OPINIÓN de Antonio Hermosa
Un
retoño de Mubarak u otro de los Hermanos Musulmanes: entre ambos polos –bien
que desiguales en autoridad y poder- del ancien
règime debía decantarse la elección del pueblo egipcio por su futuro
presidente. ¡Para ese viaje no
necesitábamos alforjas revolucionarias!, habrán pensado las decenas de
miles de personas que un año y medio atrás atestaban la Plaza Tahrir, cuando la incertidumbre del
porvenir, tanto personal como del país, era lo único seguro y donde no estaban
presentes los que hace unos días también la llenaban –los partidarios del hoy
ganador-, cuando parecía que el golpe de Estado se consumaba y el candidato del
ejército sería nombrado Presidente. Una sorpresa contenida en la sorpresa fue el delgado número de votos
que decidieron la elección.
Había
sido un clamor sin duda acentuado por el contexto y ampliado por lo inesperado,
un clamor que ya no exigía sólo pan, sino que, al socaire de su primera
manifestación en Túnez, reclamaba la libertad que obligadamente debe acompañar
a todo ser humano fiel a su dignidad. La emoción democrática recreó la ilusión
de pensar que en el amanecer de la
plaza de ese nombre se concentraba El Cairo en pleno, y que ése El Cairo era todo Egipto. El ejército
reaccionó con discreción y prudencia, con lo que la principal amenaza a la
seguridad personal de los rebeldes
parecía conjurada, al tiempo que el faraón
se quedaba sin la férrea protección que hasta el momento había garantizado su
celestial lugar entre los elegidos, deviniendo un mortal más. Hoy el sueño ha
regresado bajo la forma de su peor pesadilla, y ni siquiera decir que haya
llegado a su final, pues la amenaza de un golpe de Estado subsiste, entra
dentro de lo extravagante. ¿Quién sabe cuántos hechos inesperados nos prepara
todavía en Egipto la emboscada de la verdad?
No
obstante, nuestros sesudos intelectuales han saludado con alborozo la
asignación del cargo de Presidente a un miembro de los Hermanos Musulmanes. Han
tildado el hecho de “revolucionario” y calificado como un paso adelante en el
establecimiento de la “democracia” en Egipto. Desde luego, en lo que hace a la forma tienen razón, y puesto que dicha
forma, en casos como el presente, es en sí misma un contenido quizá anden completamente en lo cierto (eso sí, cuando
décadas atrás el amigo americano
festejaba con el voto en las repúblicas bananeras centroamericanas la llegada
de la democracia a las mismas, suscitaba protestas inmediatas por parte de
quienes no confunden votar con democracia; y las críticas a la democracia occidental se han cebado hasta no hace
mucho en el hecho de que votar una vez cada cuatro años en absoluto es
democracia; y en cuanto a la revolución, no se olvidaba, al contrario que
ahora, que a la Déclaration des droits de
l’Homme et du Citoyen puede seguir un Robespierre. Mas tal vez los de ahora
sean otros intelectuales).
En
mi opinión, por el contrario, el cambio es legítimo, pero ni tan revolucionario
ni, en especial, tan democrático: ha ganado las elecciones un candidato que ha
hecho campaña bajo el lema el Islam es la
solución. ¡Vamos, un lema rabiosamente
democrático! El islam, algo que no
vale ni para irse uno feliz al infierno, aunque sí para mandar gratis al
infierno a los demás -y sin su permiso, oiga-, sería la solución a los problemas que mantienen a Egipto a la intemperie.
¿Qué hará ahora M. Morsi, impondrá quinientos rezos diarios en lugar de los
cinco preceptivos, a fin de que la piedad produzca los efectos de las
transformaciones sociales requeridas, las de justicia social y democracia en
primer término; inventará –inspirado directamente en la tecnología coránica- el
camello con cojinetes en las patas, o bien el dromedario a motor, para hacer 5
ó 10 viajes anuales a La Meca, y que la brisa marino-divina tan rica que allí
sopla cree puestos de trabajo a
destajo, tan vitales para mantener en vida al paciente? Cierto, sí hay un modo de cumplir lo anunciado
en la consigna, aunque personalmente lo desaconsejo: imponer, por ejemplo,
treinta días de rezos continuados, sin dedicarse a ningún otro menester. Seguro
que mucho antes de llegar al último el islam ya ha solucionado los males
pasados, presentes y futuros de Egipto. Si por lo menos, en aras de la
decencia, el candidato vencedor hubiera dicho que el islam es el problema, no es que hubiera tenido plenamente razón,
pues sólo se trata de uno de los
problemas, pero habría andado mejor encaminado que aireando el lema opuesto.
Claro que en ese caso igual habría terminado de presidente en alguna sección
musulmana especial del infierno. ¿Cabe aducir el caso de Turquía como ejemplo
en contra de cuanto afirmo? Mucho me temo que no sea un buen ejemplo, pues no
es ni modelo ni, tampoco, consuelo. En Turquía hay democracia y hay islamismo,
pero lo que en ningún caso hay es democracia
islámica. En Turquía la democracia se construye contra y a pesar del islam,
por mucho que se le promocione en el terreno de la fe y se propague su difusión
en la sociedad; lo que, por otro lado, no permite augurar mucho de bueno a la
democracia, aunque sí al nacionalismo.
