OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Por fin Jerusalén
empieza a parecer una ciudad en vez del cementerio de los muertos vivientes.
En el remozado
barrio de Emek Refaim, en pleno
corazón de la coqueta Colonia Alemana
de la capital israelí, y lo suficientemente alejado de las zonas donde residen
los ortodoxos, se inauguró ayer, sábado 25, un complejo recreativo para los
numerosos individuos laicos que aún quedan en la ciudad. La noticia,
naturalmente, no lo habría sido de no haberse producido durante el Sabbat, la festividad religiosa semanal
judía. Al fin los laicos podrán salir de sus madrigueras ese día, y quizá
estemos asistiendo aquí a un cambio de ciclo, sobre todo porque la libertad es
contagiosa y este primer respiro que se toma en la ciudad-cementerio quizá
genere nuevas manifestaciones de la misma y quizá se logre revertir la
tendencia a emigrar de jóvenes y laicos en general ante la creciente ola de
religiosidad que la anega. Demasiados quizá,
desde luego, para que la cosa venga rodada, pero lo principal es que en un
punto ya se quebró la cadena.
La oportunidad de
celebrar el feo que el laicismo le ha
hecho a la fe ortodoxa ninguna persona de bien la debería dejar escapar, máxime
si con ello se gana alguna que otra execración que aumente la posibilidad de
condenarse; desaires así no se ven todos los días y pudiera ser que algún dios
hasta agradezca la ocasión de echar una canita al aire, ya que sus fieles
parecen no tener remedio. Eso sí, habrá que estar atentos, no vaya a ser que
nuestra despistadilla Iglesia Católica de España considere ese triunfo como
obra de alguno de sus exorcismos más recientes y, cual si fuera un inmueble
más, lo escriture como de su propiedad, lo registre como suyo y, en coronación
del alarde, le desgrave Hacienda.
Lo cierto es que,
con esa brecha recién abierta en la muralla de la sinrazón, al fin Jerusalén
deja de oler a rancio, a violencia y a tumba. Al fin deja de ser el negro el
color que sintetiza todos los colores y el mañana una reliquia del ayer. Al fin
el perfume a Tel Aviv -mixtura de libertad y mar, de razón y hedonismo- siembra
en el alma de Jerusalén una promesa de esperanza. Una herida por la que se
desangre un Sabbat impuesto es un
hontanar del que mana vida, una tradición disuelta en polvo, un poder ilegítimo
que cae y una autoritaria autoridad contestada. La libertad tiene razones para
brindar.
A partir de ayer
Jerusalén ha empezado a supurar esa libertad desde su costra muerta, y por ende
a hacer visible esa otra dimensión suya que discurre paralela a la del
fanatismo, bien que al ser ignorada por la imaginación popular parezca yacer en
el subsuelo. Pero es allí donde se halla, entre otras fuerzas, la de una
universidad cuyos científicos han recibido ya tres Premios Nobel –de física,
química y economía- en lo que va de siglo. (Y el rigor en la investigación
israelí, no se olvide, dista de ser patrimonio suyo: la Universidad de Tel Aviv
se situó en 2011 en la undécima del mundo en número de citas de su profesorado,
por delante de instituciones tan prestigiosas como Oxford o Cambridge, las dos
británicas de referencia).
A partir de ayer,
pues, Jerusalén al fin será eco –y, esperemos, muy pronto voz– de un Israel que poco o nada tiene que ver con el Israel
bíblico. Un Israel al que cuando le oímos decir que procede de la estirpe del Libro sabemos que hay un cínico tras
esas palabras pretendiendo seducir a sus propios idiotas; o que nada tiene de pueblo elegido más allá de los esfuerzos
que le han hecho único y que dan una dimensión real de su grandeza, como el ser
un laboratorio científico para los demás países, una especie patrimonio universal no reconocido por
la Unesco pero que en un mundo más pacífico y menos obcecado –punto éste, por
desgracia, en el que Israel tiene acumulados méritos sobrados- podría ser
nombrado sin ninguna exageración benefactor
de la Humanidad (consulte al respecto el libro Israel, marca registrada quien crea que sí, que exagero, que me
dejo llevar por ensoñaciones… o por algo más inconfesable).
De un Israel, en
fin, cuya sociedad y cuyo Estado pasan por las mismas tribulaciones de
cualquier sociedad moderna, como la locura del tráfico rodado, la carestía de
los precios de la vivienda, altibajos en el desempleo, la violencia, la
discriminación étnica e incluso, en los últimos tiempos, la corrupción de
algunos miembros de su clase dirigente, etc. Más las provenientes de las
circunstancias especiales que rodean su existencia, y que son de extraordinaria
gravedad, compendiadas en la eterna amenaza de hacerlo desaparecer del mapa, lo
que le constriñe, en aras de su supervivencia, a salir airoso de todos los
conflictos en los que se ve implicado: y, con ello, al uso de la fuerza para
obtener dicho resultado y a cometer injusticias al usar la fuerza.
Y, sin embargo,
su democracia apenas se ha resentido del conjunto de peligros que lo amenazan:
elecciones regulares han ido promoviendo alternancias en el poder, los derechos
y garantías individuales se respetaron siempre, la justicia se ha mantenido
independiente y las leyes vigentes; ni las guerras habidas, ni la perenne
amenaza de la siguiente, ni la obsesión por la seguridad -la fácil excusa
contra la libertad en otras partes, desde Augusto por lo menos-, como tampoco
las crisis políticas, desafiaron la estabilidad de la democracia israelí. Como
la cada vez mayor presencia de partidos religiosos ortodoxos en el poder ha
puesto nunca en tela de juicio el laicismo de la sociedad o la aconfesionalidad
el Estado –tampoco le ponen la vida fácil, dicho sea de paso-, ni los controles
rabínicos de la educación han puesto en peligro la continuidad y calidad de la
investigación científica.
Es ese mundo
mixto de normalidad y radical singularidad el que se ha abierto un hueco con la
violación laica del Sabbat; la
barbarie religiosa, en cualquiera de sus confesiones, ha empezado a dejar de
dominar la civilización. Pervivirá, sin duda, la libre humillación de cada fiel
ante su ídolo, y prevalecerá la idolatría en la iconografía externa de la
ciudad. Pero, en lo que respecta al menos a los judíos, la imagen oscurantista del rabino y de sus secuaces de
miradas perdidas, de ojos defenestrados de sus cauces, que agitan mecánicamente
sus miembros al moverse como si les hubieran dado cuerda, ha iniciado a
recular. El paso del tiempo es real y el miserable fantasma de la historia, que
cubría e inmovilizaba el cuerpo todo de la ciudad, como Urano el de Gea,
aprisionando su futuro en su pasado, se ha empezado a disolver en cada bocado
que Vd. ingiera en el complejo inaugurado ayer, sábado 25, día ya normal, en el barrio de Emek Refaim de Jerusalén. ¡Que aproveche!...