26.09.13. Por Antonio Hermosa - Después de dos años y medio de guerra, en Siria sólo queda el
simulacro de lo que fue y los restos
del porvenir. El país mantiene sus fronteras de antaño pero el gobierno ya no
las controla, y en el interior del territorio la muerte dirige un intenso
tráfico de armas mientras cuenta, insaciable, nuevas víctimas que añadir a las
más de cien mil vidas ya destruidas y a los más de cinco millones de refugiados
y desplazados: más de un cuarto del total de la población.
Tradicionalmente, el Estado sirio careció de entidad; su mayor fuerza
ha sido la cultural, pues la enorme fragmentación religiosa –si se la deja
crecer igual llega a haber una religión por habitante- ha hecho posible la
tolerancia, como si hubiera querido confirmar en la práctica las ideas de
Montesquieu o Madison (y aun de Rousseau, bien que a su pesar): una dimensión
liberal que le hacía brillar con luz propia en el océano de musulmanía en el que flota. Empero,
políticamente sólo difunde una luz refleja, cuyo foco principal proviene de
Irán, y que sólo le ha dado para lanzar alguna bravata contra Israel, para
jugar al gato y al ratón con Líbano –el pasatiempo favorito de los sucesivos
gobiernos- y, desde luego, para aplastar cuando se tercia a su población.
Lo que le ha hecho temible ha sido un potente ejército hecho a la desmedida de sus necesidades, y con el
que además de llevar a cabo las gestas
recién señaladas también se convertía en veleta a las órdenes del viento que
soplaba desde Teherán. Y como aquí parecen querer soplar nuevos vientos es
posible que el simulacro sirio pronto aprenda lo peligroso que es la soledad
cuando la escena es la internacional. Quizá incluso llegue a experimentar en
carne propia cómo los atenienses
actuales, los Estados Unidos y otros, o incluso sus segundones aliados,
empiezan a considerar más peligrosa su amistad que su enemistad.
Para bien del régimen, la sociedad internacional perdió funcionalmente la ocasión de intervenir
cuando y como debía, el momento dorado de la revolución primaveral, en el que
la oposición exigía libertad y justicia social y Assad los exterminaba sin
miramientos al hecho de plantear sus exigencias desalmados. Y, para alegría del
tirano, Estados Unidos, decidido una vez más a suplantar a la ONU en sus
obligaciones, renunció a su declarada idea de invadir Siria por haber
franqueado la línea roja del empleo de armas químicas contra la población. Un
nuevo paso atrás que Siria podía cabalmente esperar visto el resultado de haber
cruzado la línea roja de mantener abierto Guantánamo, tras lo cual Obama ni
invadió los Estados Unidos ni depuso a su presidente; mas se habría tratado
quizá de una apuesta arriesgada, al presuponer que aquél se incluiría también
entre quienes no deben violar las líneas rojas en lugar de considerarlas
válidas para todo el mundo excepto para él, es decir, al dar por sentado tal
alarde de coherencia en su falsedad, propio de un charlatán. Y la carcajada,
intuyo, sucedería a la alegría al escuchar la explicación del cambio de
actitud.
Podemos compartir, por una vez y sin que sirva de precedente, alegría
con el déspota por el hecho de no invadir Siria. Aun dejando de lado el
criterio de las citadas líneas rojas, entre las cuales se halla el uso contra
la ciudadanía de armas químicas, cuyo idilio con la crueldad supuestamente
añade un misterioso motivo de intervención allí donde el asesinato vulgar y
corriente de apenas un centenar largo de miles de personas no había logrado
hacerlo; aun dejando de lado eso, digo, el saberse “único país indispensable”,
como dice Kerry del suyo, no constituye inicialmente el mejor fundamento ni
para erigirse en modelo de virtud ni para atacar a otro país en su nombre: el
fundamentalismo moral no es quién para licitar al fundamentalismo político a
implantar violentamente la democracia en ningún lugar, porque en este caso el
método contraviene el contenido y destruye el objeto. Si eso fuera poco, el
propio sentido común nos ilustra además con suma naturalidad de que un país
cuya filosofía existencial confunde la libertad con el dinero (e incluso con
las armas por parte de una gran mayoría del mismo), si de algo le cabe presumir
desde el punto de vista ético no es justamente de marcar la pauta. Cierto, a
ambos bienes les es posible coexistir, pero las luchas de la libertad por no
sucumbir ante la codicia y sus ambiciones tienen un fiel sequitur en los tribunales. No hay por qué remontarse aquí hasta
Aristóteles, sino que basta, insisto, el sentido común: una criatura que suele
rezumar inteligencia cuando se deja en sus manos el timón de la conducta.
