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Turquía, ¿un país para un hombre?

OPINIÓN de Antonio Hermosa.-

¿Quién se lo iba a decir, a Él, nada menos que Erdogan, el omni-presidente de todas las Turquías pasadas y por venir, el redivivo sueño imperial turco hecho persona? ¿Quién le iba a decir a este Erdogan de sí mismo, el semidiós que ha inaugurado su propio culto antes de obligar por decreto a los demás a divinizarlo? ¿Al héroe sobrevenido de aquella lejanísima primavera árabe un día devorada por el invierno musulmán, que pedía la dimisión de Mubarak, que tronaba contra los autócratas autistas de la zona reclamando oídos para la voz de su pueblo clamando contra ellos; que un día se presentó de gira por la zona para hacer campaña por la hegemonía turca, es decir, por su personal liderazgo regional, sin vacilar para ello en renegar de su antigua y sólida alianza con Israel, de la noche a la mañana convertido en Estado terrorista? Sí, ¿quién le iba a augurar que en tan poco tiempo la historia, en una de esas fulgurantes ironías que suele gastarse con los aprendices de tirano, iba a convertir la plaza Tahrir en plaza Taksim?

El giro vertiginoso de las cosas le pilló impreparado, mas no lo necesitaba porque respira con la cartilla aprendida, de modo que si alguien protesta contra él, y tiene la suerte de no ser periodista, lo que le llevaría ipso facto a la cárcel, o de no ser un intelectual, lo que llevaría a ser tratado como si fuera periodista, y tiene otra suerte más, la de protestar en grupo, se encontrará con una respuesta automática: son unos marginados, tienen deseos inconfesables, son títeres de los advenedizos que los financian, etc. Y con una amenaza: en un plis plas convoco a diez de los míos por cada uno de ellos. Toda una lección de democracia, sin duda, y en concreto de respeto a las minorías.

Quizá antes de dejar actuar a una boca que (se) dispara sola su mente debería haber buscado un motivo al qué hacía allí ese puñado de “marginados” y, en buen político, consultar con la prudencia si cabía otra respuesta a la dada con su aquiescencia por el alcalde de Estambul azuzando a la policía contra ellos, con esa finura que desde siempre distingue a la policía turca, especialmente cuando divisa en sus propios conciudadanos la amenaza al orden; quizá la prudencia le habría dicho esas verdades elementales que la soberbia no deja oír al soberbio cuando en su mano hay poder y en su poder hubo éxito. Más que nada porque le suele volver los ojos hacia dentro y la realidad adquiere la forma que le prestan sus deseos. La prudencia, sin duda, le habría sugerido reflexionar acerca de si los proyectos faraónicos tienen más razón de ser que la ambición del faraón in pectore por un lado, y la de favorecer la corrupción por otro, sea la propia, la insobornable del nepotismo familiar –es su yerno el dueño del mayor centro comercial de Estambul- o la que compra favores a terceros a cambio de la venta de la dignidad de la política, del honor personal y del respeto a la sociedad.

La prudencia le habría recordado asimismo precedentes en los que una respuesta equivocada es el conjuro por el que la realidad, hasta entonces enmudecida por la fuerza, vuelve a escena con furia renovada. Y los actores, que nunca desaparecen por completo aunque a veces lo parezca, exigen al tirano in nuce responsabilidad política por sus acciones, preludio en ocasiones de la responsabilidad penal (quizá en un día no muy lejano Erdogan tenga que justificar por qué de pronto le han salido tantos ceros a su cuenta corriente, y quizá la excusa de que Alá el dadivoso ha premiado su fe no sea explicación suficiente ante los tribunales, ni siquiera ahora que tan bien domesticados los tiene). Habría podido ahorrarse el descarado espectáculo de hoy –y hasta los dos muertos habidos hasta ahora, cosa no precisamente menor-, en el que el equivalente a muchos grupos respecto del inicial ya no pide que se detenga la desaparición del parque Gezi sino lisa y llanamente su dimisión.

Con todo, es probable que Erdogan hubiera tomado a la prudencia por loca en lugar de prestarle oídos, ya que la arrogancia distorsiona el color de los sonidos y hay un momento en el que la policromía real el arrogante la convierte en monótona. Le habría contrapuesto las esperanzas libertarias que despertó su irrupción en la escena turca tras su paso por la alcaldía de Estambul, el ocaso de la herencia kemalista –salvo por lo del feroz nacionalismo frente al pasado, que comparten-, los pinitos en la modernización turca, la lejana aproximación a Europa, el progreso económico; e, incluso, a día de hoy, la caída de uno de los tabúes de ese pasado innombrable con el inicio de conversaciones con representantes kurdos, bien que con la obligación de desentenderse por completo del genocidio armenio, etc. Su reacción, además, demuestra que es un político al uso en países sin tradición democrática, de los que creen que la democracia empieza donde termina, esto es, en las elecciones, y Erdogan habría podido recordarle a tan noble dama que él ha ganado tres de fila, cada una con un porcentaje de votos superior al anterior: ¡sólo un gran sujeto detrás del gran político habría conseguido no morir de éxito ante un currículo así en un contexto como ése!... y Erdogan, con su erdoganitis crónica, no es de ésos.

