OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Ésta, por otro lado, ya tiene otros factores que la estimularían por su propia cuenta, aun si no existiera tan poderoso caballero; ante todo, la escisión étnica característica de la estructura social, que ha vuelto vanos los intentos por dar un tinte unitario a la sociedad, a la cual, de su parte, la pobreza y la desigualdad, con su recreación de subdivisiones en el seno de las diversas etnias, resquebrajan aún más.
El sábado 11 de
mayo se celebraron en Pakistán elecciones generales. Habituados a que sean muy
otras las noticias de allí provenientes, este hecho casi nos parece en
principio un exótico reclamo para atraer turistas. Y, sin embargo, constituyen
un hecho ritual de la política pakistaní -como los otros, menos llamativos pero más familiares-, aunque sólo la
legislatura acabada haya cumplido su ciclo regular de cinco años. El toque de
la campana legal, en lugar del usual golpe de Estado, con su asesinato excelente
y todo incluido a veces en el lote, ha dado en esta ocasión la señal de la
alternancia política.
Pakistán es un
país anómalo, lo que le vuelve potencialmente peligroso para la paz de la
región y la estabilidad internacional. Su poderío –Pakistán es una potencia
nuclear- contrasta poderosamente con su aparente capacidad de gestionarlo, pues
no le da ni para apagar totalmente los antiguos focos de violencia ni para
impedir el surgimiento de otros y, por ende, para que el Estado controle por
entero su territorio o garantice la seguridad de la población, características
ambas que comparte con cualquier Estado fallido.
Quizá dicho
contraste sea el síntoma más relevante de su anomalía, pero en absoluto es el
único. Es el segundo país musulmán del mundo, tras Indonesia, y en el que la Sharía está llamada a procurarse un
espacio más privilegiado en el ámbito de la justicia; naturalmente, por ser un
país islámico, la guerra civil religiosa entre chiís y sunís se ha consolidado
como una ley natural, el parto de la historia cuando la fecunda el fanatismo
religioso (en Pakistán, la minoría chií sólo llega al 20 por ciento, por lo que
la tiene cruda, pese al apoyo de Irán, para resistir las dentelladas de los
radicales wahabitas, cuyo plato preferido es el chií a la plancha poco hecho). Las llamaradas de violencia que
estallan de continuo se llevan religiosamente su cuota de víctimas al tiempo
que consumen los intentos, o mejor, las posibilidades, de remendar la división
social. Una paradoja que acentúa la anomalía es que en un país, el quinto del
mundo en población con sus aproximadamente doscientos millones de habitantes,
en el que el 94 por ciento de la misma se profesa musulmana, los partidos
políticos de tal confesión apenas gozan de representatividad.
Ésta, por otro lado, ya tiene otros factores que la estimularían por su propia cuenta, aun si no existiera tan poderoso caballero; ante todo, la escisión étnica característica de la estructura social, que ha vuelto vanos los intentos por dar un tinte unitario a la sociedad, a la cual, de su parte, la pobreza y la desigualdad, con su recreación de subdivisiones en el seno de las diversas etnias, resquebrajan aún más.
Señalo un último
agente de la anomalía pakistaní, con capacidad suficiente por sí mismo de
provocar un daño equivalente al de los demás aun si la incidencia de éstos
fuera irrelevante. Se trata del ejército, que en la práctica, en cuanto árbitro
del poder, es su dueño, y ante cuya arbitrariedad
se pliega tanto la letra de la Constitución como el poder civil. Desde su
creación como país en 1947, independizándose de sus primigenios tutores
alternos, afganos, iraníes o indios, Pakistán ha tenido a bien preservar la
India como enemigo natural, que diría Isócrates, lo que le ha regalado en el
exterior un amigo igual de natural, China, y con el que sin duda podrá seguir
contando el vencedor electoral, Nawaz Sharif, pese al giro experimentado entre
las dos magnas potencias asiáticas en los últimos años. El poder conferido al
ejército por la permanente inestabilidad externa se ha visto refrendado por el
conferido por la permanente inestabilidad interna, bien anclada en los factores
antes señalados –y en otros no indicados aquí.
Las elecciones
han sido unánimemente valoradas como un triunfo de la democracia, y si atendemos
a los índices de participación, los más altos desde 1977 con más del 60 por
ciento, a las condiciones en las que se han llevado a cabo, con amenazas de
muerte (cumplidas: casi todos suyos los ciento cincuenta muertos habidos
durante la campaña) e invitaciones a la deserción de las urnas por parte de los
talibanes, así como al papel jugado en las mismas por las mujeres, bien que
sólo el 3 por ciento de ellas haya sido candidata, no cabe duda de que la
democracia ha dado un pasito adelante con este nuevo envite electoral, y ello a
pesar de las irregularidades denunciadas: de hecho, la Comisión Electoral
Pakistaní ha ordenado para hoy, domingo 19, su repetición en cuarenta y tres
colegios electorales de Karachi a causa del fraude. Democracia y progreso, apuntalados
por el valor de los votantes, con su desafío a las amenazas, han salido por el
momento vencedores de la partida electoral.