Una
mirada de urgencia al sistema democrático nos revelará como rasgo subyacente el
dogma histórico-filosófico de la
secularización; y como constitutivos, los rasgos ético-políticos del
pluralismo, con su cohorte de relativismo e individualismo; el jurídico de la
eliminación general de la violencia del proceso de justicia; el político de la
libertad, la igualdad, la responsabilidad política y la legalidad; y, en fin,
el humanista de la auto-construcción del futuro. El islam no sólo no cumple, en
su más pura letra y todavía menos en su práctica, ninguno de ellos, sino que
aparece como su mejor rival y más encarnizado enemigo. No en vano el
intelectual libanés Samir Kassir consideró su ausencia como “colapso de la
modernidad” y calificó el autoritarismo y violencia desprendidos de la misma
como “enfermedad árabe”. Pero volvamos a Egipto: ¿dónde figura en el programa
del actual Presidente y su secta, que es la que le manda cual si se tratara de
un títere, la idea de separación entre política y religión, el laicismo, la
tolerancia, el individualismo separado del demonio, la libertad, la división de
poderes? Su proyecto, por el contrario, es el de dar a Egipto “una nueva
civilización”: algo no tan nuevo por su naturaleza, ya que es lo propio de las
utopías totalitarias que no nacieron precisamente ayer.
Elecciones,
por tanto, ha habido, pero democracia no hay. Ni la habrá con semejantes
depuradores de almas en el poder. ¿Hay al menos revolución, ya que es el bando hasta ahora perseguido el que ahora
ejerce el poder? No prejuzguemos el futuro contenido
por la actual forma. En apariencia,
por tanto, las cosas no podían haber cambiado más: Hermanos Musulmanes -e
incluso salafistas- han monopolizado la cámara constituyente resultante de las
elecciones celebradas entre enero y marzo. Los proscritos de la era Mubarak, y que ya lo fueran por Nasser desde
1954 pese a que le ayudaron a alcanzar el poder, dominan ahora los resortes del
poder en el nuevo Egipto. Vaya, lo
dicho: una revolución.
Mas
vayamos por partes. Ejército y Hermanos Musulmanes son dos extremos, sí, pero
no de ésos que se continúan, como diría B. Constant, sino de ésos que se
necesitan y hasta cooperan, pues los proscritos políticos constituyeron en gran medida el aparato de la seguridad social del régimen, que tan
populares los hizo a causa de la terrible pobreza que asola al país, como a
Hezbolá en Líbano. Por fortuna, ahora, Alá, metido a panadero o a farmacéutico
entre otros menesteres, seguro que les saca del pozo él solito, Corán en mano, claro. Y en cuanto a los
salafistas, recordemos de pasada que en su momento, aun no formando nunca parte
del gobierno de Mubarak, sí colaboraron con él denunciando a sus hermanos
ideológicos mayores, ampliando así su territorio entre los creyentes egipcios;
de esta manera ponían de relieve, por cierto, que la división del islam no es
sólo técnica, esto es, religiosa,
entre chiís y sunís, ni nacional entre los musulmanes de cada Estado, ni
ideológica entre conservadores y radicales: es o puede ser también una división
política, instrumental, en la que
intereses espurios de supervivencia a cualquier precio se desgajan en sectas de
los dos troncos principales y ponen coto a sus principios para juntarse a los
de sus declarados enemigos en la acción.
Más
aún: ¿dominan realmente los Hermanos
Musulmanes el poder en Egipto? La disolución de la cámara transitoria sin haber
realizado su función de redactar una nueva constitución; las dudas hasta última
hora por parte del ejército sobre si reconocer o no la victoria del candidato
rival, vencedor en las urnas; la retracción de poderes al Presidente futuro aprovechando
el vacío constitucional; la espada que sobrevuela como un cometa el entero
escenario político, ¿de verdad que no significan nada? ¿No nos están diciendo
todos esos hechos, y otros más, que los militares siguen ocupando el escenario
político, que el poder civil sigue parcialmente en manos del militar, y que en
el mejor de los casos lo que hay realmente es una cohabitación entre los bandos opuestos? Claro que, vista así la
cosa, igual cabría calificarla plenamente de revolución, aunque mucho me temo que sea en otro sentido distinto
del habitualmente atribuido. Añadamos aquí que es asimismo revolucionario otro hecho que se propaga desde Túnez y al que no se
le ha tomado en consideración: la restauración del califato. Es decir, la
unidad del conjunto de los musulmanes bajo una misma autoridad
político-religiosa, aunque ahí Alá tendrá que hacer algún milagro extra para
ver cómo sunís y chiís practican el mismo credo sin matarse mutuamente en su
nombre, o en el de su apoderado, que tanto monta. Con todo, la nueva política a
desarrollar con Irán puede ser una buena piedra de toque.
Y
un último aviso a los ingenuos, quizá embargada su memoria por un ataque de
alegría revolucionaria: el voto en las elecciones no ha superado el 50% del
electorado, lo cual supone una sensibilísima disminución de su porcentaje
respecto de las primarias. El desencanto hace así con ello acto de presencia
política en Egipto, convirtiéndose en uno de los mayores partidos, y esperemos también que entre los más prometedores, ya
que se han comprometido a no dejar caer en barbecho los esfuerzos que
produjeron la caída del rais y los
fenómenos subsiguientes, o como también dicen: a hacer que “vuelva a brillar el
sol”. Confiemos en que la sombra de violencia que aquí empieza a formarse no degenere
en una matanza o en una persecución a la
iraní contra la oposición ni, menos aún, en una guerra civil.
Así
pues, muy poca revolución y menos democracia: a lo sumo, el resultado electoral
sólo ha revelado la farsa de la primera y remarcado con fuego sagrado el día
del entierro de la segunda.