OPINIÓN de Antonio Hermosa.-
En el primer
turno, y ante la sorpresa general, partidarios incluidos, el clérigo Hassan
Rohaní ha salido vencedor de las elecciones presidenciales iraníes, sucediendo
en el cargo al inefable presidente saliente. Rohaní acudía a las urnas con la
vitola de reformista, título que
también le reconoce la prensa internacional; son las ventajas con las que uno
graciosamente se topa sin siquiera quererlo al relevar en un país cerrado como
Irán a un personaje vitriólico como Ahmadinejad sin pertenecer a su camarilla o
al competir con un candidato de idéntica camada como Saïd Jalili, quien durante
la campaña abogó por dar muerte al colega que apostara por un compromiso con
Occidente; pero se trata de una etiqueta que nadie le habría adjudicado de
juzgar su persona por su biografía, que delata una carrera toda ella hecha a la
sombra del régimen. Invitarles a una
suculenta cena regada para la ocasión con, naturalmente, un buen vino halal debería haber sido la primera
reacción del ingrato Rohaní.
La jugada ha salido tan redonda que hasta
parece premeditada: si Jamenei, el Guía supremo, hubiera querido idear alguna
estratagema para relegitimar a la vez su propia figura y al régimen con el que
juguetea ninguna le habría salido mejor. Un clérigo arrancado de su propia costilla
ideológica –o mejor, de la de aquel atrabiliario Jomeini que no dudó en cambiar
para beneficio personal la tradición del Imán
oculto, aquel Mahdi que se perdió a los cinco años y al que según la secta
chií habría que esperar a que un día llegara a salvar el mundo (desde aquí
imploramos que no coincida su venida con la del Mesías judío, o que accedan a
la tierra por puertas diferentes, no vaya a ser que nos pille ante el averno
con la fe cambiada), por la doctrina del gobierno del docto, que regiría durante
el interregno- haría competencia desde el interior del régimen a los candidatos
oficiales del mismo, por lo cual ganara quien ganara la victoria era para los
de casa.
Y bien que
necesitaba el régimen un baño de legitimidad después de que se birlase por la
cara en las presidenciales de 2009 la victoria al candidato de la coalición
verde, Moussavi, y millones de iraníes protestaran en las calles del país antes
de que los feroces pasdarán compusieran una oda a la violencia con la sangre,
la tortura o la muerte de las víctimas: el segundo mandato del íntimo del
comandante ex Chávez, en efecto,
hedió todo él a eso que Montesquieu llamaba la paz de los cementerios. Y bien
que lo necesitaba la propia persona-institución del Guía Supremo después de
avalar con sus amenazas el fraude que favoreció a Ahmadinejad y de constatar
cómo florecían en muerte, tortura y sangre: y, sobre todo, de comprobar cómo
por primera vez la autoridad que detenta todo el poder –en Irán el ayatolá es
más que Mahoma: es la práctica de Alá, o sea, Alá-bis, el único real- sin ninguna responsabilidad, que puede
cometer toda suerte de tropelías porque siempre habrá quien pague por ellas,
oía gritos en la calle que pedían su muerte violenta.
La jugada, digo,
se sospechaba redonda porque la política económica –la principal labor política
de la presidencia en Irán- de quien había llegado al poder en 2005 prometiendo
llevar a la mesa de los iraníes el dinero del petróleo en realidad ha llevado
al país a la ruina; y porque se sospechaba que esa guinda en el pastel de la
política exterior que era la política nuclear, por cuya causa Occidente había
decretado el boicot económico a Irán, y no puede decirse que sin éxito,
subyacía a la crisis económica y a la pobreza de la sociedad. Las dos sospechas
se conjugaban en una consecuencia: prever como factible la derrota electoral de
los candidatos oficiales del régimen.
