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La represión en los países en vías de subdesarrollo

OPINIÓN de Emilio Cafassi .-   

Para aventar cualquier posible olvido latinoamericano del carácter europeo de la violencia colonial y luego endógenamente poscolonial, podemos contar con los medios audiovisuales que nos regalan imágenes en alta definición de la -también proporcionalmente alta- represión como la de estos días en Grecia y España. En más de 5 siglos no ha cambiado sustantivamente la tecnología, a excepción del reemplazo de los metales por materiales sintéticos como el kevlar, la goma o el acrílico en los escudos, armaduras, balas y bastones. En cuanto a las intenciones y metodologías de dominación y disciplinamiento de las mayorías, no hay mayores novedades desde entonces. Si la barbarie represiva se creyera un reflejo ya superado de los dominadores, algo así como una tardía expresión cultural premoderna, basta que emerja alguna mínima resistencia al curso de los hechos para que resurja en todo su esplendor. La sumatoria gramsciana de coerción más consentimiento, se vuelve a disolver en el aire de estos días, para dar paso a la coerción a secas. No minimizaré el drama social de la crisis económica como motor de las protestas a la que dedicaré estas líneas y los consecuentes temores y desesperos de los represores, pero hay tradiciones políticas muy recientes a considerar al respecto.

Cuando nos referimos con precisión a la juventud de nuestros regímenes constitucionales luego de su arrasamiento por el terrorismo de estado, no deberíamos olvidar que el de los países aludidos (y un poco más atrás, el de tantos otros también europeos) es apenas mayor por unos pocos años. La Dictadura de los Coroneles encabezada por Papadopoulos concluyó en 1974 con la proclamación de la Tercera República Helénica. Fechar con precisión la transición española es hasta más polémico y consecuentemente opaco para los historiadores, ya que entre la muerte del dictador Franco en 1975 (con la casi simultánea proclamación de Juan Carlos como rey franquista de España) y la entrada en vigor de la Constitución pasaron 3 años, aunque hay quienes la sitúan recién en 1982, fecha en que dejó de gobernar el partido Unión de Centro Democrático. En cualquier caso, el fin de las dictaduras griega y española no es más antiguo que la irrupción de nuestros últimos regímenes dictatoriales. La memoria del salvajismo reverbera en consecuencia por igual en ambos continentes. Todo el siglo XX está minado de catástrofes políticas que exhibieron toda su crueldad e ignominia y no están sólo referenciadas en el sur ni son tan lejanas, ni menos aún, superadas.

La crisis que asola a Europa en general y a los recientes ejemplos violentos en particular expresa una magnitud inocultable en todos los indicadores económicos y sociales que, actualizados a los últimos meses, pueden consultarse en la página “datosmacro.com”. Previsiblemente, muestran aún mayor dramaticidad en los países en los que la ciudadanía y los trabajadores comienzan a movilizarse en una suerte de homenaje tardío a la olvidada lucha de clases. No es nada casual que la tasa de desempleo en España (25%) y Grecia (24%) sean las más altas de toda Europa, duplicando la media continental, y que estén seguidas por países con importantes conflictos como Portugal (16%) o Irlanda (15%), acompañados por un lote de países del este. Los “salvatajes” propuestos por la ortodoxia monetarista de la llamada troika (la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo) tropiezan además con dificultades propias de las condiciones financieras que produjeron tal debacle social. Precisamente estos países, entre otros europeos, presentan altísimos niveles de endeudamiento respecto a su producto bruto, encabezados por Grecia con el 165% y seguidos por Irlanda y Portugal con un 108% y más lejos España con un 68%. Todos ellos tienen las primas de riesgo más elevadas, cosa que les encarece los auxilios crediticios recibidos. Estos países (a excepción de Portugal, con sólo un 4%) encabezan además el ranking de déficit fiscal donde Irlanda, Grecia y España exhiben índices del 13, 9 y 8 % respectivamente. A diferencia de Irlanda y en menor medida Portugal, Grecia y España lideran además el lote de caída de su producto bruto interno.

A efectos de ser más gráficos aún, tomemos sólo los datos de Grecia que es el país donde los indicadores económicos y sociales adquieren ribetes dantescos para apreciar la magnitud de su derrumbe. ¿Puede soportarse socialmente un endeudamiento del 165% de su PBI con un déficit fiscal del 13% que requiere más endeudamiento aún con una prima de riesgo de 1800 puntos, una caída interanual del producto del 6% y una tasa de desocupación del 24%? Vaya como consuelo que tiene una deflación de algo más del 1%, que, dicho sea de paso, expresa evidentemente el rotundo éxito de la estrategia monetarista. Cada una de esas cifras es la punta de un inmenso iceberg social dramáticamente sumergido y a la deriva. Cuando en la cuna de la democracia a Papandreu se le ocurrió repentinamente, en un ejercicio de memoria histórica, que podría consultarse a la ciudadanía mediante un plebiscito sobre el plan de ajuste sugerido por la troika, recibió la condena por oportunismo del conservador Samaras y de miembros de su partido, el socialista, hasta dimitir dejando el gobierno en manos de su oponente y éste en las de Goldamn Sachs.

