OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
Tucídides, en
páginas memorables, nos enseñó que del mal, en manos del hombre, cabía esperar
todo; que la humanidad puede en ciertas circunstancias degradarse por debajo de
la animalidad; que la cultura es una pátina ficticia y fina que recubre la piel
del alma de la fiera mientras ésta no está hambrienta, pero que a la menor
ocasión se desprende de ella con un simple arañazo. Hablando de la peste que
diezmó a la población ateniense, justo inmediatamente después, y como en una coda burlesca, de que con la Oración Fúnebre Pericles, decantando la
valía de la ciudad, delineara la primera fundamentación histórica de la
democracia; justo inmediatamente después, digo, Tucídides nos guía por los
actos de esos ciudadanos recién señalados como modelo, esos hombres que eran el
punto más alto alcanzado hasta entonces por la condición humana: invadido su
futuro por la desesperación y desafiada su cordura por la muerte, que causaba
estragos entre ellos, se transforman de pronto en la lúgubre caricatura de sí
mismos; de su probado valor no queda ni el recuerdo, y a la acción la suplanta
la resignación; pero, además, a su orgullo de ciudadanos únicos sucede en el
trono de su conciencia la más perfecta inmoralidad: ningún temor a los dioses,
ningún respeto a las leyes, ninguna lealtad entre sí, ninguna culpa ante el
delito. El goce efímero y urgente antes de la caída era ahora el único punto en
el orden del día de su agenda moral.
El vídeo
difundido por el semanario estadounidense Time,
en el que el jefe de uno de los bandos rebeldes que pululan en Siria en contra
de Hassad mutila el cadáver de un soldado del ejército del dictador y devora
sus entrañas, justifica la aspiración del ilustre ex general ateniense de haber
escrito su libro para la eternidad. Khalid al-Hamad, que así se llama este fiero jefe cuyo corazón ha sido
ilustrado en humanidad en El Corán, y
al que seguramente el apetito le nubló por un momento sus sólidos conocimientos
anatómicos –sus fauces la habían emprendido con un mísero pulmón cuando lo que
le ponía era el hígado-, nos ha recordado con su gesto lo poco que valen las
gestas de la cultura, lo poco que deja atrás el flujo del tiempo pese a su
ilusión de avanzar linealmente.
La polvareda
levantada por la difusión del vídeo, la crítica de que ha sido objeto por
cabecillas rebeldes superiores a él, la orden de detención emitida contra su
persona, “vivo o muerto”, o la denuncia del Observatorio de Derechos Humanos,
ni le han hecho renegar de sus actos ni dar un paso atrás en sus próximos
objetivos dando uno adelante en su arrepentimiento. ¿Y cuáles son aquéllos?
Empiezo por señalar que, en su opinión, había justificación suficiente de su
conducta en el hecho de haber encontrado un móvil del finado con un vídeo que
mostraba la vejación a una mujer desnuda y a sus dos hijos, a los que se
golpeaba con un bastón, asegura en una entrevista concedida un día después de
la difusión del vídeo al propio Time.
A partir de ahí,
el justiciero descubría el panorama radiante que se abría ante sí, fundado en
el ya dejado tras de sí: haber aserrado con una sierra mecánica, “en trozos
grandes y pequeños”, a un miliciano progubernamental. Su nueva esperanza, al
ser suní, consistía en “degollarlos a todos”, en referencia a los miembros de
la secta alauita a la que pertenece el presidente, dado el tufo chií que
desprende, en una manifestación más de que la guerra civil siria degenera poco
a poco en guerra religiosa, y en un nuevo aviso de por dónde van los tiros en
Oriente Medio con independencia de si al final hay o no enfrentamiento entre
Irán e Israel o no (y si el tiempo corre hacia atrás en la zona significa que
el terrorismo fundamentalista tiene futuro, entre otras razones porque él mismo
contribuye a hacerlo retroceder). No obstante, la truculencia no pretende ser
un homenaje al mal sin más, sino que busca legitimarse en los hechos idénticos
llevados a cabo por la otra parte y en la violencia inaudita desplegada por el
régimen contra los rebeldes, según asegura en la entrevista de marras, en la
que deja patente que encuentra motivos sobrados para aspirar a sacar mayores
beneficios que la contraparte en esa desenfrenada carrera por obtener rentas
políticas de la crueldad.
Lo que el
interesado no explica es el por qué de su conducta caníbal. Terrorífico resulta
que la dé por descontada en un medio así, y desde luego sabe que no está solo,
pues una nube de partidarios ha jaleado su proeza
cuando se ha pedido su detención. No hay en ella un adarme del paradójico
respeto que pueblos del pasado, como los aztecas, rendían a sus enemigos con
gestos tan espeluznantes para nosotros como ése; tampoco es una respuesta dada
en venganza por un daño personalmente sufrido, ya que el devorado era culpable sólo de pertenecer al bando equivocado en un
momento equivocado, cosa que debería anular por adelantado toda muestra de
rencor personal contra él; ni cabe considerarlo un acto más en una red de
acciones conducente a la tragedia de semejante héroe, pues podía haberlo omitido perfectamente, como hasta
entonces.
La acción caníbal
no parece formar parte del marco de una tragedia personal, pero sí parece
alumbrar un drama para el género humano. En medio de la violencia política y
social, un sujeto armado y con poder, educado en una religión que inscribe la
crueldad en el corazón de su misericordiosa deidad y de su belicoso profeta, de
repente se cree legitimado para dejar que su instinto, amaestrado por la rabia,
devore su corazón y, acto seguido, quiera devorar el de otro, y sin que nada
personal, que tampoco lo justificaría, medie en ello. Ningún escrúpulo a la
hora de desalmar a un ser humano, ningún perdón que recabar por esa condena
suprema de la humanidad en su conducta, y aun con el placer de lo inmediato
como recompensa, como el de los atenienses desesperados ante su muerte
presuntamente inmediata, pero sin su desesperación. Un extra de gratuidad y una
complacencia insana en el mal ejecutado delatan un agujero negro moral en el
corazón de la especie.
La explicación
última del caníbal en relación con su acción nada la relaciona con ella: fueron
los otros, los enemigos, quienes dieron inicio a las atrocidades, y por eso
ellos se vengan continuándolas, pues hay un lema –veterotestamentario quizá en su origen, pero es una tradición con
pedigrí en códigos religiosos y profanos- sacro
que preside todo su comportamiento: “Ojo
por ojo y diente por diente”. ¡Y pensar que se ha concebido la civilización
como el intento de alejar la justicia de esa forma de barbarie!