Ahora bien, con la no intervención en Siria la comunidad
internacional, y aun la misma humanidad, no han salido precisamente triunfantes
del envite. Por de pronto, lo primero que se transmite a la ciudadanía mundial
es que los déspotas vuelven a tenerlo fácil en sus países si les da por
subyugar a sus pueblos, y ello aun si su comportamiento favorece la transición
hacia otras tiranías in nuce todavía
peores o bien la ruptura del propio país. A lo sumo se fiará su día del juicio
a la historia, y otra Argentina
perseguirá las cenizas del Franco de
turno, pero en vida miles de muertes, de sufrimientos y de daño darán testimonio
de cuán inocentemente el terror logra pasearse por la política.
Ambos fenómenos se dan en Siria por obra y gracia de Bachar el Assad y
aparecen en mutua conexión. Los restos
del porvenir a los que hice alusión en la frase inicial de este trabajo no son
sino ellos. Ya dominan una parte de la antigua
Siria y han venido para quedarse; de momento, conviven con el Ejército de liberación de Siria,
heredero de las revueltas populares iniciales, pero ya en claro conflicto de
intereses y objetivos con él. Salafistas, islamistas y yihadistas de Al-Nosra, junto a los nacionalistas
citados y los kurdos, comparten el odio común al tirano y el deseo de acabar
con él: pero si eso se consigue, los 40.000 radicales que según el informe del Daily Telegraph apuntan hoy sus armas
contra aquél pronto las apuntarán entre sí, y de un tal caos cuesta trabajo
precisar, mas ninguno imaginar, qué clase de orden puede surgir. No será pues ningún espejismo si vemos al
monstruo de la invasión –o de otro lance militar-, al que se intentó expulsar
por la puerta, entrar por la ventana: y no sólo porque Israel no va a
permanecer impasible observando cómo se le forma un nuevo peligro en otra
frontera, la oriental, que apuntale el representado por Hezbolá en el norte y
Hamás en el sur. La guerra no se evita, decía Maquiavelo, sino que simplemente
se pospone: confiemos en que, ante el escenario del terror que viene (y que es
probablemente lo que explica el cambio de actitud ante el tirano actual), los
líderes mundiales sufran un pavoroso ataque de prudencia y la política sea
capaz de quitarle la razón.
Junto a esa primera y asumida lección abundan otras cuya significación
conjunta acentúa la gravedad. La muerte ajena puede producir aburrimiento o
indiferencia, o incluso un insolente malestar cuando se prolonga en el tiempo,
pero no solidaridad. A partir de un cierto número es como si ya no hubiera más
muertos, al igual que la repetición de la noticia produce hastío; no son nuestros muertos, luego no son. Nuestra
inhumanidad, que tiene en el nacionalismo un poderoso aliado, tiene en la
rutina de la muerte otro aún peor.
Las normas del derecho internacional son papel mojado. Naciones Unidas
adoptó en 2005 la Doctrina de la
Responsabilidad de Proteger, con la cual se pretendía recortar el poder que
una soberanía inviolable concedía a los déspotas en el interior de sus
territorios, es decir, proteger a las poblaciones de los desmanes de un
gobernante ilegítimo –todo déspota lo es, incluso si se le adora-, pero una vez
más observamos que en la arena internacional la política se sustrae al derecho
y la violencia no conoce más ley que el arbitrio o las fuerzas de quien la
aplica.
Estados Unidos pierde prestigio con sus indecisiones y su palabrería,
máscaras de otra realidad más inconfesable. Y, al tiempo, Rusia aumenta el
suyo: y ver a un Putin, cuya obsesión suprema parece ser la de devolver a Rusia
el papel hegemónico que un día tuviera la extinta Unión Soviética –incluso
recomponiendo en una nueva alianza bajo su mando el viejo cadáver: de ahí el
ultimátum con cara de chantaje a Ucrania para que deje de coquetear con la
Unión Europea-, a un sujeto que es un
doble del cinismo y del autoritarismo en el centro de las decisiones mundiales,
no puede sino generar un intenso olor a réquiem en torno a la paz y a los
derechos humanos.
Es esa negación de la política a dejarse disciplinar jurídicamente la
principal causa que mantiene a la ONU en una condición de vasallo donde debía
ser el rey, la que hace que los mismos sujetos que la humillan se opongan a su
renovación, conscientes de que nunca frenará sus empresas unilaterales y de
que, a la vez, resulta un fácil comodín al que apelar cuando se trata de
desacreditar la iniciativa del rival.
Siria, pues, se pudre y, mientras eso sucede, lo que de la comunidad
internacional se va con ella es una nueva derrota en la gran batalla de los
derechos humanos contra la tiranía, una nueva oportunidad perdida por la paz
por refugiarse en el derecho frente al nudo poder y otra ocasión más de la
democracia por significarse normativamente frente a las autocracias en la arena
internacional. ¿Qué más ha de ocurrir para que el escepticismo gane
incesantemente adeptos entre la ciudadanía mundial y se experimente la honda y
nauseabunda sensación de que la Humanidad está construyendo el edificio de su
futuro sobre una trágica acumulación de ruinas?