento o del lucro queda devorada por la perversi贸n. Puede que sea ut贸pico pedirle tal sensibilidad a un ciudadano, pero exigir a nuestros mandatarios su traducci贸n al c贸digo penal es un derecho que nos asiste y al que no renunciaremos jam谩s.
Tal vez se deba a mi ate铆smo, pero se me hace muy cuesta arriba creer que santas, santos y dem谩s divinos patrones de miles de pueblos y ciudades en este Pa铆s, demanden a sus devotos un constante maltrato y sacrificio de seres vivos. 60.000 al a帽o aproximadamente. Hablamos de multiplicar por doce en s贸lo trescientos sesenta y cinco d铆as, el n煤mero de v铆ctimas mortales que se calcula que produjo la Inquisici贸n en Espa帽a durante varios siglos: 5.000.
Como siempre, la empat铆a con el dolor ajeno, surge en funci贸n de especies y cercan铆a sin seguir un patr贸n fijo seg煤n el damnificado o la condici贸n del acto que lo provoca, pues al fin depende de nuestra posici贸n relativa con la tragedia. As铆, duele m谩s la agon铆a de un se帽or desconocido que viva a mil kil贸metros que la de un perro, siempre y cuando ese can no sea el nuestro, claro. O turba en mayor medida un asalto con agresi贸n en la esquina de la calle en la que vivimos, que el hundimiento de una patera con el ahogamiento de cuatro docenas de mujeres, ni帽os y hombres que hu铆an de la miseria o de la persecuci贸n.
Sesenta mil inocentes torturados y ejecutados, la mayor铆a toros, que arrancando adrenalina y risas a golpe de heridas, roturas, quemaduras, pedradas, atropellos, lanzadas y estertores, conforman el siniestro mapa festivo de nuestra geograf铆a. Miles de criaturas pagando con su sufrimiento y con su vida la cobard铆a de pol铆ticos incapaces de poner freno a pr谩cticas que, por su inmunda naturaleza, echan por tierra los c铆nicos alardes de progreso, justicia e igualdad de los que tanto hacen gala en sus m铆tines, declaraciones de intenciones que representan un canalla ejercicio de hipocres铆a.
Claro que la religi贸n no es el motivo, sino una disculpa que no hace m谩s que enfangar a aquellos que profesando una fe verdadera la traducen en actos solidarios. Y para quienes atienden a dogmas antes que al amparo de los m谩s desprotegidos, la bula De Salutis Gregis Dominici, promulgada por el Papa P铆o V y todav铆a en vigor, deber铆a de constituir una justificaci贸n de peso para no exculpar, cuando no ejercer, tales pr谩cticas.
Tampoco lo es la conservaci贸n de tradiciones. Quienes as铆 lo afirman se convierten en adalides de la mendacidad, pues jam谩s ser铆an partidarios de perpetuar el derecho de pernada para sus hijas o la esclavitud para sus hijos, costumbres seculares defendidas en su momento por otros que empleaban argumentos muy similares. Ni la diversi贸n o la educaci贸n, porque ambas cuestiones no pueden ir legalmente ligadas a la exaltaci贸n de la violencia. ¿O si pueden hacerlo? Habr谩 que reconocer, a la vista de la realidad, que los supuestos legales no son m谩s que hip贸tesis de trabajo. Se dice que la teor铆a no es una llegada, sino la posibilidad de una partida. En este caso, el camino hacia la erradicaci贸n absoluta de conductas violentas no parece una senda que los pol铆ticos se atrevan a acometer sin miedo ni rodeos, saltando como van de aberraci贸n en aberraci贸n por encima de unas v铆ctimas que aparentar no ver.
Sesenta mil aldabonazos sangrientos e inocuos en nuestras conciencias impermeables a lamentos, l谩grimas y hemorragias, a manifestaciones de angustia que apenas nada pueden esperar de unos seres, los humanos, con m谩s miedo al polic铆a que a su conciencia. El respeto por la libertad y la vida ajena no suele nacer de la reflexi贸n y del saber ponerse en el lugar del que padece, sino que lamentablemente deviene de analizar las consecuencias que para uno mismo acarrear铆a violentarlas. Incluso para eso somos individuos ego铆stas y medimos la conveniencia o no de infligir da帽o a otros seg煤n el perjuicio que a nosotros nos cause el hacerlo.
