Allí
esperan pacientemente, autocontemplándose
en plan narcisista como garantía de un conflicto futuro, sabedores de que antes o después servirán de piedra arrojadiza con
la que golpear a un probable rival de entidad en grado de asomar un día sus
narices en la escena internacional. La experiencia les ha enseñado que cuando los países dejan sueltos a los viejos demonios
de sus conflictos la historia se presenta ante su política tan pura como la dejaron antaño, y que el
imperio de turno, echando con destreza los dados de su odio mutuo en el tablero
de sus intereses, se esforzará por aprovechar la ocasión en su favor y, de
momento, en el de sus puntuales aliados. Es por eso que a veces tales pedruscos
dan la campanada que anuncia la entrada del futuro en el presente.
Por
ello, cuando el pasado 27 de noviembre Washington envió dos bombarderos B-52
desde su base de Guam a las islas Senkaku (en japonés; Diaoyu en chino: islas
ricas en pesca e hidrocarburos, pero que al mismo tiempo constituirían un lugar
ideal para tener a raya mediante el despliegue de modernos submarinos nucleares
al enemigo que gustara darse un garbeo por las costas chinas), la nueva “Zona
de identificación aérea” (ZIA) recién establecida por China unilateral y
arbitrariamente en aras de su seguridad, los futuros enemigos que
protagonizarán la lucha por la hegemonía en el futuro más inmediato pudieron
mirarse directamente a los ojos, en una doble maniobra de provocación calculada
al milímetro por ambas partes, incluidas las falsas explicaciones, que parecen
dejar el incidente en manos del azar.
De repente se corrió el telón y la escena en la que ha de representarse el
nuevo drama que asolará a la humanidad apareció en toda su límpida desnudez,
sin la falsa parafernalia reciente de intervenciones en Siria, pensadas
únicamente en función de Irán, o de guerras con Irán, pensadas únicamente en
función de China, que enturbiaran su visión. La mágica volatilización de las
líneas rojas que anunciaban la inmediata lucha contra el entonces tirano y
pronto futuro defensor de la civilización occidental, al que habrá que apoyar
contra la nube de terroristas que van mordisqueando su territorio; o el tratado
firmado con un Irán con el que ya se negociaba en secreto desde antaño -lo que
explica, dicho sea de paso, la mentada endeblez de las líneas rojas-, país al
que interesa más controlar mediante el acuerdo que mediante el conflicto al
objeto de poder influir de manera decisiva en el aprovisionamiento de crudo del
gigante asiático, y cortarle si fuera el caso las alas de su expansión, son
pruebas de que el giro de la acción imperial es definitivo.
El Imperio actual conoce bien que su
próximo rival está ya atado por su destino; mega potencia económica como es, su
propio poder en este campo, así como su población o su peso político, fuerzan a
China a ser también una mega potencia militar a fin de seguir siéndolo, a
cruzar el abismo que, ya sin vuelta atrás, la lleva por la propia naturaleza de
las cosas a tener que ser más fuerte para no perder su nivel actual: al punto
en el que economía y guerra aparecen, para dar razón a Clausewitz, como dos continuaciones
de la política por otros medios. De ahí que haya saltado ya a la palestra,
despojado de todas sus máscaras, aun cuando se haya colocado en una discreta
segunda fila, detrás de sus aliados japoneses y coreanos del sur,
secundándolos, cuando no instándolos, en sus propósitos de pasar por alto la advertencia lanzada por China con la
imposición de su ZIA.
Japón,
como era de esperar, hizo caso omiso de la misma y dos aviones de línea,
escoltados por cazas, cruzaron la ZIA sin notificarlo al gobierno chino, lo que
ha hecho aumentar repentinamente las posibilidades de una fricción que, de
producirse, podría dar lugar a todo: un todo
que, por supuesto, incluye la tercera guerra mundial. Su desafío al diktat chino ha sido tan explícito como
su denuncia del mismo, aunque en la misma olvidara que también tiempo atrás
estableció su propio ZIA, con el mismo supuesto propósito y mediante idénticos
procedimientos –o que otros varios países, con EEUU, naturalmente, entre
ellos–, y de una extensión muy superior a la de su rival. Así, la tirantez de
ambos países ya no se limita a la derivada de la puntual explotación genérica
de los motivos que puedan dar lugar un día a la confrontación abierta –esas islas son mías, dicen los chinos; yo ya estaba allí y mariquita el último,
responden los japoneses, etc.-; ahora el riesgo es mucho mayor, porque éstos
han incluido en su respuesta maniobras militares conjuntas con EEUU; otras a
tres bandas con Australia; el fortalecimiento de su asociación estratégica
global con la India, iniciada en el año 2000, e igualmente un mayor
acercamiento al ASEAN.
