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Internacionalización del conflicto sirio

OPINIÓN de Antonio Hermosa.-  


La guerra civil siria continúa su marcha triunfal, tanto contra la unidad interna, y aun la subsistencia de Siria como país, como contra la paz regional y el mantenimiento del statu quo. En efecto, dos años largos de continuo tiro al blanco practicado con parte de su propia población por Bachar el Assad, usando armas cada vez más mortíferas –las químicas entre ellas-, no sólo no han logrado reducir el blanco, sino que han producido el efecto contrario: que el blanco, ahora ampliado, se mueva y dispare él también: y a objetivos diversos. Por otro lado, la entrada en escena de Israel, con su doble bombardeo consecutivo, ha ensanchado su dimensión internacional, y el acercamiento de Jordania al Estado judío, abriendo nuevas brechas entre los países árabes, demuestra que se requiere algo más que empezar la jornada desayunándose con los cantos lúgubres del almuecín de turno para mantener unidos a los musulmanes. El bazar de armas en el que se ha convertido la zona ha aproximado a ambos Estados, judío y árabe, ante el temor compartido a que los radicales islámicos acaben apoderándose de ellas, y también ante la convicción, confirmada por la experiencia, de la capacidad tan poderosa de las armas –de las que han quedado sin amo en la frontera siria, por ejemplo- para fabricar nuevos milicianos, o sea, más guerras. Lo cual conllevaría para Jordania que le llovieran torrencialmente los refugiados en lugar de llegarle en dosis más o menos aceptables, como hasta ahora.

Es verdad que del viaje de John Kerry a Rusia ha salido la propuesta de una Conferencia internacional sobre Siria en el que las partes en conflicto salden negociadamente sus diferencias y den una salida democrática al mismo; se trata de un bis de la Conferencia de Ginebra de junio de 2012, a la que el comunicado de ambas potencias expresamente la vincula. Eso sí, olvidándose de que las partes, en especial el bando opositor, no son ya las mismas; ni conforman un bando único ni comparten intereses, salvo uno muy claro: Bachar el Assad tiene que haber desaparecido de la escena en las conversaciones sobre el futuro del país, punto ése que los autores de la propuesta, con el descaro de su prepotencia, no quisieron tener en cuenta, condenándola así a muerte antes siquiera de haberle dado vida: el fracaso de Ginebra indicaba claramente los pasos a no dar (otro factor causante del mismo también presente ahora es que las hostilidades no cesaron, y sin su cese, ¿de qué se conversa?).

En realidad, si algo demuestra la citada propuesta es la veracidad del dictum marxiano de que sólo una cosa en el mundo –China entonces no contaba como hoy- aventaja en dureza al ejército ruso, a saber: la diplomacia rusa. Queda patente que para Putin and company negociar y salirse con la suya son sinónimos: y, de paso, que Obama, incluso cuando habla como presidente de los Estados Unidos, sí fanfarronea, como un charlatán más: y, a su socaire, pese a las recientes declaraciones de Fabius (auto)ensalzando la política exterior francesa –no se es su exponente máximo en vano-, que Europa, que en principio había hecho una apuesta idéntica a la de Obama y la de la oposición siria sobre el final de Bassad, va por la vida internacional de mono al que todos dan palos cuando quieren jugar a algo.

Pero también demuestra que algo más debe haber, cuando a pesar de todo, y a sabiendas de su descontado fracaso –la oposición siria dio su no en cuanto la conoció, y por la razón antedicha-, se ha hecho. Ese algo común, que en este caso envuelve las muchas diferencias que les separan, es la preocupación por lo que pueda llegar a suceder en un país en el que las bandas milicianas campen a sus anchas, apoderándose de armas sofisticadas y vendiendo violencia al mejor postor o, simplemente, sirviéndola a su arbitrio, que para algo existen y querrán sin duda demostrarlo. Máxime si echamos una ojeada al mapa y nos apercibimos de lo cerca que andan de esos pagos dos Estados semifallidos, como son Líbano o Iraq; o si consideramos el interés estratégico de Irán y su ahijado -y de Siria- en la zona, Hezbolá, además de la citada intervención israelí. Prevenir la presunta desestabilización de la región es decisivo para la suerte de los intereses y la influencia de ambas potencias en el futuro de la misma.

La propuesta en tal caso presupondría una visión extraordinariamente pesimista, incluso catastrofista, del destino inmediato de Siria, en el que no se excluye la baza de su desaparición como país, y quizá contenga la promesa de una mayor implicación de las mismas en la zona, primero diplomática y, de ser necesario, también militar. Eso querría decir que, en efecto, no son los alrededor de 90.000 muertos o los cinco millones de desplazados y refugiados lo que mueve la voluntad sin corazón de dichas potencias; que no es el sufrimiento humano, tan importante en sus declaraciones, la base de su acción, sino lo que ya nos advirtió Tucídides que las movía: la ambición y la codicia. Son esos motivos comunes a las dos potencias los que podrían inducir una instrumental unión entre ellas a fin de proseguir luego sus propios –y conflictivos- caminos en la lucha por satisfacer sus instintos de poder y de riqueza, compitiendo por mejorar cada una el estatus de la otra en el conjunto de Oriente Medio. Eso querría decir, por último, que el sumo objetivo en vista de ambas, aunque mirado con ópticas diversas, es Irán, el centro donde antes o después acaban por converger las diversas fuerzas que gravitan en la región enfrentadas a Occidente y a Israel, su capital en la misma. Por fin sale a escena desde detrás de las bambalinas el personaje mayor del drama, aquél por el que, hasta ahora, las potencias occidentales se han interesado realmente en la guerra civil siria.

