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“Por mi culpa, por mi gran culpa”

OPINIÓN de Teodoro Martínez   

El trabajo de un sanitario consiste en descubrir y tratar la enfermedad del paciente, pero también en comprender la vivencia del enfermo y su entorno. En esta labor, es fundamental que no contribuyamos con nuestros gestos y nuestras palabras a atizar las ascuas del temor, o que nuestra torpeza avive el fuego de la culpa, en lugar de extinguirlo.

Primum non nocere… lo primero, no hacer daño. Quizá es de las primeras cosas que debe aprender un estudiante de medicina para atender a los pacientes: la prudencia. In dubio abstine (en caso de duda, abstente). Trata a tu paciente con la reverencia que debes a lo sagrado.

Si despreciamos cualquiera de los ingredientes que hacen noble la aleación de que están hechos los grandes sanadores (ciencia, experiencia y humanidad) es fácil caer en la impericia, la imprudencia o la peor de todas, la negligencia. De entre todos los posibles errores hay uno especialmente sibilino, apenas perceptible, pero que crece voraz y ominoso una vez inoculado en un paciente o sus familiares: la tortura de la culpa.

La culpa aparece con facilidad en los pacientes de manera espontánea tras la fase de negación ante problemas de salud importantes. Tras el diagnóstico, o con los primeros síntomas, el problema puede sobrepasar la capacidad de adaptación del paciente y abrumarlo. En este momento, rodeados de incertidumbre, acosados por historias que creen similares a la que observan, torturados por sus recuerdos, sus certezas, sus errores, sus arrepentimientos… el paciente y su entorno desarrollan su propia vivencia de la enfermedad, que poco tiene que ver con lo que reflejan los libros. Cuando se siente desprotegido surgen los porqués… y no es infrecuente que termine dictando sentencia contra sí mismo.

Esa culpa natural forma parte de la enfermedad y puede ser descubierta y tratada. El problema nos sobrepasa, y es insoslayable pedir ayuda a extraños, los sanitarios. En estas circunstancias, la comunicación es asimétrica: el emisor-paciente, muy vulnerable, se encuentra en una posición de debilidad ante el receptor-sanador, al que se entrega, se subordina, y se deja hacer. El buen profesional ha de adaptar la conversación al enfermo allí donde está, acogerlo con naturalidad. Debe comunicarse en su nivel, para poder empatizar con él y poder sanarlo, y a la vez para restaurar el equilibrio entre semejantes que la enfermedad ha alterado, para hacerlo sentir de nuevo humano, antes que enfermo. Esta relación de confianza es fundamental para que los miedos irracionales y la culpa se difuminen.

En demasiadas ocasiones los profesionales no descendemos los escalones, y en lugar de agacharnos, nos erguimos hieráticos en un ilusorio trono y nos transmutamos en jueces implacables dedicados a sentenciar. Bien, mal, no podrás, no lo haces bien, esto es por todo lo que has hecho, si hubieras, si no hubieras, te lo dije,… todas ellas llevan implícitas la soberbia de un iluminado que distingue qué se puede o no hacer para mantener la salud, junto con otra no menos soberbia opinión de que el paciente sería incapaz de sobrevivir sin sus doctos consejos.

Esta actitud pervierte el respeto debido al otro, puesto que lo ningunea, lo cosifica, y le quita cualquier posibilidad de participar en las decisiones que conciernen a su salud. Además lo responsabiliza de forma injusta de algo tan aleatorio como la enfermedad, favoreciendo así que aparezca una culpa inducida.

No nos pagan para juzgar, sino para comprender porqué los pacientes actúan como lo hacen, y para tratar de encontrar la forma de mejorar su salud. Las recriminaciones no producen ningún beneficio, y sí heridas que quizá nunca cicatricen. Podemos llegar a ser los únicos responsables del sufrimiento de un semejante que nos pidió un minuto de alivio.

La mayoría de las veces los humanos somos demasiado conscientes de nuestros errores, y de escarnio propio y ajeno solemos ir sobrados. Necesitamos apoyos para mirar hacia nuestro futuro, amigos que nos ayuden a aparcar los errores pasados que no pueden ser cambiados. Por ello, cuando nos acerquemos a un paciente, que siempre sea con el objetivo de que su vida sea un poco mejor que antes de conocernos, y que nunca nos sobre la preciosa sentencia: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas”.




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