Por supuesto, es l贸gico que la intensidad con la que nos golpea una tragedia dependa en parte de c贸mo nos afecte personalmente y que intervengamos dando prioridades por esa raz贸n. En un accidente de tr谩fico yo tratar铆a de sacar a mi hija atrapada en un coche en llamas - aunque sea su 煤nico ocupante – antes que asistir a otro veh铆culo en las mismas condiciones y con cinco personas en su interior. Aplicado a animales no humanos y sin tiempo para todo, salvar铆a primero a mi perro y no a los tres de mi vecino durante una riada. Pero estamos hablando de situaciones l铆mite sobrevenidas, imprevisibles e inevitables, algo muy diferente a provocarlas porque en nuestra concepci贸n moral no haya espacio para la compasi贸n ante ciertas v铆ctimas.
La experiencia demuestra que cuando la ley es c贸mplice o, excepcionalmente, no puede ser aplicada, el ser humano es capaz de perpetrar acciones lesivas para terceros punibles en otras circunstancias o lugares: las lapidaciones, las peleas de perros o los saqueos tras una cat谩strofe natural constituyen ejemplos de esta degradaci贸n moral reprimida por normas con sus correspondientes sanciones cuando existen y no por la 茅tica de cada cual.
¿Cu谩ntos devolver铆an con el dinero intacto en su interior una cartera que se encontrasen? Lavamos la conciencia entregando una documentaci贸n que para nada nos sirve pero nos quedamos con los billetes del mismo due帽o. De igual modo, colmamos de atenciones a nuestro perro y echamos migas a los gorriones, pero callamos ante el alanceamiento de un toro en Tordesillas o la muerte de caballos reventados de cansancio y sed durante la Romer铆a del Roc铆o.
Llegados a tal punto, antes que aguardar a los resultados de un cambio de sensibilidad en la sociedad a trav茅s de la educaci贸n que llevar谩 muchas d茅cadas – pues arrastramos siglos de cultura de la dominaci贸n – es imprescindible crear una legislaci贸n que impida, sin excepciones, abusos producto del individualismo y antropocentrismo que nos caracterizan.
Todos sabemos que el robo, la violaci贸n o el asesinato son conductas depravadas y extremadamente nocivas para la v铆ctima. A pesar de esa certeza los gobernantes las proh铆ben sin esperar a que les pongan freno las conciencias particulares. El escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo: “El gran negocio del crimen y el miedo sacrifica la justicia”. Y de eso saben mucho gobiernos que, como el nuestro, se lucran de la venta de armas. Por lo mismo, m谩s all谩 del origen personal del gusto por la violencia con animales en algunos ciudadanos: diversi贸n, ignorancia, intereses, sadismo, etc., es una obligaci贸n de nuestros estadistas no continuar siendo c贸mplices de ella empleando la herramienta que los votos le han otorgado: la posibilidad de redactar leyes en las que debe primar el bien com煤n antes que su popularidad.
Vivimos en este periodo del a帽o d铆as pr贸digos en fiestas locales en Espa帽a. Cultura, entretenimiento y negocio son muy nobles aspiraciones, qu茅 duda cabe, pero si para llevarlas a cabo se hace necesario que un toro, una vaquilla, un ganso, un pony, una ardilla o un burro experimenten un terrible tormento f铆sico y ps铆quico que a menudo les conduce a la muerte, cualquier pretendida dignidad del esparcimiento o del lucro queda devorada por la perversi贸n. Puede que sea ut贸pico pedirle tal sensibilidad a un ciudadano, pero exigir a nuestros mandatarios su traducci贸n al c贸digo penal es un derecho que nos asiste y al que no renunciaremos jam谩s.