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A sangre y fuego

OPINIÓN de Javier Couso    




Las imágenes de brutalidad policial contra estudiantes y ciudadanos valencianos han causado impresión en todo el mundo. No porque sean las más violentas que hayamos visto, ni porque el mundo se sorprenda hoy en día al ver agresiones en las pantallas de las televisiones, sino porque esa violencia exacerbada, ejercida por funcionarios policiales de la unidades antidisturbios, estaba dirigida contra menores que se manifestaban de manera pacífica.

La actuación de las UIP (Unidades de Intervención Policial) en Valencia se asemejaba más a un Estado de Excepción o de Sitio, donde las garantías constitucionales habían sido suspendidas, que al mantenimiento del «orden público» que les otorga el Real Decreto 1668/1989 de 29 de diciembre como Órganos Móviles de Seguridad Pública.

Hay que pararse de vez en cuando en las leyes, sobre todo en las que ceden el monopolio de la violencia al Estado y concretamente a los funcionarios policiales. Mirar con lupa las cuestiones que afectan a la legitimidad y la profesionalidad de las unidades especiales de la policía.

Lo que da legitimidad a una actuación policial es, en teoría, el cumplimiento de la ley, y como en casi todas las normas o disposiciones legales que afectan a la guerra o al uso de la violencia, los criterios fundamentales son los de «proporcionalidad y distinción», básicos también en el Derecho Internacional Humanitario. Afortunadamente, y debido a la extensión de los teléfonos con cámaras y conexión a Internet, se han podido tomar un amplio número de grabaciones que permiten apreciar que las actuaciones policiales no han cumplido estos principios.

No existe proporcionalidad cuando se agrede con patadas, bofetadas, empujones contra coches, insultos machistas o apaleamientos cinco a uno, ni hay distinción cuando se actua indiscriminadamente contra personas de cualquier edad y condición.




El marco que permite a la policía actuar para disolver protestas, está descrito en el art. 557 del Código Penal que dice:  «... los que, actuando en grupo, y con el fin de atentar contra la paz pública, alteren el orden público causando lesiones a las personas, produciendo daños en las propiedades, obstaculizando las vías públicas o los accesos a las mismas de manera peligrosa para los que por ellas circulen, o invadiendo instalaciones o edificios, sin perjuicio de las penas que les puedan corresponder conforme a otros preceptos de este Código».


 

Aún haciendo caso a las informaciones policiales que dicen que la primera actuación se produjo al ocupar los alumnos del IES Lluís Vives una vía pública, parece que, y a tenor de las imágenes grabadas por los chavales, el peligro al que hace alusión el citado artículo fue causado por una aplicación desmedida de la fuerza, teniendo en cuenta que la mayoría de los que ocupaban la vía pública eran menores.

A partir de este momento y con la difusión de las imágenes por las redes sociales como mecha catalizadora, se produce una movilización social que, de los colegios, pasa a los institutos, saltando finalmente a la universidad. A partir de aquí todo se desmadra por una escalada de violencia policial, que en vez de apagar el fuego, incendia la ciudad y contagia a otros sectores sociales que se suman a la repulsa de esta toma violenta de la ciudad de Valencia.

Queda claro que el gobierno del Partido Popular utilizó está situación como un laboratorio para experimentar un especie de «doctrina del shock», que con la aplicación de una dura y generalizada represión, pretendía servir de ejemplo para enseñar a todo el país como va a gestionar el nuevo gobierno la previsible conflicitividad social producida por los recortes.


 

Que era algo premeditado y avalado desde las más altas instancias lo deja bien claro la rueda de prensa que se ve obligada a dar la Delegada del Gobierno, flanqueada por un Jefe de Policía que en el más puro estilo de grupo de tareas de la CIA o de mentalidad falangista de paseo, califica a los que se manifiestan como «enemigos».

Esta declaración de principios, que parece el comienzo de un plan para tratar de manera militar el disenso ciudadano, se ve reforzada por la medida de gracia que otorga el gobierno entrante a tres Mossos de Escuadra a los que indulta a pesar de estar condenados de manera firme por torturas. El mensaje pues, está claro: Chicos, podéis hacer lo que queráis, da igual que peguéis a menores, que lesionéis, que incluso torturéis, mientras defendáis los intereses de los poderosos, tendréis el apoyo de vuestros superiores jerárquicos y la protección del Poder Ejecutivo por si acaso el Poder Judicial os alcanza. Aprovechad, sois impunes.

Se nos viene encima algo muy duro, una paz social entendida como pax romana. Y esta “extraordinaria placidez” será impuesta por unos cuerpos de élite, en cuyo interior existe un alto indice de elementos adscritos al espectro ideológico del odio neonazi o que simplemente tienen, por lo que se ve y se escucha en sus actuaciones, un trastorno de agresividad y de descontrol de la violencia.

Si tratamos de entender lo que es una unidad de élite en el ámbito militar o policial, deberemos hablar de grupos especiales entrenados para operar en situaciones de riesgo, con un alto grado de especialización, movimiento y capacidad de fuego. No cualquier policía o militar puede pertenecer a ellas, de hecho hay una criba física e intelectual que da paso a un riguroso entrenamiento que las hace polivalentes.

Una de las cosas que se busca en la moderna concepción de los cuerpos de operaciones especiales es la estabilidad emocional ¿Por qué? Porque al igual que en los motos y coches deportivos, no es tan importante o determinante la potencia, como la gestión de ella, es decir se necesitan unos buenos frenos mecánicos y un gran freno cerebral para gestionar con éxito todo ese torrente de fuerza.


 

En el caso de las unidades de protección, por poner un ejemplo, imaginemos un grupo de escoltas que frente a una amenaza exterior, en vez de anularla de forma discrecional y proporcional, la enfrenta con una ensalada de tiros indiscriminada. El resultado sería, además de un fracaso en la protección de la personalidad, la pérdida de la legitimidad en el uso de la fuerza.

En el caso que nos atañe, las Unidades de Intervención Policial (UIP) son unidades de élite policial con diferentes especialidades, entre las que se encuentran las que afectan al orden público por medio de los llamados popularmente antidisturbios. Por lo tanto, son estructuras a las que se puede aplicar lo antes dicho sobre los grupos o unidades de operaciones especiales. Estos funcionarios están entrenados, no solo en la utilización de la fuerza, en teoría de manera acorde a la ley, si no en la gestión del miedo, el control de la agresividad y el uso de fuerza no letal en el marco de unas garantías democráticas.

Por el contrario y empezando por sus jefes, nos encontramos con individuos que ven con unas gafas que convierten a los ciudadanos en enemigos, que cuando ejercen la violencia la hacen con odio irrefrenable y con una infiltración cada día más evidente de extremistas de derechas o macarras descontrolados con inexistente empatía con sus semejantes.




Esto, que a mí me aterra, debería dar miedo hasta a nuestros gobernantes por la incapacidad de manejar a estos elementos en situaciones de gran estallido social. Sin embargo, y a pesar de las denuncias internacionales de abusos y torturas policiales, nos encontramos con que en vez de ser depurados, son legitimados y cuidados.

En momentos de emergencia social, además de los recortes de derechos, nos espera la extrema violencia y la impunidad.

El expolio financiero van a defenderlo, aunque sea a sangre y fuego.






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