Ahora tiene enfrente a decenas de miles de individuos pertenecientes a diversas clases y sectores sociales, desde intelectuales y alumnos hasta las minorías religiosas islámicas, como la de los alevíes –una secta chií de la que se declara partidario aproximadamente un cuarto de la población turca-, desde la izquierda radical y la juventud ecologista hasta facciones de su propio partido, en su mayoría coreando su dimisión. Y lo hacen no sólo desde Estambul, el símbolo histórico y económico del país, que produce la mitad de cuanto se exporta, sino desde decenas de ciudades esparcidas por todo el país. No es que con ello se tambalee la base electoral del Partido por la Justicia y el Desarrollo (AKP), pero sí es posible que haya empezado a peligrar el liderazgo de Erdogan, desde el momento que la causa magna del descontento que produce –mayor sin duda que los peligros que acechan a una economía lastrada por la crisis de consumo europea y sin apenas valor añadido en su producción- es la deriva autoritaria y religiosa encabezada por su líder, que ha dado con los huesos en la cárcel de buena parte de los opositores a la misma, tendente por un lado a la acumulación de más poder en sus manos y a la imposición de la Sharía en un país constitucionalmente laico, algo con lo que está en desacuerdo incluso la gran mayoría de los miembros de su partido y, desde luego, la mayor parte de la ciudadanía (sólo el 12%, según una reciente encuesta, se declara favorable a su implantación). A lo que han de sumarse las duras repercusiones del conflicto sirio entre los ciudadanos de las zonas fronterizas, habida cuenta de que la zozobra permanente de las mismas a causa de la política gubernamental respecto de su vecino y de la fuerte presencia de refugiados sirios, les constriñe sin tregua a sentirse en una especie de estado de asedio psicológico y material.

El problema ahora, naturalmente, es cómo transformar en energía política esa energía social, cómo dar un cauce político a esa protesta social con el propósito de regenerar la vida democrática imponiendo sus principios y valores contra toda tentación cesarista del líder de turno, máxime cuando los partidos de oposición parecen vegetar en una somnolienta melancolía que les convierte en sombras de aquello que deben ser, y cuando entre ellos hay uno, el más nacionalista, de extrema derecha, en el que lo malo del arrebato autocrático de Erdogan es el no compartir ideario. Pero son ellos, como también el propio gobernante desembarazándose si es preciso de su guía, quienes deben interpretar políticamente la lección de democracia impartida por una parte de la ciudadanía.

Sea como fuere, y aunque el destino de Erdogan no aparezca ni mucho menos sellado, su mito sí se ha venido abajo en estos pocos días. Quizá a partir de ahora sea más fácil enjuiciar a quien acaba con sus críticos en las cárceles y evitar sus desmanes; desconfiar de quien tras amenazar verbalmente a Israel por el asesinato de nueve ciudadanos turcos en el Mar de Mármara, denunciando su derecho a defenderse mediante ataques preventivos en aguas internacionales, se contenta luego con una disculpa por parte del gobierno israelí, y cuando ésta llega en forma en forma de disculpa funcional, la da por buena sin más apagando el incendio de su boca con la misma facilidad con la que lo inició; o de quien hizo gala de moralidad y democracia para resaltar el valor del Islam en la arena internacional y luego olvidó una y otra apenas los problemas aparecieron en casa; e incluso sea, a partir de ahora, también más fácil recordar a aquel político que, siendo alcalde de Estambul hizo profesión de fe de encendida musulmanía declarándose partidario de imponer públicamente la Sharía y luego se presentó, ya como Jefe de Estado, como guardián del Estado laico ante sus pares europeos.


Quizá, en suma, ahora ganen más crédito quienes desde siempre le acusaron de tener una agenda oculta y de ser la imposición de la ley islámica el secreto de esa agenda. Cuando el año próximo se celebren las presidenciales, el aspirante a sultán deberá para serlo comportarse como tal, reformando la constitución para centralizar aún más el poder y acapararlo en su persona, incluso arrogándose la posibilidad de disolver el parlamento a su antojo. Ocasión tendrán entonces quienes hoy están en la calle de volver a clamar por la democracia con su voto y los partidos por hacerse dignos de ello; para entonces Erdogan ya conocerá que Turquía no es país para un solo hombre, y sus ciudadanos sabrán claramente que será mejor pactar con el diablo que elegir a Erdogan, y es que de todos los moralistas metidos en política el diablo es el único que no se preocupa por ocultar su agenda.




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