Ésta,
si bien aún por completar, es una jugada maestra, porque la reacción china a la
acción japonesa –aparte de quitar hierro al establecimiento de la ZIA y decir
que se trata de un hecho tan normal que hasta los ofendidos lo hacen- había sido precisamente la de combinar la
fuerza frente al Imperio y su aliado nipón con la intensificación de las
relaciones comerciales con el grupo de países que constituye el ASEAN; sólo que
la voracidad china, que aun sin estar gobernada por Putin considera suyo todo
lo que se mueva o no se mueva y no sea de nadie, y a veces aun si lo es, sumada
al hecho de haber jugado con las mismas promesas en varias otras ocasiones, ha generado
una gran desconfianza ante ella en aquellos países, con Indonesia a la cabeza,
a los que quisiera seducir con los pingües beneficios comerciales que les
anuncia. Una desconfianza que, por si fuera poco, ha ido in crescendo en paralelo al constante rearme militar chino, y que
poco a poco les ha ido acercando más al Imperio y a aumentar notablemente sus
presupuestos militares… a imitación, señalémoslo, tanto de Japón como de China.
La
situación, por lo tanto, se ha convertido en un polvorín. Por un lado, China ya
no puede dejar de responder a todo envite
realizado por sus rivales o, sin más, por Japón, si quiere mantener la
credibilidad de su aspiración imperial y ganar en la política exterior el
prestigio adquirido económicamente; y de hecho ha amenazado con una respuesta
violenta y tajante a quienes no se atengan al ZAI. Japón ve cómo las
circunstancias favorecen el cumplimiento de la promesa que el actual primer
ministro japonés Shinzo Abe –un militarista que disfraza sus propósitos bélicos
de “pacifismo activo”- realizara durante la campaña electoral del pasado año de
convertir la defensa del país en algo prioritario y autónomo, es decir: incluso
más allá del interés de los mismísimos Estados Unidos. Y que Japón se arme, y
por su cuenta, tendría que preocupar a su actual amo, dado que se trata de un
país que ha cometido algunas de las atrocidades más terribles que han despojado
de dignidad a la condición humana –y no se trata sólo la violación de Nanjing-, y para las que la única forma de perdón solicitado
ha sido, como en el caso antedicho, su negación. ¿Y cuánto respeto puede
merecer, y cuánta confianza ofrecer, a la comunidad internacional un país
incapaz de hacer las paces con su pasado? Ese país, finalmente, mantiene en
vigor un tratado de defensa con los Estados Unidos, fortalecido ahora a corre
prisa, por el que el Imperio se implicaría directamente en la defensa de Japón
si las Senkaku fueran atacadas.
En
suma: prescindiendo aquí, injustamente
por lo demás, de las restantes potencias de la zona y de su obligado rearme en
la situación presente, los principales actores parecería que anduvieran tras la
chispa que desencadene el conflicto. Un país que ha decidido, a pesar de sus
tratados bilaterales con el Imperio, convertir su defensa en una cuestión personal; una potencia económica que
necesita la fuerza militar que le permita desarrollar una política autónoma y
mantener su crecimiento económico; y un Imperio desgastado y en declive que no
quiere ni mirarse en el espejo ni oír hablar del mismo, y con muchos de sus
paranoicos halcones pensando que una guerra con China sería la ocasión de rejuvenecer. Un país donde, además,
algunos de esos halcones están también convencidos de que es justamente ahora
cuando esa guerra sería más fácil de ganar. En tales circunstancias, si la
guerra no estalla no será por falta de guerreros ni por falta de armas, y ni
siquiera porque quedara un mínimo de prudencia o de humanidad en los intereses
de las partes, sino que es más probable que lo sea por falta de seguridad para
todas ellas. Naciones Unidas debería plantearse alzar la voz y gestionar el
conflicto en nombre de la paz, de la sensatez y de la vida, antes de que el
tiempo se le vuelva en contra y deje al futuro sin su oportunidad.