Además del aumento de la cuantía de las multas, numerosas faltas leves pasan a ser sanciones administrativas de carácter gubernativo, por lo que resultará más caro presentar recursos al no estar sujetas al control judicial. La nueva ley busca también sancionar un mayor número de conductas en la vía pública, como convocar y participar en protestas frente a las principales instituciones del Estado, paralizar desahucios, acudir ‘encapuchado’ a una manifestación o los abucheos y las concentraciones frente al domicilio de los políticos, los ya célebres ‘escraches’.
El Gobierno defiende que la nueva ley es “despenalizadora y garantista”, pero para muchos colectivos tiene un trasfondo claro: limitar el derecho a la huelga, a la reunión y a la libertad de expresión, e infundir el pánico en la ciudadanía para que no exprese su descontento en las calles en un país que roza el 27% de desempleo, y donde las protestas, que rara vez tienen carácter violento, son legítimas y razonables. De otro modo no se entiende la desmesurada protección en torno a un órgano como el Congreso de los Diputados -blindado por las fuerzas de seguridad desde hace meses- que es donde supuestamente reside la democracia y la soberanía popular, y habitual escenario de multitudinarias protestas. Es por ello que esta nueva Ley ya ha sido bautizada como “Ley Mordaza”, “Ley anti15M” (en alusión al movimiento ciudadano de los indignados) o “Ley de patada en la boca”. Algunos medios de comunicación internacionales también se han hecho eco de la noticia y han expresado su indignación ante lo que consideran una “limitación de la democracia”, tal y como recoge el rotativo británico The Guardian.
La medida otorga también mayor protección a las fuerzas de seguridad en el ejercicio de sus funciones y refuerza su presunción de veracidad en caso de ser objeto de demandas. En los últimos años, las actuaciones policiales han sido muy cuestionadas por la desproporción y el uso desmedido de la fuerza a la hora de reprimir las protestas, como documentan las numerosas grabaciones realizadas por los ciudadanos y que el gobierno pretende ahora prohibir. En algunos supuestos, el material gráfico ha servido como prueba a la hora de denunciar actuaciones como el desalojo forzoso de viviendas, de concentraciones, las agresiones a menores de edad, los efectos de las pelotas de goma lanzadas por la policía o, el último escándalo, la paliza de muerte que un empresario barcelonés recibió a manos de los cuerpos de seguridad.
La criminalización de la protesta por parte de gobiernos ‘democráticos’ comienza a ser por desgracia habitual en muchos países donde la austeridad abandera sus políticas, que a menudo se traducen en un empobrecimiento paulatino de los ciudadanos más débiles. En Canadá, Grecia o Chicago, el derecho de reunión y de protesta ante los recortes, las leyes educativas, las cumbres del G8 o de la OTAN, se ha visto limitado ante el temor de los gobernantes a dejar en evidencia su impopularidad ante la Opinión Pública. No deja de resultar paradójico, por otra parte, que líderes y medios de comunicación de muchos de estos países cuestionen la legitimidad democrática de gobiernos en América Latina u Oriente Próximo. Las políticas que han aplicado muchos “países avanzados” a menudo atentan frontalmente contra las libertades y los derechos más fundamentales, los que garantizan una democracia real.