En cuanto a los
resultados, antes que destacar la victoria del ganador, el citado Nawaz Sharif,
el único en la historia de Pakistán en haberlo hecho en tres ocasiones –se le
pudo adelantar su rival política, Benazir Bhutto, de no haber sido asesinada en
2007, en plena campaña–, cabe resaltar el hundimiento del partido en el poder,
el Partido Popular de Pakistán (¡y ojalá se trate de un buen augurio para las
víctimas de partidos populares en
otras partes del mundo!), el de la dinastía Bhutto precisamente, cuyo
desgobierno, corrupción e incumplimiento de las promesas electorales nos son
igualmente familiares a las gentes de otras latitudes.
El panorama que
se abre ante Sharif no es precisamente alentador, pero es una gran oportunidad
para la política. Los enanos le crecen, porque a los problemas tradicionales se
le suman los que no cesan de sobrevenir a un cuerpo enfermo y por añadidura
religioso. Veremos si su amor a las privatizaciones por su condición de liberal
es la mejor receta para infundir confianza a los mercados y para dar esperanza
a sus parados transformándolos en trabajadores;
veremos si su pasión por el orden le contiene esta vez más acá de la frontera
de la violencia, y los derechos humanos, que no son santo de su devoción y que
tan poco futuro tienen siempre allá donde impera la musulmanía, sobrepasan la fase de mortalidad infantil en la que aún
se mantienen en el país; veremos si su confesada piedad deja espacio para los
adictos a otra profesión de fe, incluida la atea, y más aún si ello se refleja
en una práctica política que reconozca a esta última, y en especial a la
democracia, como algo lejano de la religión: su oferta de coalición será una
buena piedra de toque al respecto; y veremos si su encendido nacionalismo
preserva su promesa electoral de buscar, como en el pasado, un acercamiento a
la India, máxime sabiendo que el deseo de desactivar esa bomba de tiempo exterior
activa dentro la de la oposición del ejército, que cifra el grueso de su
autonomía, y con ello de su poder, en la pervivencia de la gran mayoría de los
focos de conflicto, es decir, en la incapacidad de la política para resolverlos
(de paso veremos hasta qué punto ese mismo ejército aceptaría su sometimiento
al poder civil, condición sin la cual no hay democracia que valga, y el pasito
andado rápidamente se convertirá en pasito desandado, cuando no en el inicio de
una decidida marcha atrás).
Dificultades
tremendas las citadas, ¡y si fueran las únicas! Y, con todo, hay posibilidad,
creo, para la política. Y por partida doble, pues también afecta a los
ciudadanos. Porque ese paso adelante dado por la democracia en estas
elecciones, una valoración que goza de consenso entre la mayor parte de la
ciudadanía y genera satisfacción en la misma, quizá represente el inicio para
muchos de sus miembros de producir en su mente ideas de fuerza, de
responsabilidad, de poder, y otras asociadas a la autonomía personal, que
además de repoblar sus inteligencias con otra forma mentis no habitual se refuercen con un ascenso de autoestima
que enaltezca sus ánimos, lo que puede dar pábulo a que la razón se convierta
en alguien dentro del individuo a la
hora de convivir con la fe, y que un individuo así recualificado llegue a
relacionarse con sus conciudadanos en formas más respetuosas para con las
personas y más tolerantes con ideas y creencias ajenas.
Y es una
oportunidad para Nawaz Sharif. Su partido, en efecto, aunque vencedor en la
contienda electoral, no lo ha sido como gusta en Pakistán (y en algún país bárbaro del sur de Europa), esto es, por
mayoría absoluta. Es decir, para gobernar tendrá que negociar; empero, y aunque
la política, como se sabe, forje extraños compañeros de cama, no por ello cada
vez que se negocia hay que vender, cual fausto
barriobajero de la política, la propia alma al diablo, como sí hizo en cambio
el primer ministro saliente. Un gobierno de coalición no sólo es una
posibilidad y un modo de hacer justicia en la política a las divisiones
sociales, o un medio de dar poder a una minoría social y así integrarla en el
sistema; es una oportunidad, además, en Pakistán, de enmendar en la esfera
política escisiones sólo dadas por naturales en la sociedad cuando se presupone
un destino al frente de la misma, es decir, cuando se renuncia a la voluntad y
a inventar nuevas acciones públicas dilapidando los recursos que brinda de
continuo la posible renovación electoral de los gobernantes.
La sola
constitución de un gobierno de coalición duradero supone por sí solo un paso
adelante en la estabilidad de la democracia aún mayor que el resultado de las
elecciones que lo han posibilitado, y aun del representado en su celebración.
Supone armonizar voluntades por encima de las divisiones partidistas e
intereses más allá de los desgarros sociales, y todo esto mientras se ayuda a
forjar una nueva cultura política, más afín a los genuinos instintos de la
democracia. Los numerosos problemas de la gobernabilidad en Pakistán, además
del planteado por el agravamiento de la amenaza talibán, brindan una excelente
ocasión para el arreglo. ¡Ojalá y no sea un renovado tributo a la Sharía, una nueva renuncia de la
democracia a la justicia, la única lección extraída por Sharif, al respecto;
ojalá y dé al menos para rebelarse contra la ósmosis que pretende de él ya
desde su apellido!