OPINIÓN de Rafael Fernando Navarro
Sólo los locos tienen una visión correcta del mundo. Los demás padecemos un estrabismo deformante. Ana tiene una vivencia extraordinaria de la locura. Va de sí misma hacia sí misma, cada vez por un camino que siempre empieza y termina en la comprensión del caos como única vida con estilo. Pasan a su lado señores con corbata y mocasín italianos, señoras-peluquería-pantén, banqueros con un porsche en la solapa, parejas poniendo en orden la vida, casadas por el rito legal, absolutamente legal. Han dejado el amor en el armario porque escandaliza el beso, la caricia sin sujetador carcelario, la fusión de la sangre como un brindis a la primavera elegante de un jueves soleado. Nadie desde Erasmo amó tanto la locura como ella. Va por el mundo con un ramo de locura en la mochila, ama con locura y te acoge en su locura tibia de pan recién hecho. Cada anochecer cambia los muebles de su alma, llena de flores su cama para soñar un chanel de estrellas perfumadas. Cada mañana desordena la luz para no repetirse en la vivencia y estrenar el mar en los adentros de una caracola de mares exiliados.
Es el momento de una turbia economía envenenada. Somos simplemente dinero, déficit, rescate, prima de riesgo. Los políticos dicen estar empeñados en poner orden en el mundo, en refundar el capitalismo, en equilibrar ingresos y gastos. El mundo es un enorme banco sin fachada para que nadie reconozca el edificio donde se crea esclavitud, desprecio por lo humano, avaricia amontonada. El mercado es el pantocrator de un bizancio de barrio estéril y mugriento. Ya no existe París. Lo eliminaron por incompatibilidad de elegancia y estiércol, para que los amantes no se citen nunca allí porque el amor desprestigia, porque la cintura del Sena es un lujo sólo para prostitutas con flores bordadas en la entrepierna. Economía es el mundo. Línea rectilínea la existencia sin cabida para picasos y dalies. La recta es lo geométricamente correcto, símbolo del orden ordenado, de lo conseguido por unos gobernantes carentes de aventura creadora, rutinaria conversación sobre el tiempo en un ascensor herméticamente asustado.
El mundo se ha vuelto cuerdo. Los poetas están arrinconados. Archivadas las lunas. Clasificados los vientos en las estanterías de un museo arruinado. Nada vale la pena si está fuera del orden. Las rosas son recuerdos de cuando la primavera era aventura. Las estrellas, huellas de una madre enterrada que fue buena y hermosa. La muerte no es una decisión, sino una ley de vida que tiene que cumplirse, como un destino tatuado con fecha de matadero. Prohibido el suicidio porque la muerte está socializada, convertida en negocio de ataúdes repletos de langostas que alimentan al dueño de las pompas con un Volvo que transporta esqueletos vestidos de Verino.
Está en orden el orden. Satisfechos los presidentes del euro, los terratenientes de la gloria, los ministros del revólver, los guardianes de pistolas de azabache reluciente. El mundo está en su sitio, sin posibilidad de girar sobre su eje, olvidado del sol como destino anual. El dinero es el río encauzado que nunca será mar, porque el mar es rebelión, desmesura, sin orillas tirantes sujetando una hechura. Hay que asesinar al mar por indomable, porque no cabe en las bolsas de dinero, ni en las manos ni en los ojos.
¿Qué habrá sido de Ana, tan divinamente loca ella, tan hacedora de mundos de colores, de caballitos pintados, de elefantes de juguete, de gatos que maúllan partituras de Bach, Schubert o jazz? ¿De dónde vendrá? ¿A dónde irá? Era hermoso verla pasar, con su mochila cargada de locura, contemplarla dormir en su cama con flores de retama, desordenando la luz para hacer de cada día la inauguración de una vida conquistada.
Hoy, desde mi jaula herrumbrada de residuo de siglo XXI, recuerdo sus ojos indagando el desorden, sus manos orfebres del caos más hermoso, sus brazos desnudos anudándose el mar a la cintura.
El mundo vale la pena porque hay locos que lo crean cada día.