Los gobiernos y bancos centrales son conscientes de la magnitud de la crisis y no retacean ayuda, sólo que en una acepción semántica particularmente estrecha y retroalimentadora de las consecuencias sociales de la crisis. Las causas, que como en toda crisis capitalista estriban en la sobreproducción de valores de cambio, encuentran como disparador a las estrategias financieras de venta de paquetes hipotecarios de contenido incognoscible e inestable montados en una burbuja inmobiliaria. El caso norteamericano de las “subprime”, que fueron empaquetadas con otras hipotecas y vendidas como activos financieros con nombres rimbombantes, se internacionalizó en el mágico juego del mercado globalizado hasta infectar a los principales centros financieros internacionales y con ellos a los bancos acreedores. El ingeniero español Leopoldo Abadía lo describió campechanamente en su best-seller “La crisis Ninja” (acrónimo de No Incomes, No Jobs and Assets: en castellano, “sin ingresos, sin trabajo ni activos”), dado que fueron hipotecas dirigidas a los segmentos sociales más excluidos. El plan especulativo traía ínsita su propia perversión social, porque no sólo apuntaba a obtener los sobreabultados intereses que la naturaleza riesgosa -e irrecusable- de esos créditos de riesgo imponía, sino simultáneamente la probable ejecución de las propiedades morosas obteniendo un supuesto valor posteriormente potenciado por el crecimiento vegetativo de la renta urbana. En ningún caso se trataba de un instrumento financiero para superar el déficit habitacional de los más postergados o cualquier otra solución social distributiva.

Desatada la crisis, hay a muy grandes rasgos y de manera simplificada dos actores amenazados por su despliegue, aunque uno de ellos quede sistemáticamente invisibilizado y excluido de toda asistencia. Por un lado están los bancos acreedores y por otro los ciudadanos deudores. A pesar de que el capital financiero -que Marx llama capital dinerario en el libro II de “El Capital”- es la fracción más parasitaria del capital, no es una mala política evitar la quiebra de bancos, ya que emplean a trabajadores (y su quebranto supone la destrucción de tales empleos). Al menos mientras al sistema capitalista no pueda oponérsele un proyecto factible de socialización de medios de producción y del poder decisional ciudadano. Pero es la mayoritaria fracción social invisibilizada la que requiere de puestos de trabajo para poder afrontar sus deudas, aún de propiedades desvalorizadas ante el pinchazo de la burbuja, cosa que simultáneamente permitiría la estabilización de los balances de los bancos y la continuidad laboral de sus trabajadores. Aún peor que la explotación humana es su ausencia sin otra alternativa de supervivencia.

La receta del cóctel que mezcla ayuda excluyente a los bancos estatizando sus deudas con severos planes de ajuste ortodoxo tal como los conocimos en estas latitudes, no puede tener otro destino que el de la multiplicación de las penurias, la resistencia y posteriormente la represión sangrienta. Precisamente la que vimos en estos días y que termina de configurar un panorama político y social que retrotrae la memoria a los más oscuros momentos del siglo pasado. Es probable que las relaciones de fuerzas no permitan revertir por el momento las políticas públicas de ajuste y exclusión social, de tránsito ineluctable al subdesarrollo. Pero la condena nacional e internacional a la sangrienta escalada represiva, la exigencia de juicio y castigo a los responsables materiales e intelectuales y la recuperación de la calle, constituye un punto imprescindible y factible a la vez para iniciar un proceso de resistencia efectiva que pueda modificar esas políticas. La excusa de la presencia de provocadores o violentos, no debería poder contener esta contraofensiva indispensable por dos razones: por las pruebas filmadas -al menos en España- del carácter policial de las infiltraciones, que exigen investigación y condena, y porque si hubiera algunos participantes que entienden que una acción antimperialista se efectiviza contra un escaparate de McDonalds, no será más que una expresión anodina de extrema impotencia y estupidez. Cuando Rajoy se jacta de que son pocos los movilizados, está amenazando a las mayorías al tiempo que convalida la represión.

Las víctimas del naufragio tal vez puedan remar hasta las calles. Las movilizaciones no se nutren de gente peligrosa sino sólo de gente en peligro.




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