Había otra
sospecha tan acertada como las anteriores incluso en su consecuencia. Frente a
la renovación de lo que había, frente al ahmadinejad-2
encarnado en Jalili, una tercera vía
que denunciase la política nuclear y la vinculara directamente a la situación
económica necesariamente aparecería como reformista, aunque el candidato se
cobijara bajo el manto, negro como su alma, de Jamenei, al igual que los dos rivales. Máxime si añadía la denuncia de
la degradación tecnológica del país en lo referente a internet y su vinculación
con la dignidad del pueblo iraní y un florilegio de medidas insospechadas en la
corte de los vampiros, a saber: promulgación de una carta de derechos civiles,
igualdad de derechos entre mujeres y hombres, libertad de los presos políticos,
diálogo en la política exterior, etc. No sólo: una figura visiblemente reformista en relación con el hombrecito que llegaba
de bueno a la política y casi instaura su particular dinastía –parientes y
amigos ocupando cada vez más cargos públicos- quizá concitara el voto de los
reformistas auténticos, de aquéllos que quieren conciliar islam y democracia o
reconciliarse con la democracia incluso sin el islam. Y en la última semana
llegó en efecto la petición de voto de los ex presidentes Jatamí y Rafsandyani
a sus partidarios a favor de Rohaní, refrendada con la renuncia del único
candidato realmente reformista que quedaba en liza tras pasar los diversos
nombres por el cedazo censor del Consejo de los Guardianes, o sea: del Guía
supremo.
Todo ha cuadrado
tan bien, todo ha salido tan redondo que apenas conocido el resultado electoral
Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, ya se había ofrecido para reanudar
conversaciones con el nuevo Irán, e
Israel, que mira más bien cómo funciona el poder que a los subordinados que
administran los cachitos que deja el Guía, o que incluso mira al subordinado y
recuerda de su biografía su pasado pro nuclear, se ha apresurado a decir que
nada ha cambiado. O sea, que la verdad habrá que buscarla en algún lugar
intermedio. Pero lo cierto es que sólo este primer desacuerdo ya anuncia que
puede estar preparándose una brecha en la hasta ahora firme coalición occidental.
Y ya eso significa igualmente que el Espía
que viene del frío oeste, y que responde al mote de Obama, tendrá al menos dos nuevas piedras a las que hincarles el
diente: los prejuicios anti-Irán y el lobby israelí en Washington. Por lo
demás, no sólo el tema nuclear, sino el final del embargo, la guerra de Siria,
la relación con Israel, sin descuidar los enormes retos de la política interna,
son otros tantos puntos álgidos de la agenda del nuevo presidente que pronto
revelarán si a su política la tienta más el reformismo o el continuismo.
También en el
interior el eje político ha desplazado su centro de gravedad, antes anclado
firmemente en el bando radical. Rohaní sabe por supuesto quién manda y por
quién está donde está, como también quién seguirá mandando en las normas, las
prácticas y los hechos: se jurará por él en el Parlamento, jurarán por él los
magistrados, los pasdarán, el Consejo de los Guardianes: le tout Paris! Pero también sabe que tal deidad fue demonio años
atrás para una buena parte de la población, es decir, que ya ha sido cuestionado. Y, sobre todo, sabe que a partir de ahora
el pueblo también sabe que la supuesta unidad y piedad de la clase dirigente es
simplemente el velo que oculta a un nido de víboras dispuestas a despedazarse entre
sí con tal de ocupar los pasillos del poder. Y no sólo: sabe que todos saben
que la oposición lo ha votado, es decir, que cuenta con millones de votos
prestados que puede perder en función de su gestión y que le colocan en una
posición de tirantez ante el poder supremo: se sabe que él es el crisol que
ficticiamente une el país en estos momentos en los que Irán se cita con su
destino, que lo es él más aún que el propio Jamenei, y que esa unidad, por
ficticia que sea, reúne a la oposición reformista con los partidarios menos
radicales del régimen, a costa precisamente de quienes han estado gobernando
hasta aquí.
Tal es la
situación en la que las elecciones presidenciales han sumido a la teocracia
iraní. Junto a la responsabilidad por la victoria Rohaní ha adquirido volente o nolente una responsabilidad
añadida que puede llegar a poner en tela de juicio su lealtad originaria y
suscitar, al menos en su conciencia, el debate de si un rey es para un pueblo o
un pueblo para un rey (o imán o sultán in
pectore o cualquier aprendiz de tirano que se tercie), debate del que
conocemos la respuesta teórica de Rousseau y la práctica de Erdogan. Situación
esa que es nueva, haya sido premeditada o azarosa:
el aprendiz de brujo que hay en la naturaleza humana impide que no haya cambios
sustanciales incluso aunque de manera gattopardesca un hilo rojo divino trame
que haya cambios sólo para que todo siga igual.