Sólo los locos tienen una visión correcta del mundo. Los demás padecemos un estrabismo deformante. Ana tiene una vivencia extraordinaria de la locura. Va de sí misma hacia sí misma, cada vez por un camino que siempre empieza y termina en la comprensión del caos como única vida con estilo. Pasan a su lado señores con corbata y mocasín italianos, señoras-peluquería-pantén, banqueros con un porsche en la solapa, parejas poniendo en orden la vida, casadas por el rito legal, absolutamente legal. Han dejado el amor en el armario porque escandaliza el beso, la caricia sin sujetador carcelario, la fusión de la sangre como un brindis a la primavera elegante de un jueves soleado. Nadie desde Erasmo amó tanto la locura como ella. Va por el mundo con un ramo de locura en la mochila, ama con locura y te acoge en su locura tibia de pan recién hecho. Cada anochecer cambia los muebles de su alma, llena de flores su cama para soñar un chanel de estrellas perfumadas. Cada mañana desordena la luz para no repetirse en la vivencia y estrenar el mar en los adentros de una caracola de mares exiliados.
Es el momento de una turbia economía envenenada. Somos simplemente dinero, déficit, rescate, prima de riesgo. Los políticos dicen estar empeñados en poner orden en el mundo, en refundar el capitalismo, en equilibrar ingresos y gastos. El mundo es un enorme banco sin fachada para que nadie reconozca el edificio donde se crea esclavitud, desprecio por lo humano, avaricia amontonada. El mercado es el pantocrator de un bizancio de barrio estéril y mugriento. Ya no existe París. Lo eliminaron por incompatibilidad de elegancia y estiércol, para que los amantes no se citen nunca allí porque el amor desprestigia, porque la cintura del Sena es un lujo sólo para prostitutas con flores bordadas en la entrepierna. Economía es el mundo. Línea rectilínea la existencia sin cabida para picasos y dalies. La recta es lo geométricamente correcto, símbolo del orden ordenado, de lo conseguido por unos gobernantes carentes de aventura creadora, rutinaria conversación sobre el tiempo en un ascensor herméticamente asustado.
El mundo se ha vuelto cuerdo. Los poetas están arrinconados. Archivadas las lunas. Clasificados los vientos en las estanterías de un museo arruinado. Nada vale la pena si está fuera del orden. Las rosas son recuerdos de cuando la primavera era aventura. Las estrellas, huellas de una madre enterrada que fue buena y hermosa. La muerte no es una decisión, sino una ley de vida que tiene que cumplirse, como un destino tatuado con fecha de matadero. Prohibido el suicidio porque la muerte está socializada, convertida en negocio de ataúdes repletos de langostas que alimentan al dueño de las pompas con un Volvo que transporta esqueletos vestidos de Verino.
Está en orden el orden. Satisfechos los presidentes del euro, los terratenientes de la gloria, los ministros del revólver, los guardianes de pistolas de azabache reluciente. El mundo está en su sitio, sin posibilidad de girar sobre su eje, olvidado del sol como destino anual. El dinero es el río encauzado que nunca será mar, porque el mar es rebelión, desmesura, sin orillas tirantes sujetando una hechura. Hay que asesinar al mar por indomable, porque no cabe en las bolsas de dinero, ni en las manos ni en los ojos.
¿Qué habrá sido de Ana, tan divinamente loca ella, tan hacedora de mundos de colores, de caballitos pintados, de elefantes de juguete, de gatos que maúllan partituras de Bach, Schubert o jazz? ¿De dónde vendrá? ¿A dónde irá? Era hermoso verla pasar, con su mochila cargada de locura, contemplarla dormir en su cama con flores de retama, desordenando la luz para hacer de cada día la inauguración de una vida conquistada.
Hoy, desde mi jaula herrumbrada de residuo de siglo XXI, recuerdo sus ojos indagando el desorden, sus manos orfebres del caos más hermoso, sus brazos desnudos anudándose el mar a la cintura.
El mundo vale la pena porque hay locos que lo crean cada día.