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Historia y política. La ley de la negación del genocidio en Francia

OPINIÓN de Antonio Hermosa   

El Parlamento francés acaba de aprobar la ley contra la negación de los genocidios reconocidos como tales por la legislación francesa, y castiga a quien la infrinja con un año de prisión y 45.000 euros de multa. El genocidio armenio figura entre los principales en el recuento del horror, por lo que si alguien entre Vds. ha oído en estos días cavernarios rugidos o escalofriantes chirríos, como si la Tierra fuera a salirse de su órbita, no se asusten: se trata de las reacciones turcas contra dicha ley, que amenazan con reducir las relaciones diplomáticas entre ambos países a las mantenidas entre los elefantes y las hormigas; ni vayan tampoco a recelar si acaso huelen en exceso a azufre, porque ése es el perfume que se expande automáticamente desde Ankara en cuanto se empieza a debatir sobre el tema en París. Todo ello, por lo demás, en puntual reedición de lo acaecido en 2006.   

Con independencia de la constitucionalidad o no de la ley, o de si se aviene o no a la legislación europea en la materia, según sostienen respectivamente quienes niegan o afirman la legitimidad de cualquier intervención del Parlamento francés en el ámbito de la memoria ajena, la cuestión decisiva es si le es posible o no a un parlamento legislar sobre la historia. La respuesta, entiendo, es no si la finalidad es fijar los hechos o determinar la interpretación de los mismos. En tal caso el órgano legislativo estaría suplantando al historiador en sus labores y vulnerando la libertad de pensamiento y de expresión. La respuesta, en cambio, es cuando lo que está en juego es, sencillamente, la justicia. Y tanto en lo referente al pasado como en el presente, es decir, a la hora de preservar la verdad ya suficientemente acreditada de los hechos como a la de establecer su posible influencia en las relaciones bilaterales con los países que la niegan.   

Negar a estas alturas la planificación burocrática, sistemática y general, del exterminio armenio por parte de quienes realmente gobernaban el Imperio Otomano, a saber, los Jóvenes Turcos, es algo que nadie osa. Salvo los turcos, se entiende, que en su inmensa mayoría han hecho de este punto, por interés o ignorancia, un artículo de fe. Sorprende la comunión de cualquier político turco, sea cual sea su pelaje ideológico, con esa mentira oficialmente establecida y llevada a los altares, al extremo que para ellos el olvido del genocidio mediante su negación es tan sustancial como para el pueblo-víctima su afirmación mediante la memoria.   

La legitimidad de la intervención de un órgano político como el parlamento en la historia proviene ante todo de la propia política. En el caso francés, por ejemplo, más allá de que falte la alusión a “la incitación a la violencia o al odio de un grupo de personas” –vale decir, del motivo por el cual la UE autoriza desde 2008 la inclusión en el ordenamiento de los países miembros de la represión de la negación, apología, etc., del genocidio, como señala R. Badinter en su crítica de la Asamblea Nacional-, es decir, más allá del vacío jurídico en el que ha tenido lugar, la legitimidad de su acción proviene de la conducta turca en relación con los armenios y con los propios turcos que sí reconocen el magnicidio.   

Cuando Erdogan califica de “monstruosidad” el monumento a la reconciliación entre armenios y turcos alzado en Kars –y demolido poco después-, pero mantiene en la ciudad fronteriza de Igdir el monumento al… genocidio turco por parte de los armenios; o lo que es igual, cuando falsifica la historia al son que marca su interés. O cuando la legislación turca prohíbe hablar de genocidio armenio; cuando se amenaza, y en ocasiones se asesina, a quien lo afirma y se garantiza impunidad a los asesinos. O cuando, y sobre todo, Armenia es vejada, humillada, mortificada por su aspiración al reconocimiento del mismo, etc. Cuando todo eso ocurre, ¿no hay en acto un ejercicio de violencia hacia la verdad histórica, de odio a quien la defiende y de permanente violación de los derechos humanos? ¿Y no es en ese caso la ley francesa una acción de defensa de la verdad, de protección de los indefensos, de tutela de los derechos justo por ser una afrenta directa a su perseguidor?   

Por lo demás, no vale aquí que Erdogan pueda razonablemente desnudar las vergüenzas francesas en Argelia como argumento deslegitimador de la decisión adoptada por el Parlamento francés, por cuanto ni el millón corto de muertos con el que se saldó el conflicto entre las partes, ni la lección de deshonor impartida por Francia, contrapesan el millón largo de muertos armenios que la sed turca de exterminio dejó como estela de su furor. Al mirar los hechos en perspectiva, los muertos ni se contrapesan ni se canjean, sino que se suman, y es la existencia de lo humano la que degrada de continuo su dignidad a través de la herida abierta de las masacres. La crítica del uno, pues, no redime al otro, y desde luego no legitima su acción frente a un tercero; pero si para lanzar la piedra hubiéramos de esperar a la falta de culpa, la vida humana habría de inscribirse en el reino vegetal. Añádase a ello que en un mundo tan fuertemente interrelacionado como el actual, y con una población tan densamente heterogénea en cualquiera de los países desarrollados, las diversas historias ajenas se mezclan entre sí en la política nacional del país de acogida, lo que, para bien y para mal, impulsa hacia la ocasional transformación de los parlamentos en tribunales internacionales. Antes o después, por tanto, la injerencia en los asuntos de otro está garantizada.
Ahora bien, la testarudez negacionista de la política turca tiene un precio, y alto: el de su incapacidad para democratizarse. Negarse a revisar y asumir su pasado no sólo ocluye formas posibles de futuro, de cooperación estable con sus iguales, sino que la condena a no poder prescindir de la violencia, más tácita o más explícita, más honesta o más cínica, con los demás. La arrogancia, la intimidación, la amenaza frente a unos; el cinismo del nudo interés frente a otros; y quizá hasta la cesión ante el chantaje frente a terceros se enumerarán entre las diversas manifestaciones de la misma. Ni la paz, ni la libertad, ni los derechos humanos salen muy reforzados que digamos de semejante inframundo.   

A Turquía, además, la ha empezado a perjudicar otro hecho del que la mencionada ley francesa es quizá su primera gran manifestación internacional; pronto llegará 2015, y el 25 de abril de ese año, se empezará a cumplir un siglo de la hecatombe, lo que no propicia precisamente no ya su olvido, sino ni siquiera su ocultamiento o disimulo, como se ha venido haciendo hasta ahora. Por mucho que Erdogan y la camada nacionalista se empeñen en camuflar y trastocar las evidencias, el gran fantasma de la memoria turca se hará cada vez más concreto y más presente, y par al reloj de la conciencia poetizado por Baudelaire no dejará de martillear el presente de Turquía con su incesante Souviens-toi!, Souviens-toi! (¡Acuérdate, Acuérdate!): y el país deberá recordar en el interior de ese espacio simbólico de un siglo que con el paso del tiempo no es tiempo sólo lo que pasa: que no todo pasa con el tiempo.

*Antonio Hermosa es profesor de Filosofía en la Universidad de Sevilla




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