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Asesinato en París

OPINIÓN de Antonio Hermosa.-

Clément Méric, un joven de 18 años, natural de Brest, estudiante de ciencias políticas en París, miembro del sindicato Solidaires y del grupo Action antifasciste de la periferia parisina, fue asesinado el pasado día 6 en la capital francesa por un miembro del grupo skinheads de extrema derecha durante una pelea. Un fuerte golpe en la cara parece que le hizo perder el conocimiento, que no volvió a recuperar. Una burla del grupo de Méric de la indumentaria pro nazi de los skinheads está en el origen de su provocación, que degeneró en desafío y terminó en duelo.

Fue un acto de suprema ingenuidad y estupidez por parte del grupo de Méric aceptar el reto lanzado por sus falsamente homólogos de la extrema derecha: sus reglas de juego se llaman vates de béisbol y barras de hierro, con las que se aprestan a la menor ocasión a descargar su furia contra el enemigo ideológico, étnico, religioso o racial. Ya el pasado 1 de mayo arremetieron contra una reunión de la extrema izquierda y en pleno corazón de París, en el quai Saint-Michel, provocaron una auténtica guerra campal que dejó bien claras sus intenciones de apoderarse de la calle parisina; ya antes, sólo desde 2010 y sólo en Lyon, se les habían computado cuarenta agresiones violentas al son del mismo himno.

Empero, se requería según se aprecia un muerto para que las autoridades afrontaran el resurgir de un fenómeno espantoso que parece volver por sus fueros en gran parte de Europa; la sociedad civil y política, por su parte, ya había reaccionado contra un movimiento cuya ideología es la total renuncia a las neuronas, y cuyo fin y medio es el uso de la violencia al servicio de un supuesto fantasma nacional ininteligible aunque cultural y racialmente puro. Pero que en sociedades como las nuestras -asustadizas ante un futuro inasible; desmemoriadas y avejentadas por el bienestar; incapacitadas por ventajismo o revanchismo para practicar en su caso la virtud del olvido; vengativas por su inmadurez y escépticas a causa de sus creencias religiosas, que postergan toda solución para el más allá-, ejercen la fascinación del miedo y de la pereza, y dejan un poso de tranquilidad en las conciencias malolientes de estas democracias made in market al identificar con claridad a los culpables, es decir, al ocultar la parte de responsabilidad que nos toca en cuanto nos sucede. Un movimiento que es en sí un monstruo pero en grado de producir otros infinitamente más nocivos: de ésos, ya se vio, capaces de acabar con la civilización al seguir con coherencia la línea recta que vincula sus principios a su conducta –y que no desaparecen sin dejar en el alma humana una semilla de lo que son: una huella de su poder que es el germen de su regreso.

¡Y bien, el muerto ya la tienen! ¡Y en la capital, con su enorme poder de amplificación! Ahora que todos los partidos del arco parlamentario, incluido el Frente Nacional de Marine Le Pen, que ha abominado del asesinato y lo ha tildado de intolerable –aunque se olvida, sin duda, de que los lodos que matan provienen naturalmente de polvos que discriminan y deshumanizan al otro-, el gobierno ya tiene el vía libre social para hacer lo que debe: disolver a los grupos de extrema derecha. Porque si bien en democracia la responsabilidad es siempre individual, y es el asesino de Clément Méric quien debe pagar por su muerte, sus miembros lo son de asociaciones organizadas por y para la violencia, deliberadamente ajenas a la legislación y a toda moralidad humanista, que pretenden disponer a su antojo del cuerpo y aun las vidas de los que se opongan a su libre y cuerda demencia.

De hecho, el azar quiere que mientras estoy escribiendo este texto me llegue un mensaje de Le Monde que transcribo al lector: “Matignon [la residencia del Primer Ministro] inicia un procedimiento de disolución contra Tercera Vía y otros grupos de extrema derecha…”. Justo lo que Francia quiere y Europa necesita, un alarde de fuerza legal que frene en seco la expansión de la violencia de una desalmada y armadísima extrema derecha.

Con todo, no deja de producir hondísima desazón que la esperanza resuene como un eco de la pérdida de una vida humana, de que incluso la democracia necesite un mártir para hacer justicia. Confiemos en que de la muerte de Clément Méric los vivos no tengamos que deducir nuevas rentas para lograr preservar nuestras las calles, porque el espacio público de una calle libre es a la vez el símbolo y la realidad más representativos de una democracia.




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