OPINIÓN de H. C. F. Mansilla.-
En su
milenaria historia, la Iglesia Católica ha sido gobernada mayoritariamente por
personas alejadas de labores intelectuales y preocupaciones culturales. Hubo
una clara abundancia de pontífices y obispos, cuyo oficio principal ha sido el
de pastores de la grey y administradores burocráticos. En proporción curiosa
abundó también la profesión de operadores políticos, es decir especialistas muy
versados en los campos de la maniobra, el cálculo de corto aliento y otras
destrezas semejantes. Por fin la Iglesia tuvo en Benedicto XVI un intelectual
como pontífice, pero su desempeño global ha estado muy por debajo de las
esperanzas depositadas en su persona y sus talentos.
La concepción
de la actividad social y la política como continuación de la ética es
algo que enalteció al cardenal Joseph Ratzinger. En este sentido él intentó
practicar la tradición clásica, fundada por Aristóteles y proseguida por Santo
Tomás de Aquino. La separación entre retórica y realidad, entre principios morales
y prácticas cotidianas ha sido una de las carencias principales a lo largo de
toda la historia de la Iglesia y el hecho más criticado por la opinión pública
esclarecida.
Ratzinger
concluyó en 1951 sus estudios de teología y filosofía con una disertación doctoral
sobre la obra de San Agustín ─ su pensador favorito ─, que obtuvo la
calificación de summa cum laude. Desde ese año y hasta 1977 fue un
respetado y admirado catedrático de teología en las universidades alemanas de
Munich, Bonn, Münster, Tübingen y Ratisbona (Regensburg). En 1977 fue hecho
arzobispo de Munich y Freising y poco después elevado al rango cardenalicio.
Luego tuvo altos cargos en la Curia romana; fue Prefecto de la Congregación de
la fe, la antigua Inquisición.
No hay duda
de los aspectos altamente positivos de su obra. Es, sin duda, el pontífice que
ha escrito más libros y artículos en toda la historia de la Iglesia y el que ha
estado más vinculado al ámbito universitario. Durante el Segundo Concilio
Vaticano Ratzinger postuló una transparencia efectiva de las actividades de la
Alta Curia, de lo cual el posterior pontífice no quiso acordarse. Ya como papa
Benedicto XVI propugnó un acercamiento razonable a las iglesias ortodoxas (en 2006
renunció al título de Patriarca de Occidente) y a las comunidades judías;
rechazó toda forma de racismo y antisemitismo y fue el primer pontífice en
visitar una sinagoga. El 13 de septiembre de 2006 dio una brillante conferencia
en la universidad de Ratisbona, en la cual, mediante un notable despliegue de
erudición histórica y doctrinaria, demostró que hay elementos en el Islam ─ como el concepto absolutamente transcendente de Dios ─ que pueden propiciar comportamientos irracionales en la
praxis. Mediante su discurso del 22 de septiembre de 2011 ante la Dieta Federal
alemana realizó una encomiable defensa del Estado de derecho en las prácticas
políticas contemporáneas.
Pero
Benedicto XVI no irradió impulsos o simplemente ideas en los asuntos más controvertidos
de la actualidad eclesiástica, como ser la fuerte declinación de vocaciones
religiosas, la escandalosa discriminación de las mujeres, el mantenimiento o la
abolición del celibato, la autonomía de los obispados frente al centralismo
romano, la preservación o la mitigación del principio de la infalibilidad papal
y la pésima administración de las finanzas vaticanas. Frente a estos temas, la
actitud de Benedicto XVI ha sido la perplejidad y el inmovilismo. En el campo
moral la Iglesia Católica tiene que fijar posiciones ante una serie de
problemas cada día más agudos, como el aborto, las relaciones sexuales pre- y
extramatrimoniales, la asesoría a divorciados, el comportamiendo correcto
frente al consumismo masivo, las medidas respecto a la corrupción masiva y
otros fenómenos similares. Benedicto XVI exhibió, por ejemplo, incapacidad para
afrontar el problema de los abusos sexuales en la Iglesia Católica. Se trata,
evidentemente, de una materia compleja, que no admite soluciones simples. No
hay que mencionar al pecador, pero hay que combatir enérgicamente este pecado,
y para ello hay que analizar a fondo, sin falsas consideraciones, cuáles
motivaciones de los culpables son favorecidas por las instituciones
eclesiásticas, sus convenciones no escritas y sus rutinas cotidianas. Las
últimas declaraciones de Ratzinger se asemejan, empero, al estilo de las
reuniones de señoras mayores de la alta sociedad que no se atreven a mencionar
claramente lo feo y desagradable de su propio entorno. Estudiando precisamente
a los clásicos, uno se da cuenta de que la vinculación entre ética y política
no significa debilidad en el ejercicio del poder ni ceder en todo como línea
principal de conducta. Porque si uno se somete a los dictados de los otros,
estos desarrollan un apetito irrefrenable, como parece ser la concupiscencia
material y sensual de algunos sectores de la Alta Curia.
Como se trata
de algo conocido y recurrente, no se requiere, después de todo, de habilidades
sobrenaturales para solucionar o aminorar estos conflictos. Y este es el núcleo
del asunto: pese a todos sus conocimientos, Benedicto XVI no supo o no quiso
presentar ideas o alternativas convincentes frente a los problemas éticos
señalados más arriba. El mundo actual está signado por el relativismo de
valores, el consumismo masivo y la destrucción imparable del medio ambiente. No
existe una instancia global con la suficiente autoridad moral para hacer frente
a estos problemas. Y el mundo está esperando esa guía ética. Aquí está todavía
la gran oportunidad de la Iglesia Católica.