Mi impresión, desde luego, es que a pesar del aumento de la violencia y de la crueldad -tanto en la política criminal del régimen, como en la respuesta de la oposición- los hechos que acaecen en Siria llevan algo así como una vida propia, alejada de los raíles por donde caminan el porvenir y la historia, como si hubiera algo de onírico en las circunstancias y aquéllos, violencia incluida, hubieran empezado a vivir una propia melancolía. ¿Por qué la doble incursión israelí sólo ha suscitado una reacción tan suave, casi mística para la zona y para las costumbres de los interesados, en países como Rusia, Irán mismo y su acólito libanés o en el actor más directamente afectado de todos: el régimen sirio? Aparte de la denuncia ante la ONU -lo cual, a fin de cuentas, y dados los países denunciantes, no deja de tener su ironía-, lo único mayúsculo en proferirse han sido esas balas de salva que son las palabras con las que habitualmente disparan sus amenazas de muerte contra la entidad sionista, fiadas además ad calendas graecas, y eso a despecho de dejar en evidencia al tirano sirio, su incapacidad para plantar cara a quien invade su territorio. Israel mismo, que ha golpeado no en un lugar fronterizo, como en enero, lejano de Damasco, sino en la propia capital, y que de haber querido, según se ha comprobado, habría quitado a Assad su bigote con el primer ataque y lo hubiera devuelto a su lugar con el segundo; Israel, digo, cumplida la misión, ve cómo su presidente se va de rositas a China, como si nada hubiera pasado, y como diciéndole a Assad que lo ocurrido nada tenía que ver con él, sino que los malos son los de Hezbolá: y a ellos, claro, cuando quiera y donde quiera, les dará su merecido. En suma: ¿existe Siria? Sabemos que se envilece progresivamente en su interior, pero hacia afuera parece desprender un cierto tufo a pasado. Una desalmada comunidad internacional parece haber liquidado moralmente a Siria antes de su presunta desaparición material. Hasta Irán parece querer preservarse la carta de Hezbolá para jugarla en otra partida.

El ataque israelí, justificado por una parte de la propia población siria ante el empleo de gas sarín contra ella, confirma, por si había necesidad, que si bien otros hablan por hablar, trazando figuradamente líneas rojas que luego se infringen a la torera, Israel, como no podía ser menos cuando hay enemigos que ansían su desaparición, no bromea cuando traza las suyas, y que como su existencia se confunde con su seguridad su defensa se halla más allá del bien y del mal: seguirá siempre, como dijo Maquiavelo, “aquel camino”, el que fuere, “que salve la vida de la patria y mantenga su libertad”. Un país que necesita vencer siempre para sobrevivir se valdrá sin vacilar de todos los medios a su alcance, legítimos o no. Por lo demás, el ataque israelí significa la presencia israelí, vale decir, echar aceite hirviendo en el fuego del conflicto: ¿cuánto queda antes de que estalle el incendio?

El problema es que, aun desconsiderando a Assad, el objetivo de los ataques israelíes, Hezbolá, y por ende Irán, no parece haber aprendido la lección (la de enero de este año) si de hecho Israel, y por partida doble, ha debido repetirla estos días atrás. Por lo que el enfrentamiento -del que el aumento de las tensiones en la frontera norte o el despliegue de baterías antiaéreas en Haifa y Safed sean quizá un augurio-, aparece cada vez más cercano y posible, y ahí ya no cabrán paños calientes, máscaras fáciles o recatos frívolos por parte de los líderes mundiales. ¿Qué ocurrirá en la próxima ocasión, o bien en la siguiente? ¿Quién garantiza que Assad no quiera demostrar que no está muerto e internacionalice definitivamente la guerra civil siria, o que Irán, pasando por encima de su cadáver, no asuma directamente la respuesta a quien bombardea impunemente el armamento con el que tan piadosamente desean sepultar al enemigo? En este punto, ahora que el escenario se clarifica y se preparan para la liza los dos gladiadores principales de la contienda, ¿qué nos garantiza que quienes no supieron actuar en Siria cuando las razones eran humanitarias sepan hacerlo en Irán cuando la cuestión puede ser de supervivencia? Porque al paso que vamos resulta factible que pronto conozcamos si Irán posee armas nucleares o no; lo que venga después quizá sea mejor no conocerlo.




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